Pero no se trata únicamente de la siega: es preciso además remover la tierra y rastrillarla. Las mujeres tejen, hacen la hornada y lavan: los mujiks van al molino, a la ciudad, al juzgado para sus asuntos y a casa del alcalde o de su teniente: conducen los carros y dan pienso a los caballos durante la noche. Todos, viejos, jóvenes y hasta los enfermos, suministran sus últimas fuerzas. Apenas si se permiten tomar algunos momentos de descanso antes de haber terminado su tarea. Las mujeres trabajan de la misma manera, muchas de ellas encinta y otras muchas criando.
El trabajo es excesivo e interesante. Todos se agotan en un supremo esfuerzo; todos gastan en aquella faena, no solamente lo economizado en muchos días, sino también los últimos restos de su despensa. No estaban gordos al empezar los trabajos al estío, pero todos están flacos al terminarlos, por consecuencia de su ruda labor.
II
He aquí un pequeño grupo de segadores: un anciano, su sobrino, joven casado, y un zapatero de viejo, flaco y musculoso. Esta siega es el pan para el invierno de los tres. Trabajan infatigablemente y sin darse punto de reposo desde hace ya dos semanas. La lluvia ha suspendido su trabajo.
Después de la lluvia y cuando el viento ha secado la mies, deciden colocarla en hacinas, y para hacerlo más de prisa, hácese ayudar cada uno por dos mujeres.
El anciano trae a su mujer que ya tiene cincuenta años y está gastada por el trabajo y por once partos, y que además es sorda, todo lo cual no le impide trabajar aún bastante bien, y trae igualmente a una hija suya de trece años, de baja estatura, pero robusta y diestra. El sobrino hace venir a su mujer, alta y fuerte como un verdadero mujik, y a su cuñada, casada con un soldado, y encinta a la sazón. El remendón llama a su mujer, una obrera vigorosa, y a su madre, anciana de ochenta años que se gana la vida mendigando.
Todos rivalizan en ardor y trabajan desde el amanecer hasta la noche en pleno mes de junio. Cada hora de labor tiene un precio inestimable. ¡Qué fastidio tener que abandonar el trabajo para ir a buscar agua o sidra!—Un chicuelo, el nieto de la vieja, traerá el agua.
La vieja, preocupada por el deseo de no ser despedida del trabajo, empuña el rastrillo con manos crispadas, y hace visibles esfuerzos, siquiera le cueste trabajo moverse. El chiquillo, encorvado por el peso y trotando a paso corto con sus pies descalzos, lleva el cántaro del agua, pasándolo de una mano a otra, cántaro que pesa más que él. La chica carga sobre sus hombros una gavilla de heno casi tan pesada como ella, da algunos pasos, se detiene y la deja caer, pues resulta que no tiene bastantes fuerzas para llevarla. La mujer de cincuenta años rastrilla infatigablemente; después, con el chal caído de un lado, carga heno y lo lleva con paso vacilante y respirando con dificultad. La vieja de los ochenta años no hace más que rastrillar, como ya se dijo, pero aun esto es superior a sus fuerzas: arrastra con trabajo sus pies calzados con lapti, y con semblante enfurruñado y aire sombrío, mira ante sí como un enfermo desahuciado o como un hombre que va a morir. El viejo la envía, a propósito, separada de los demás, a rastrillar cerca de las hacinas, para que trabaje menos; pero no interrumpe su faena, 92
y con el mismo semblante sombrío y meditabundo, trabaja tanto como los demás.
El sol se oculta detrás del bosque; pero aún no se ha conseguido poner en orden los haces y falta aún bastante para ello. Todos comprenden que ya es hora de dar de mano al trabajó; pero nadie lo dice esperando a que lo diga otro.
Por fin, el zapatero, comprendiendo que estaban agotadas las fuerzas de todos, propone al viejo dejar para el día siguiente la formación de las hacinas, y éste consiente en ello: y sin perder momento corren las mujeres a recoger sus efectos, los cántaros y las horcas de aventar; y la vieja se agacha con presteza en el mismo sitio en que estaba de pie; se acuesta luego, mirando siempre ante sí con la misma mirada mortecina; pero las mujeres se ponen en marcha, y, al verlas, pónese de pie dando un gemido, y se arrastra en seguimiento suyo.
Y todas estas escenas se reproducirán en julio, cuando los mujiks, faltos de sueño, sieguen durante la noche la avena para que el grano no salte; cuando las mujeres se levanten antes de rayar el día para preparar las ataduras de hierba retorcida; cuando aquella anciana se encargue de todo el trabajo de la casa; cuando las mujeres embarazadas y las jóvenes se sientan agotadas; cuando los brazos de todos, y los caballos y los carros sean insuficientes para acarrear aquel trigo que ha de alimentar a todo el mundo, aquel trigo que tiene en Rusia un consumo diario de millones de fanegas, para que las gentes vivan.
III
Y nosotros vivimos absolutamente como si no existiera relación alguna entre la lavandera muerta, la prostituta de diez y seis años, la tensión excesiva de las cigarreras, la pesada e insoportable labor de las viejas y de los niños mal alimentados y agobiados por la fatiga: vivimos como si no existiera relación alguna entre su vida y la nuestra.
Se nos figura que el dolor es una cosa y otra cosa nuestra vida.
Leemos la descripción de la vida de Roma y nos admiramos de la crueldad de Lúcido, el hombre sin corazón que se atiborraba de manjares y de vinos delicados cuando el pueblo se moría de hambre. Meneamos la cabeza sorprendidos ante la barbarie de nuestros abuelos que, señores de siervos campesinos, creaban entre ellos bandas de música y teatros, y desde lo alto de nuestra olímpica grandeza, nos admiramos de su inhumanidad. Isaías dijo:
«V. 8. —Maldición sobre vosotros los que juntáis casa con casa y añadís tierras a tierras hasta que os falta espacio. ¿Seréis los únicos que habitéis la tierra?
»11. —Maldición sobre vosotros, que os levantáis por la mañana para dedicaros a los placeres de la mesa y para beber hasta la noche, hasta que se os suben a la cabeza los vapores del vino.
»12. —El laúd y el arpa, las flautas y los tambores, juntos a los vinos más deliciosos, se encuentran en vuestros festines: no os preocupa la obra del Señor ni consideráis las obras de sus manos.
»18. —Maldición sobre vosotros, que os valéis de la mentira como de cuerdas, para arrastrar una larga serie de iniquidades, y que tiráis tras de vosotros del pecado, como los tirantes tiran del carro.
»20. —Maldición sobre vosotros, los que decís que el mal es el bien, y que el bien es el mal; que dais a las tinieblas el nombre de luz, y a la luz el nombre de tinieblas; que hacéis pasar por dulce lo que es amargo y por amargo lo que es dulce. >21. —Maldición sobre vosotros, los que sois sabios a vuestros propios ojos y los que sois prudentes ante vosotros mismos.