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»22. —Maldición sobre vosotros los que sois poderosos para beber vino y valientes para emborracharos».

Leemos estas palabras, y se nos figura que no aluden a nosotros. Leemos en el Evangelio de San Mateo, III, 10: «Y el hacha amaga ya las raíces de los árboles.

Todo árbol, pues, que no produzca buen fruto, será cortado y arrojado al fuego».

Y estamos convencidos absolutamente de que nosotros somos el árbol que produce buen fruto, y que las anteriores palabras no se refieren a nosotros, sino a otras gentes perversas.

Y dice Isaías: «VI, 10. —Cegad el corazón de ese pueblo; ensordeced sus oídos; cerradle los ojos, por miedo de que sus ojos vean, de que sus oídos oigan y de que su corazón comprenda y se conviertan a mí y yo los cure.

»11. -Y ¡Señor!—le dije, — ¿hasta cuándo durará vuestra cólera?—Hasta que las ciudades queden desoladas y sin ciudadanos, las casas sin habitantes y la tierra desierta, — contestó».

Leemos, y estamos absolutamente convencidos de que esas palabras admirables no se contraen a nosotros, sino a otro pueblo, y no vemos que 94

se han dicho para nosotros. Ni vemos, ni oímos, ni comprendemos. ¿Por qué sucede así?

Dios, o esta ley de la naturaleza por la cual fue ron creados el mundo y los hombres, procederá bien o procederá mal; pero la situación de los hombres en el mundo es tal, desde que lo conocemos, que, desnudos, sin vello en el cuerpo, sin cueva donde abrigarse, incapaces de hallar el sustento en los campos, como Robinsón en la isla, todos tienen la necesidad de luchar sin tregua ni reposo contra la naturaleza para cubrir sus carnes, para hacerse sus vestidos, para rodearse de un cercado, para levantar un techo sobre su cabeza, para preparar sus alimentos con el objeto de saciar su hambre dos o tres veces al día, y con ella la de sus hijos, demasiado débiles para trabajar y la de los ancianos.

Es indiferente el lugar y la época en que nos fijamos para observar la vida de los hombres, en Europa, en América, en China, en Rusia: examinemos todo el género humano, o una de sus partes, en los tiempos antiguos, en la edad nómada o en nuestro tiempo con los motores de vapor, las máquinas de coser, la agricultura perfeccionada y la luz eléctrica, y por todas partes veremos la misma cosa, esto es; que los hombres, trabajando hasta no poder más, no pueden ganar lo suficiente para ellos, para sus hijos y para sus ancianos; no pueden ganar bastante para atender a sus vestidos, a su albergue y a su manutención, y que la mayor parte, hoy como antes, mueren faltos de recursos o que, para obtener éstos, sucumben a un trabajo desproporcionado A sus fuerzas.

En donde quiera que habitemos, si trazamos en torno nuestro un círculo de mil verstas, de cien, de una sola versta de radio y nos ponemos a considerar la vida de las personas comprendidas en ese círculo, encontraremos niños miserables, ancianos de uno y otro sexo, mujeres paridas, enfermos y seres débiles, que se afanan más de lo que sus fuerzas les permiten, que no tienen ni los alimentos ni el descanso necesario para poder vivir, y que, como es natural, mueren prematuramente, y veremos seres, en la fuerza de su edad, sucumbir al peso de una labor fatigosa y mortal.

Vemos, desde que el mundo existe, que los hombres luchan contra sus comunes necesidades, a costa de increíbles esfuerzos, privaciones y sufrimientos, y que no pueden vencerlas...

ACERCA DEL DESTINO DE LA CIENCIA Y DEL ARTE

I

La justificación de que cualquiera puede emanciparse del trabajo, se apoya en la ciencia experital positiva. He aquí lo que dice la teoría científica: «No existe más que un método seguro para estudiar las leyes que rigen la vida de las sociedades humanas, y ese método es la ciencia positiva crítica.

»No existe más que la sociología, basada en la biología, como ésta lo está en todas las ciencias positivas, que pueden formular las leyes de la vida del género humano. El género humano, o las sociedades humanas, son organismos ya formados, u organismos en formación, sometidos a todas las leyes de la evolución de los organismos.

»Una de estas leyes esenciales es la distribución de las funciones entre las diferentes partículas de los órganos. Si los unos mandan y los otros obedecen; si los unos viven en la abundancia y los otros en la estrechez, ello consiste, no en que Dios lo haya dispuesto así, ni porque el gobierno sea expresión de las necesidades sociales, sino en que, en las sociedades como en los organismos, la vida del ser entero tiene, por condición necesaria, la división del trabajo: los unos ejecutan, en las sociedades, el trabajo muscular; los otros, el trabajo intelectual».

En esta doctrina se apoya la justificación favorita de nuestro tiempo.

No hace aún mucho que dominaba en la esfera de los sabios la filosofía del espíritu, la filosofía de Hégel, cuyas conclusiones eran que todo lo que existe es racional; que no hay ni bien ni mal; que el -hombre no tiene que luchar contra el mal, puesto que no existe, y que debe concretarse a demostrar su inteligencia: éste, en el servicio militar; aquél, en la magistratura, y el otro, en el arte de tocar el violín, etc.

Existían, sin embargo, numerosas y distintas expresiones de la sabiduría humana, conocidas todas en el siglo XIX. Eran conocidos Rousseau y Léssing, Spinoza y Bruno: era conocida también la sabiduría antigua; pero nada quería saber de ella la multitud.

No se puede decir que el éxito de Hégel estuviese en relación con lo armonioso de su teoría: existían teorías no menos armónicas, como las de Descartes, Leibnitz, Fichte y Schopenháuer. La única causa de que fuese por mucho tiempo esta teoría filosófica la doctrina de todo el mundo, fue la de que se ajustaba, por sus consecuencias, a los vicios de los hombres. Trataba 96

de establecer que todo era natural, que todo era bueno, y que nadie era culpable de nada. .

El hegelianismo era la base de todo cuando yo empecé a vivir: se respiraba en el aire; se leía en los artículos y en las revistas de los periódicos; en los cursos de historia y de derecho; en las novelas, en los tratados, en las artes, en los sermones, y en la conversación particular. El hombre que no conocía a Hégel no tenía derecho para hablar: el que deseaba conocer la verdad, necesitaba estudiar a Hégel. Todo descansaba en él, en su filosofía, y no han transcurrido aún cuarenta años y ya nadie se acuerda de él, como si Hégel no hubiera existido nunca. Y lo más sorprendente es que el hegelianismo ha dejado de existir sin que nadie lo haya refutado ni destruido, no: tal como era es; pero careció repentinamente de finalidad y de objeto a los ojos de los sabios.

Hubo un tiempo en que los doctores hegelianos instruían solemnemente a la multitud, y en que ésta, sin comprender nada, creía en todo ciegamente, encontrando en aquella filosofía la confirmación de lo que juzgaba beneficioso para sí misma, y persuadida de que lo que consideraba obscuro y contradictorio era, en la alta cima de aquella filosofía, claro como la luz del sol Pero llegó el momento en que la teoría aquella resultó gastada y en que apareció en su lugar otra; un tiempo en que la multitud, desdeñando la teoría antigua y dirigiendo la mirada a los santuarios misteriosos de los sacrifica-dores, se convenció de que en aquélla no había más que palabras obscuras y conceptos absurdos. Todo eso ha pasado en los tiempos que yo recuerdo.