Pero los poseedores de la ciencia actual dirán que todo eso ocurrió porque aquella teoría era un conjunto de absurdos del periodo teológico y metafísico; que ahora existe una ciencia positiva y crítica que no puede engañar, porque se apoya en la instrucción y en la experiencia; que ahora nuestros conocimientos no son ya inseguros como lo fueron antes, y que únicamente marchando por ese camino es como podrán resolverse todos los problemas humanos.
Verdad es que eso mismo decían los antiguos; que nuestros antepasados no eran imbéciles, y que entre ellos florecieron grandes talentos: eso mismo decían los hégelianos, según recuerdo, con no menos seguridad ni con menos aplauso de la multitud que se decía ilustrada y entre la que figuraban nombres que no desdecían de nuestros Hertzen, Stankevitch y Belinski.
Pero entonces ¿cómo explicar el fenómeno de que los sabios hayan profesado con tanta seguridad doctrinas tan falsas como absurdas, y que la multitud las acogiera con tanto entusiasmo? La única razón, la causa única era la de que aquellas doctrinas justificaban a los hombres de los errores de su vida.
II
Un adocenado publicista inglés, cuyas obras, perfectamente nulas, ha olvidado todo el mundo, escribió un tratado sobre la población, en cuyo tratado consignó la imaginaria ley de que las substancias alimenticias no guardaban la relación debida con el incremento de la población, y estableciendo la ley al amparo de fórmulas matemáticas desprovistas de fundamento, la dio a luz. Dada la ligereza y la nulidad del libro, se debió suponer que no llamase la atención de nadie y que cayese en profundo olvido como todas las obras sucesivas del mismo autor; pero sucedió precisamente lo contrario, y aquel publicista llegó a adquirir gran reputación, que conservó cerca de medio siglo.
¡Malthus! ¡La teoría de Malthus! El incremento de la población siguiendo una progresión geométrica, en tanto que las substancias alimenticias seguían una progresión aritmética. ¡El remedio natural y racional significado por el decaimiento de la procreación! Toda una serie de verdades científicas, indudables, que no se demostraban y que servían, como axiomas, para demostraciones ulteriores. Esto, en cuanto a las personas ilustradas y de ciencia; pues en cuanto a la multitud, a la generalidad de las gentes ociosas, esos se limitaban a admirar humildemente las grandes leyes de Malthus. ¿Y cómo sucedió eso?
Debiera creerse que se trataba una teoría científica que nada de común tenía con los instintos de la multitud; pero sólo puede juzgarlo así quien se imagine que dicha ciencia tiene algo de independiente y de infalible como la Iglesia, y no quiera ver que no es otra cosa, en realidad, que una invención de gentes superficiales y descarriadas que no conceden importancia al fondo de las ideas, sino a la etiqueta de la ciencia.
Basta deducir las consecuencias prácticas de la teoría de Malthus, para ver que dicha teoría era la más aplicable al hombre con fines determinados.
Las consecuencias que de ella se derivan directamente, son éstas: La situación desgraciada de los obreros lo es en virtud de una ley inmutable, independiente de los hombres, y si hay algún culpable de ello, son los mismos obreros hambrientos. ¿Por qué los tontos vienen al mundo sabiendo que no tendrán que comer en él?
En favor de tan precioso resultado para la gente ociosa, todos los sabios cerrarán los ojos en lo que concierne a la irregularidad y a la arbitrariedad absolutas de semejantes conclusiones desprovistas de pruebas, en tanto que la multitud de las gentes de letras, es decir, de los ociosos, comprendiendo por instinto a donde conducen aquellas conclusiones, 98
adopta la teoría con entusiasmo, le imprime el sello de la verdad, o lo que es lo mismo, el de la ciencia, y la sigue durante medio siglo.
¿No es ésta la causa que explica la seguridad de los heraldos del positivismo y la humilde sumisión de la multitud a lo que ellos predican?
Parece extraño, a primera vista, que la teoría científica de la evolución pueda justificar a las gentes de su falsedad, y natural parece que no se ocupara sino en observar los fenómenos; pero todo eso no es más que pura apariencia.
Lo mismo acontecía con la doctrina de Hégel en proporciones más vastas que en particular con la doctrina de Malthus. El hegelianismo parecía no ocuparse más que en las construcciones lógicas sin relación alguna con la vida de los hombres, de igual modo que la teoría de Malthus parecía no tener otro objeto que los hechos estadísticos; pero repito que todo eso no era más que pura apariencia.
La ciencia contemporánea trata también de hechos únicamente, y los observa; pero ¿de qué hechos? ¿Por qué se ocupa en unos y no en otros?
Los secuaces de la ciencia contemporánea repiten a cada paso, solemnemente y con seguridad de expresión: «No estudiamos más que los hechos», y se imaginan que sus palabras tienen algún sentido. Estudiar únicamente los hechos resulta imposible, porque son innumerables, en el sentido propio de la palabra, los hechos dignos de estudio. Antes de estudiar los hechos, es preciso establecer una teoría según la cual se les estudie, es decir, que se eligen entre la masa innumerable de hechos, estos o aquellos. Y tal teoría existe y está clara y explícitamente formulada, siquiera los secuaces de la ciencia contemporánea a veces lo ignoren, o a veces finjan ignorarlo. Siempre sucedió lo mismo con todas las doctrinas reinantes y directoras. La teoría suministra siempre los elementos constitutivos de cada doctrina, y los llamados sabios no hacen más que descubrir las consecuencias ulteriores de aquellos elementos, una vez suministrados. De igual modo, la ciencia contemporánea eligió los hechos en conformidad con los elementos de una teoría que conocía a veces, que a veces no quiere conocer y que en ocasiones desconoce en absoluto. Y sin embargo, esa teoría existe.
III
Vedla aquí: El género humano en su totalidad constituye un organismo vivo: los hombres son las diferentes partículas de órganos, cada uno de los cuales tiene su misión especial que sirve al organismo entero. Del mismo modo que las células, constituidas en organismo, se distribuyen el trabajo en la lucha por la existencia, desarrollando tal facultad, restringiendo tal otra y 99
formando órganos especiales para satisfacer mejor las necesidades de todo el organismo, y de igual manera que los animales sociables, como las hormigas y las abejas, dividen el trabajo, dedicándose la hembra a poner los huevos, los zánganos a fecundarlos y las abejas jóvenes a trabajar por la vida del enjambre, así también sucede con el género humano y con las sociedades humanas.