Para hallar la ley de la vida del hombre, es preciso estudiar las leyes de la vida y de la evolución de los organismos, y en esa vida y en esa evolución de los organismos, tropezamos con la ley de diferenciación y de integración; con la ley que determina que todo fenómeno soporte otras consecuencias además de la consecuencia inmediata; con la ley de la instabilidad, con la de la homogeneidad, etc., etc. Todo eso parece muy pueril; pero basta con deducir las consecuencias de todas esas leyes para comprender en seguida que esas leyes tienden al mismo fin que tendían las de Malthus.
Todas ellas tienen por objeto único hacer ver esa distribución de la actividad que existe en las sociedades humanas como organismo, es decir, con carácter necesario, y por consecuencia, para considerar la falsa situación en que nos encontramos los que nos hemos emancipado del trabajo, no a la luz de la razón y de la justicia, sino como un hecho inevitable que confirma la ley general.
La filosofía del espíritu justificaba la crueldad y la abominación; pero sólo de una manera filosófica y, por lo tanto, falsa, mientras que la ciencia demuestra todo eso de una manera científica, é indubitable por consiguiente.
¿Y cómo no acoger tan bella teoría? Basta considerar la sociedad humana como un campo de observación, para que yo pueda estar convencido de que mi actividad, cualquiera que sea la forma que adopte, es una actividad funcional del organismo del género humano, sin que necesite preocuparme de si es o no justo que, al aprovecharme del trabajo de otro, haga yo únicamente lo que me plazca, ni si la división del trabajo entre la célula del cerebro y la de los músculos, es o no equitativa. ¿Cómo no admitir, pues, una teoría tan seductora que permite guardarnos la conciencia en el bolsillo de una vez para siempre, y vivir una vida animal sin freno alguno, al amparo de un apoyo científico firmísimo, según nuestro tiempo?
Y ved de qué modo se fundamenta hoy, en esa doctrina nueva, la justificación de la ociosidad y de la crueldad de los hombres.
IV
Esta doctrina se abrió paso no hace aún mucho tiempo; hará unos cincuenta años, y fue su principal fundador el sabio francés Augusto Comte.
Augusto Comte, hombre a la vez sistemático y religioso, se apoderó, bajo la influencia de los descubrimientos fisiológicos de Bichat, completamente nuevos entonces, de la antigua idea, emitida ya por Menenio Agrippa, de que las sociedades humanas, y hasta la humanidad entera, pueden ser consideradas como un todo orgánico, y los hombres como partículas de órganos diferentes, cada uno de los cuales órganos tiene funciones determinadas y especiales cooperativas del organismo entero.
Agradó de tal modo esta idea a Augusto Comte, que se dedicó a edificar sobre ella un sistema filosófico, y tan lejos le llevó este sistema, que olvidó en absoluto que el punto de partida de su teoría no era otra cosa que un bello símil muy a propósito en un apólogo; pero que en manera alguna podía servir de base a una ciencia. Como sucede a menudo, Comte tomó por axioma una hipótesis que le sedujo, é imaginó luego que toda su teoría estaba edificada sobre cimientos sólidos.
Su teoría tiende a establecer que, siendo el género humano un organismo, no se puede saber lo que es el hombre ni cuales deben de ser sus relaciones con el mundo, si no se conocen las propiedades de aquel organismo. Para conocer estas propiedades, puede el hombre hacer observaciones sobre los demás organismos inferiores y sobre su vida, y obtener de ellos inducciones.
Así, pues, en primer lugar, el método verdadero y único de la ciencia, según Augusto Comte, es el método inductivo y toda la ciencia reconoce como base única la experimentación; y en segundo lugar, el objeto y la jerarquía de las ciencias constituyen una ciencia nueva: la del organismo imaginario del género humano, o sea la sociología.
De este modo de considerar la ciencia en general, se derivaba que todas las ciencias anteriores eran falsas, y que toda la historia del género humano, desde el punto de vista de la evolución intelectual, se dividía, hablando propiamente, en dos periodos: el periodo teológico y metafísico que comprendió desde el principio del mundo hasta Augusto Comte, y el periodo actual, el de la ciencia única y verdadera, el positivismo que comenzó con Augusto Comte.
Todo eso era de una gran perfección y no reconocía más que un solo defecto, a saber: que todo el edificio estaba construido sobre arena, esto es, sobre la afirmación arbitraria e inexacta de que el género humano es un organismo. Dicha afirmación es arbitraria, en cuanto que no tenemos más derecho para admitir la existencia del organismo humano, no susceptible de observación, que para afirmar la existencia de cualquiera otro ser quimérico e invisible; y es inexacta en cuanto a que a la noción del género humano, o sea a la noción de los hombres, vaya unida la idea de organismo, toda vez 101
que el género humano carece del carácter esencial de los organismos; esto es: de la sensibilidad o de la conciencia 6.
Pero no obstante lo arbitrario y falso de la tesis fundamental de la filosofía positivista, los llamados sabios no han dejado de acogerla con entusiasmo.
Es de notar, a este propósito, que de las dos partes de la obra entera de Augusto Comte: filosofía positiva y filosofía político positiva, los sabios no acogieron más que la primera, la que justificaba, con nuevas razones deducidas de la experiencia, el mal existente en las sociedades humanas.
En cuanto a la segunda parte, la que trata de los deberes morales del altruismo, deberes derivados de la asimilación del género humano a un organismo, tan poca importancia le concedieron, que la declararon nula y anticientífica.
Sucedió en esto lo mismo que con las dos partes de la obra de Kant. La crítica de la razón pura fue bien acogida por el mundo de los sabios; pero la crítica de la razón práctica, la que contiene la esencia de su moral, la rechazaron.
En la obra de Kant proclamaron, como científico, únicamente lo que justificaba el mal reinante.
Pero la filosofía positiva aceptada por el público, filosofía fundada en una teoría arbitraria y falsa, era inconsistente por sí misma y, por lo tanto, instable, y no hubiera podido subsistir por sí sola. Y he aquí que en el número de todos aquellos ociosos del pensamiento, entre los secuaces de aquella filosofía, surgió esta otra afirmación, también arbitraria y falsa, a saber: Que los seres vivientes, es decir, los organismos, se formaban los unos de los otros y no sólo uno de otro, sino uno de varios; esto es, que en un periodo de tiempo muy largo, al cabo de millones de años, por ejemplo, no solamente pueden descender de un común antecesor nuestro un ganso y un pez, sino que de un enjambre de abejas se puede formar un buey u otro animal cualquiera. Y el mundo sabio acogió con favor todavía más grande tan arbitraria y falsa afirmación; arbitraria, en cuanto que nadie ha visto jamás cómo unos organismos engendran a los otros, razón por la cual la hipótesis del origen de las especies será siempre una hipótesis y nunca un hecho experimental; y falsa, por cuanto la solución del problema del origen de las especies, por los principios de la sucesión y de la adaptación al medio en un período de tiempo infinitamente largo, no es en modo alguno una solución, sino una manera nueva de plantear el problema en otra forma.