Esa nueva mentira es, en el fondo, lo mismo que las antiguas: su objeto esencial es reemplazar la actividad de la razón y de la conciencia, que es la nuestra y la de nuestros antepasados, por otra cosa externa denominada observación, en la mentira científica.
El lazo de esta ciencia consiste en que, después de haber mostrado a los hombres las alteraciones más groseras de la actividad de la razón y de la conciencia, tiende a destruir en ellos la creencia en la razón y en la conciencia misma y a persuadirles que todo lo que se dicen a sí mismos, como todo lo que decían a los espíritus más privilegiados, la razón y la conciencia desde que el mundo existe, todo ello es condicional y subjetivo.
—Es preciso desechar todo eso, —dicen. —Por medio de la razón no se puede llegar al conocimiento de la verdad sin correr el riesgo de engañarse: hay otro camino más seguro de llegar a él, medio casi mecánico, y es el de estudiar los hechos.
Mas para estudiar los hechos es necesario tomar por base la filosofía científica; es decir, una doble hipótesis sin fundamento: el positivismo y la evolución que se dan por verdades indubitables. Y la ciencia reinante declara, con solemnidad engañosa, que no es posible la solución de los problemas de la vida sino por medio del estudio de la naturaleza, y especialmente del de los organismos. Y la juventud crédula, seducida por la novedad de este dogma, que la crítica no ha destruido ni siquiera tocado aún, se apresura a estudiar esos fenómenos en las ciencias naturales por ese único camino que según la ciencia reinante, puede conducir al esclarecimiento de los problemas de la vida. Pero cuanto más avanzan los jóvenes en ese estudio, más y más lejos de ellos retrocede la posibilidad y hasta el deseo de resolver aquellos problemas; y cuanto más se acostumbran, no tanto a observar como a creer bajo la fe de su palabra en las observaciones de otro, en las células, en los protoplasmas, en la cuarta existencia de los cuerpos, etc., más oculto queda el fondo tras de la forma, y tanto más pierden la conciencia del bien y del mal y la facultad de comprender esas expresiones y determinaciones del 108
bien y del mal que el género humano ha elaborado en el curso de su vida entera. Cuanto más se asimilan esa jerga especial científica y esos términos condicionales que no tienen sentido alguno general y humano; cuanto más se enredan en el laberinto de observaciones que nada esclarecen, tanto más pierden la facultad de pensar independientemente y la de comprender el pensamiento de otro, humano y espontáneo, que se encuentra fuera de su talmud. Pero lo peor es que pasan sus mejores años en desacostumbrarse de la vida, es decir, del trabajo; en habituarse a considerar como legítima su situación; en convertirse en parásitos incapaces de un esfuerzo físico cualquiera; en dislocarse el cerebro, y en acabar por ser los eunucos del pensamiento. Y a medida que acrece su estupidez, adquieren tal confianza en sí mismos que los aleja de toda posibilidad de reintegrarse a la simple vida del trabajo, al pensamiento sencillo, claro y humano. La división del trabajo existe, y existirá siempre, sin duda alguna, en la sociedad humana; pero la cuestión, para nosotros, no es el saber si existe y existirá, sino el saber cómo hacer que sea justa.
Tomar por criterio la observación es, por ese mismo hecho, rechazar todo criterio: cualquier distribución de trabajo que veamos y que nos parezca justa, la encontraremos justa, en efecto; que es a lo que conduce la filosofía científica preponderante. ¡La división del trabajo!
Los unos están dedicados al trabajo intelectual y espiritual; los otros, al trabajo físico muscular... ¡Con qué seguridad afirman esto!... Ellos prefieren pensar y creen que con ello realizan un cambio de servicios absolutamente justo.
Pero tanto hemos perdido de vista el deber por efecto de nuestra ceguera, que hasta hemos olvidado a nombre de qué realizamos nuestro trabajo, y que hemos hecho de ese mismo pueblo, a quien quisiéramos servir, el objeto de nuestra actividad científica y artística. Lo estudiamos y lo describimos por gusto y para distracción nuestra y nos hemos olvidado de que no lo debemos estudiar y describir, sino servir. Todos hemos perdido de vista el deber que nos incumbe: tampoco hemos observado que lo que intentábamos hacer en el dominio de las ciencias y de las artes, lo han hecho ya otros, y que nuestro lugar estaba ocupado. Sí: mientras que disputábamos, bien sobre la generación espontánea de los organismos, bien sobre el espiritismo; ahora sobre la forma de los átomos, luego sobre la pangénesis, después sobre el protoplasma, etc., el pueblo reclamaba su alimento espiritual, y los frutos secos de la ciencia y del arte, bajo la dirección de especuladores a quienes no guiaba más que el incentivo de la ganancia, suministraron y suministran al pueblo ese alimento espiritual.
Ved ahí que, desde hace cuarenta años en Europa y unos diez en Rusia, se deslizan por millones los libros, los cuadros y las canciones; que se abren librerías y que el pueblo mira, canta y recibe un alimento espiritual que no 109
procede de nosotros a quienes correspondía dárselo; y nosotros que de tal modo justificamos nuestra ociosidad, lo presenciamos cruzados de brazos.
Pero no debemos seguir con los brazos cruzados, porque va a faltarnos la última justificación. Somos especialistas: cada uno de nosotros tiene su función particular: somos el cerebro del pueblo: él nos sostiene y nosotros le enseñamos; pero ¿qué le hemos enseñado y qué seguimos enseñándole? Él ha estado esperando años y décadas y siglos, y nosotros discutíamos, nos instruíamos el uno al otro, y nos divertíamos olvidando completamente al pueblo; y tanto lo habíamos olvidado, que otros han debido enseñarle y distraerle sin que ni siquiera en esto fijáramos la atención. Hemos hablado tan inconsideradamente de la distribución del trabajo, que hemos dado, sin reparo alguno, como única excusa, los pretendidos servicios que hemos prestado a nuestro pueblo.
VIII
La ciencia y el arte se han reservado el derecho a la ociosidad y al goce de los trabajos de otro, y han fracasado en su misión. Y el fracaso proviene tan sólo de que sus adeptos, apoyándose en el principio falsamente extendido de la división del trabajo, se han arrogado el derecho de usurpar el trabajo de otro: han perdido el sentimiento de su misión al proponerse como objetivo, no el interés del pueblo, sino el interés de la ciencia y del arte, y se han dejado arrastrar a la ociosidad y a una depravación menos sensual que intelectual.
Dicen: —La ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano.
Es cierto; pero no porque los adeptos a la ciencia y al arte vivan a costa del pueblo trabajador amparados por la división del trabajo, sino a pesar de eso.
La república romana no fue poderosa porque sus ciudadanos tuviesen la facultad de no hacer nada, sino porque había en ella muchos valientes, y lo mismo pasa con la ciencia y con las artes. Si la ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano, no es porque sus adeptos antes y ahora hayan tenido la posibilidad de emanciparse del trabajo, sino porque ha habido genios que, sin usar de esa facultad, han hecho progresar al género humano.