¿Qué vajilla es la más cómoda y la más económica en condiciones determinadas? ¿Qué setas se pueden comer y cómo cultivarlas? ¿Cómo prepararlas más fácilmente? De nada de eso se cuida la ciencia, y sin embargo, ése es su objeto.
Sé que, por esencia, la ciencia debe ser inútil, es decir, sólo la ciencia para la ciencia; pero ese es un efugio evidente. El objeto de la ciencia es servir a los hombres. Hemos inventado el telégrafo, el teléfono y el fonógrafo; pero ¿qué hemos mejorado en la vida, en el trabajo del pueblo?
Hemos contado dos millones de pequeños escarabajos. ¿Hemos domesticado un solo animal desde los tiempos bíblicos en que nuestras especies estaban domesticadas hacía ya mucho tiempo? El alce, el ciervo, la perdiz, el estornino y la ortega de los bosques aún siguen en estado salvaje.
Los botánicos han encontrado la célula, y en las células el protoplasma, y en el protoplasma algo, y en este algo otra cosa todavía. Estos descubrimientos es evidente que no terminarán pronto porque no tienen fin, y por eso carecen de tiempo los sabios para ocuparse en cosas de utilidad para el pueblo. De ahí que, desde los tiempos del antiguo Egipto y de la Judea, en que se cultivaban el trigo y las lentejas, hasta nuestros días, no se haya descubierto ninguna planta nueva, excepto la patata, que haya venido a aumentar la alimentación del pueblo, y la patata no la debemos a la ciencia.
Se han inventado los torpedos, los aparatos do-simétricos, etc.; pero la rueca, el bastidor para tejer, el torno para hilar, la carreta, el hacha, el trillo, el rastrillo, la aportadera, la garrucha del pozo, siguen lo mismo que en los tiempos de Rurik, y si algo ha sufrido ligera modificación, no se la debe a los hombres de ciencia.
Lo mismo ocurre con el arte.
Hemos elevado una multitud de personas al rango de grandes escritores, y los hemos pasado por el tamiz, y hemos amontonado las críticas sobre sus trabajos, y los críticos sobre las críticas, y las críticas sobre las críticas de críticas: hemos reunido galerías de cuadros, y hemos estudiado minuciosamente las diversas escuelas del arte, y tantas y tales son las sinfonías y las óperas, que nos es difícil ya recordarlas; pero ¿qué hemos añadido a nuestras leyendas populares, a nuestros cuentos y a nuestras canciones? ¿Qué cuadros le hemos dado al pueblo? ¿Qué música? En Nikolskoya se publican libros y se hacen cuadros para el pueblo y en Tula harmónicas; pero ni aquí ni allá hemos contribuido a nada.
Lo más chocante y más evidente es la falsedad de la tendencia de nuestra ciencia y de nuestras artes, especialmente en esos dominios en que, por su objeto mismo, ciencia y artes parece que deberían ser de utilidad al pueblo, y en que, por efecto de su falsa tendencia, se muestran más bien perjudiciales que útiles. El ingeniero, el médico, el profesor, el pintor, el escritor, por su misma especialidad, parece que deberían servir al pueblo; pero ¿en qué? Gracias a la tendencia actual, únicamente pueden causarle perjuicios.
El ingeniero y el mecánico necesitan del capital para trabajar. Sin capital nada pueden hacer. Sus conocimientos son de tal índole que, para aplicarlos, les es necesario capital, en grandes cantidades, y la explotación del trabajador, y esto sin contar con que ellos están acostumbrados a gastar de mil quinientos a dos mil rublos al año, por lo menos, y que no pueden ir, por consiguiente, a un pueblo donde nadie tiene medios para remunerarlos de ese modo: la naturaleza misma de su ciencia los hace imposibles para servir al pueblo. El ingeniero puede determinar por cálculos matemáticos el arco de un puente; calcular la potencia de un motor, etc.; pero, ante las simples necesidades del trabajador, se halla a obscuras. ¿Cómo mejorar las condiciones del arado y de la carreta? ¿Cómo atravesar un arroyo? Todo eso corresponde a las condiciones de existencia del trabajador, y de todo eso el ingeniero no entiende una palabra, ni lo comprende siquiera: el último mujik sabe más que él de semejantes cosas. Dadle talleres con muchos operarios, haced venid máquinas del extranjero, y entonces él dará instrucciones; pero, dadas las condiciones de un trabajo común a millones de personas, encontrar los medios de facilitar el trabajo, eso ni lo sabe ni puede saberlo, porque sus estudios, sus costumbres y sus necesidades lo separan de tal misión.
Peor aun es la situación del médico. Toda su ciencia está combinada de modo que no pueda tratar sino a las personas que no hagan nada. Necesita un número considerable de cosas caras, de instrumentos, de medicinas, de condiciones higiénicas. Ha estudiado con los profesores eminentes de la capital, cuyos clientes pueden cuidarse en la clínica o adquirir las máquinas 114
necesarias para servirse de ellas en su casa: pueden dejar en cualquier momento el norte por el mediodía, o ir a tal o cual establecimiento balneario. Su ciencia es tal, que cualquier médico de distrito se queja de la carencia de recursos para atender al pueblo trabajador, demasiado pobre para asegurar al enfermo condiciones higiénicas; y ese mismo médico declara con sentimiento que carece de hospitales y que no puede obtener buenos resultados, falto como está de practicantes. ¿Y qué prueba todo esto? Prueba que la mayor desgracia del pueblo, en el que se engendran, propagan y perpetúan las enfermedades, es la falta de recursos necesarios a la vida. Y he ahí como la ciencia, bajo la bandera de la división del trabajo, llama a sus combatientes en socorro del pueblo.
La ciencia médica ha concentrado todos sus esfuerzos en las clases ricas: se ha impuesto por tarea asistir a las personas que pueden procurárselo todo, y pretende cuidar, por los mismos medios, alas que carecen de todo; pero faltan los recursos y ¿de dónde tomarlos? Del pueblo que está enfermizo, contaminado y exhausto. Y los defensores de la medicina popular van diciendo que el desarrollo del mal es menor ahora. Es evidente que se desarrolla menos porque si, lo que no quiera Dios, hubiese veinte médicos, comadronas y practicantes por distrito, como ellos quieren, en vez de dos, la mitad del distrito sucumbiría bajo el peso del cuerpo médico que habría que sostener, y pronto no quedaría nadie a quien asistir.
La adaptación de la ciencia al pueblo, de que hablan los defensores de aquélla, ha de verificarse de una manera muy distinta, y esa adaptación, tal como debe ser, no ha empezado todavía: empezará cuando el hombre de ciencia, ingeniero o médico, cese de considerar legítimo exigir por sus honorarios, no ya cientos de miles de rublos, sino mil o quinientos rublos; cuando viva en medio de los trabajadores, en las mismas condiciones de existencia que éstos y aplique su saber a las cuestiones de mecánica, higiene y medicina populares.
Pero hoy la ciencia, que se nutre a expensas del pueblo trabajador, ha olvidado por completo las condiciones de existencia de ese pueblo o las ignora, y se irrita al ver que sus conocimientos especulativos no tienen aplicación en el pueblo.
El dominio de la medicina, como el de la higiene, se halla aún inexplorado.
Las cuestiones relativas a la mejor manera de vestir, de calzar, de resistir la humedad, el frío, de lavarse, de alimentar a los niños y de fajarlos o envolverlos, etc., conforme a las condiciones de existencia del pueblo trabajador, aún no han sido planteadas ni resueltas.