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Lo mismo sucede con la pedagogía. Hoy, como antes, la ciencia ha arreglado las cosas de manera que no pueden adquirir instrucción más que 115

los ricos, y que el profesor, como el ingeniero y como el médico, se fija involuntariamente en el dinero.

Y no puede ser de otro modo, porque una escuela modelo (por regla general, cuanto mejor organizada para enseñar está una escuela, más cara resulta), con bancos atornillados, esferas amulares, mapas, biblioteca, métodos para los discípulos, profesores y pasantes, exige tal gasto, que para hacer frente a él sería necesario duplicar los impuestos. Eso es lo que la ciencia pide.

El pueblo tiene necesidad de dinero para atender a sus trabajos, y tanto más lo necesita cuanto más pobre es.

Dicen los defensores de la ciencia: —La pedagogía presta ya grandes servicios al pueblo y con el tiempo se desarrollará y los prestará mejores.

Sí; y cuando se desarrolle y en vez de veinte escuelas por distrito haya ciento, todas ellas científicas, y el pueblo tenga que pagarlas, se empobrecerá más aún, y necesitará todavía más del trabajo de sus hijos.

—¿Qué hacer entonces?—preguntan.

El gobierno fundará escuelas; decretará la enseñanza obligatoria como en Europa; pero los recursos los tendrá que facilitar el pueblo, como en todas partes; y el pueblo sufrirá cada vez más, y descansará menos, y la instrucción forzosa no será verdadera instrucción. Hay un verdadero camino de salvación: que el profesor viva en las mismas condiciones que el trabajador y enseñe en cambio de la retribución que se le dé libre y espontáneamente.

X

Tal es la tendencia falsa de la ciencia que la desvía de su misión, que consiste en servir al pueblo.

Pero esa falsa tendencia no se evidencia en nada tan visiblemente como en la actividad del arte que, por su índole, debiera ser accesible para el pueblo. La ciencia puede invocar aún la excusa estúpida de que trabaja para sí misma y que, cuando los sabios la hayan desarrollado, se hará accesible al pueblo; pero el arte debe ser accesible para todos, y más aun para aquellos en cuyo nombre se ejerce. Y nuestro arte, tal como es, acusa gravemente a sus adeptos de que no saben, ni pueden, ni quieren servir al pueblo.

El pintor, para la ejecución de sus grandes obras, tiene necesidad de un estudio o taller en que cabrían cuarenta zapateros o carpinteros, cómodamente, en tanto que hoy lo hacen en malas cuevas, helados de frío 116

o ahogados de calor. Pero no es eso todo: necesita el auxilio de la naturaleza, de la indumentaria y de los viajes. Se derrochan millones para dar impulso a las artes, y los productos de esas artes no son asequibles ni necesarios al pueblo.

Los músicos, para expresar sus grandes ideas, necesitan reunir doscientos hombres esmeradamente vestidos y luciendo corbatas blancas, y el vestuario y atrezzo de una ópera cuentan centenares de miles de rublos. Y las producciones de este arte no pueden provocar en el pueblo, suponiendo que alguna vez alcance a gozar de ellas, más que inquietud y fastidio.

Los escritores y los autores parece que no debieran necesitar ni talleres ni naturaleza, ni orquesta ni cantores; pero el escritor, el autor, aparte de una habitación confortable y de las delicias de la vida, necesita para la ejecución de sus grandes obras hacer viajes, ver palacios, estudiar gabinetes, frecuentar bibliotecas, gozar del arte, hacer visitas, concurrir a teatros y a conciertos, tomar baños, etc., etc, Si no ganan por si mismos el dinero necesario para atender a sus gastos, se les pensiona para que escriban mejor. Y luego, esas obras que tan caras resultan, siembran el hambre entre el pueblo y no le sirven de nada.

Pero ¿qué sucedería si, como dicen los amigos de las ciencias y de las artes, se multiplicasen los productores del alimento espiritual y fuese necesario crear en cada pueblo talleres, organizar orquestas, mantener a los escritores en las condiciones de existencia que los adeptos del arte juzgan precisas? Creo que los trabajadores prescindirían pronto y para siempre de las sinfonías, de los versos y de las novelas, con tal de no tener que mantener a tanto ocioso.

Y después de todo, ¿qué necesidad tienen los pueblos de semejantes artistas? No hay isba que no tenga sus esculturas y sus imágenes: no hay mujik ni mujer que no cante: muchos poseen una harmónica: todos cuentan historias y recitan versos, y la mayor parte leen.

¿Cómo, pues, se ha establecido tal desacuerdo entre dos cosas hechas la una para la otra, tan complementarias como la cerraja para la llave, y que no se vea la posibilidad de unirlas?

Decid a un pintor que pinte cuadros de cinco kopeks, prescindiendo de tener estudio, ni indumentaria, ni contemplar la naturaleza, y os contestará que prefiere renunciar al arte, tal como él lo comprende. Decidles al poeta y al escritor que prescindan de componer poemas y de escribir novelas y que se concreten a coleccionar cantos populares, leyendas y cuentos accesibles a la gente indocta, y os contestarán que estáis loco.

El pueblo se utilizará de las ciencias y de las artes cuando los hombres de ciencia y los artistas, viviendo entre el pueblo y como el pueblo, sin 117

reivindicar derecho alguno, ofrezcan a ese pueblo sus servicios, y cuando dependa de la voluntad del pueblo remunerarles o no.

Dícese que la actividad de las ciencias y de las artes ha contribuido al progreso del género humano, entendiendo por actividad lo que hoy así se denomina, lo cual es como decir que la agitación desordenada que impide la marcha de un buque en dirección determinada, contribuye al movimiento de ese buque; cuando no hace otra cosa que perjudicarle. La división del trabajo, que ha llegado a ser en la época actual la condición de la actividad de la ciencia y del arte, ha sido y sigue siendo la causa principal de la lentitud con que progresa el género humano.

La prueba de ello es que todos los partidarios de la ciencia reconocen que los beneficios que ésta y las artes producen no son accesibles a las masas trabajadoras por efecto de la mala distribución de las riquezas. La irregularidad de esta distribución, lejos de atenuarse a medida que las ciencias y las artes adquieren mayor vuelo, se va agravando más. Dichos partidarios afectan sentir y lamentar vivamente esa desgraciada circunstancia, independiente de su voluntad; pero esa circunstancia desgraciada ha sido provocada por ellos, por cuanto la irregularidad en la distribución de las riquezas no reconoce otro origen que la teoría de la distribución del trabajo, preconizada por los partidarios de la ciencia y del arte.

La ciencia proclama la división del trabajo como ley inmutable: ve que la distribución de las riquezas, que descansa en la distribución del trabajo, es injusta y hasta funesta, y afirma que su actividad, que proclama la susodicha división, conducirá a los hombres a la felicidad.