El género humano, desde su origen, ha vivido con la ciencia del destino y del verdadero bien de los hombres. Verdad es que, para un observador superficial, esta ciencia del verdadero bien parece diferente entre los budhistas, brahmines, judíos, cristianos, confucianos y musulmanes; pero donde quiera que veamos a los hombres sacudir su estado salvaje, allí encontraremos esa ciencia, Pero he aquí que de repente surgen en nuestros días hombres que aseguran y establecen que aquella ciencia, reguladora hasta aquí de todas las ciencias humanas, lo obstruye todo.
Trátase de construir un edificio: un arquitecto presenta el primer plano, otro arquitecto un segundo plano y otro, además, un tercero. Los tres planos coinciden en lo esencial y sólo se diferencian en algún detalle; así es que, en opinión de todos, el edificio quedará sólidamente edificado, observando en su ejecución cualquiera de los tres planos presendos. Pero he aquí que llegan personas que aseguran que lo esencial para la construcción es prescindir de planos y que se edifique así, a simple vista; y a este asíle llaman filosofía científica, la más exacta. Niegan toda la ciencia al negar la averiguación del destino y del verdadero bien de los hombres; y a esta negación de la ciencia le dan el nombre de ciencia.
La humanidad ha producido, desde que existe, grandes talentos, quienes, a vueltas con las exigencias de la razón y de la conciencia, se han preguntado: —¿En qué consiste el bien, el destino y el bien, no únicamente el mío, sino el de cada hombre? ¿Qué quiere de mí la fuerza que me ha engendrado y que me impulsa, y qué quiere de cada uno de los demás? ¿Qué debo hacer para llenar los deberes que me imponen el interés particular y el interés general?... Yo soy un todo—se han dicho—y una partícula de algo inmenso, infinito. ¿Cuáles son mis concomitancias con las partículas semejantes a mí, que son los demás hombres, y con el todo, que es el mundo?
' Y atentos a la voz de su conciencia y de su razón como a los descubrimientos hechos por sus antecesores y sus contemporáneos, que se habían formulado las mismas preguntas, dedujeron aquellos grandes talento3 doctrinas sencillas, claras, accesibles para todos y eminentemente prácticas.
A esos hombres se les encuentra en todas las filas, desde la primera hasta la última; de tales hombres está lleno el mundo. Todo el que vive se pregunta cómo podrá conciliar su aspiración hacia la vida individual con la conciencia y la razón: y por medio de ese trabajo común se elaboran con lentitud, pero sin interrupción, nuevas formas de la vida más en armonía con las exigencias de la razón y de la conciencia.
XIII
Surge de pronto una nueva casta de hombres que dicen: —Todo eso son bagatelas. Hay que dar de lado a todo eso. Eso es el método deductivo del entendimiento (Nadie ha podido comprender aun en qué consiste la diferencia entre la deducción y la inducción). Esas son las fórmulas del periodo teológico y metafísico.
Todo lo que los hombres han descubierto por el camino de la experiencia interior; lo que se han transmitido los unos a los otros respecto a la ley de su vida (de su actividad funcional, como dicen en su jerga), todo lo que desde el comienzo del mundo han hecho por ese camino los grandes espíritus del género humano, todo son bagatelas sin importancia alguna.
De esta nueva doctrina resulta lo siguiente: Sois una célula, pero, como veis, al propio tiempo que célula, sois una actividad funcional rigurosamente determinada que no solamente observáis, sino que sentís en vuestro interior: sois una célula pensante e inteligente y, por lo tanto, le podéis preguntar a otra célula parlante si siente también lo mismo que sentís y confirmar de ese modo, una vez más, vuestra experiencia; podéis aprovecharos o utilizaros de lo que las células parlantes que antes que vos han existido, han elaborado sobre el mismo punto, y tenéis millones de células cuya conformidad con las células que han consignado por escrito sus pensamientos confirma vuestras observaciones; pero todo eso no tiene importancia alguna; todo eso procede de un método falso y malísimo.
Y he aquí, ahora, cuál es el método científico, el único verdadero: Si queréis conocer vuestro destino y vuestro verdadero bien, el destino y el verdadero bien del género humano en general y de cada hombre en particular, debéis, ante todo, dejar de escuchar la voz y las exigencias de la conciencia y de la razón que se manifiestan en vos y en cada uno de vuestros semejantes: debéis dejar de creer en todo lo que dicen los grandes maestros del género humano acerca de la razón y de la conciencia, considerar todo eso como bagatelas y comenzar de nuevo. Y, para comprenderlo todo, debéis examinar con el microscopio los movimientos de los microbios y de las células en los gusanos, o lo que es más sencillo, creer lo que os digan acerca de ello los adeptos, provistos de una patente de infalibilidad. Y observando los movimientos de esos microbios y de esas células, o leyendo lo que otros hayan observado, atribuiréis a esas células sentimientos humanos; determinaréis luego lo que desean; hacia dónde corren; cuáles son sus costumbres, y de esas observaciones (de las que cada palabra contiene un error de expresión o de pensamiento) deduciréis, por analogía, lo que sois y cuál es vuestro destino y en qué consiste vuestro verdadero bien, y lo mismo respecto a las células semejantes a la vuestra.
Para conoceros, debéis estudiar, no solamente el gusano que veáis, sino las substancias microscópicas que distinguís apenas, y las transformaciones sucesivas de los seres que nadie ha visto nunca y que vos no veréis ciertamente jamás. Lo mismo ocurre con el arte. ¡El arte!... En donde está la verdadera ciencia, está siempre su expresión.