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Y es evidente la causa por la cual los actuales partidarios de la ciencia y del arte no han realizado ni pueden realizar su misión: no la realizan, porque han convertido en derechos sus deberes.

La actividad científica y artística, en el verdadero sentido de la palabra, es únicamente fecunda, cuando se reconoce tan sólo deberes y no derechos.

Solamente por ser así y porque tal es su naturaleza, estima en tan alto precio su actividad el género humano. Los seres que estén llamados a servir a los demás por medio de un trabajo espiritual, no verán en ese trabajo más que un deber, y lo cumplirán a pesar de las dificultades, las privaciones y los sacrificios.

El pensador y el pintor no deben cernerse en la serenidad de las alturas olímpicas, como hemos dado en creer: el pensador y el pintor deben sufrir con los hombres para salvarlos y para consolarlos, y sufren más porque viven en una inquietud, en una agitación perpetuas: podrían descubrir y expresar lo que diese a los hombres la felicidad; lo que los librase de sus sufrimientos; lo que los consolase; pero aún no han descubierto nada; no han expresado nada en tal sentido, y mañana quizá sea demasiado, tarde, 126

porque habrán muerto. Por eso serán siempre el sufrimiento y el sacrificio el premio del pensador y del artista.

El pensador y el pintor no serán los que, educados en un establecimiento en que se tiene el encargo de formar el sabio o el pintor (y en el que, hablando con propiedad, forman un destructor de la ciencia o del arte), reciban el diploma o título de garantía, sino los que, sin haber querido pensar en ello ni expresar lo que sienten en sus almas, no puedan dejar de hacerlo obligados por la presión de dos fuerzas insuperables: el impulso interior y la necesidad de los hombres.

No hay pensadores ni artistas bien alimentados, gordos, ni satisfechos de sí mismos: la actividad espiritual y su expresión realmente necesaria a los demás, es la misión más penosa del hombre, la cruz, como se dice en el Evangelio, y el síntoma único, inevitable de la vocación real es la abnegación, el sacrificio de sí mismo para manifestar la fuerza puesta en el hombre que tiene la misión de ser útil a otros. No se forma sin un gran esfuerzo el fruto espiritual.

Dar a conocer el número de cochinillas que hay en el mundo, examinar las manchas del sol, escribir novelas y óperas, puede hacerse sin sufrir; pero enseñar a los hombres su verdadero bien, renunciando por completo a sí mismo y sacrificándose por el prójimo, no se puede hacer sin gran abnegación.

Cristo no murió en vano en la cruz, ni los mártires sufren en vano por el triunfo de su causa.

Pero nuestra ciencia y nuestro arte están garantidos, galardonados con diplomas y títulos y todos tienen, además, el cuidado de garantirlos mejor haciéndolos cada vez menos adaptables al servicio de los hombres.

Existen dos caracteres indubitables de la verdadera ciencia y del verdadero arte: el primero, interior, es que el servidor de la ciencia y el del arte cumplen sus deberes con abnegación y no por interés; y el segundo, exterior, es que la obra del servidor de la ciencia o del arte sea accesible a todos los hombres cuyo bien tiene presente.

Allí donde los hombres coloquen su destino y su verdadero bien, allí será la ciencia el estudio de ese destino y de ese bien verdadero, y SI arte la expresión de dicho estudio. Lo que entre nosotros se llama la ciencia y el arte es el producto de espíritus y de sentimientos ociosos que tienen por objeto halagar espíritus y sentimientos no menos ociosos; son ciencia y arte incomprensibles que nada dicen al pueblo, porque no han tenido en consideración para nada el bien del pueblo.

XV

Por mucho que se remonten nuestros conocimientos acerca de la vida de la humanidad, encontramos siempre, y por todas partes, una doctrina dominante que toma el falso nombre de ciencia y que vela á, los hombres el sentido de la vida, en vez de descubrírselo. Así sucedió entre los griegos con los sofistas; luego a los cristianos con los místicos; a los gnósticos con los escolásticos; a los judíos con los cabalistas y los talmudistas, y así por todas partes hasta nuestros días. ¡Qué dicha más especial la de vivir en una época privilegiada en la que esta actividad intelectual que se llama ciencia no incurre en el error, y se halla, según aseguran, en camino de verdadero progreso! ¿Provendrá, acaso, esa dicha especial de que el hombre no puede ni quiere ver su fragilidad? Pero ¿por qué no han quedado más que palabras de todas aquellas ciencias sofistas, cabalísticas y talmudistas, y nosotros somos tan especialmente dichosos? Los síntomas son los mismos; igual contento de sí propio, la misma ciega seguridad que nosotros; pero nosotros, nosotros estamos en el camino cierto, y es para nosotros, únicamente para nosotros, para quienes empieza el presente. Pero esta expectación en que estamos de algo extraordinario que descubriremos pronto, muy pronto, rasga el velo de nuestros errores no menos que ese mismo síntoma principaclass="underline" la sabiduría reside en nosotros; la masa del pueblo no la comprende, no la aprovecha, ni tiene necesidad de comprenderla ni de aprovecharla.

Nuestra situación es muy grave; pero ¿por qué no mirarla de frente?

Ya es tiempo de que nos corrijamos y nos juzguemos. No somos más que eruditos y fariseos que nos hemos sentado en el solio de Moisés; que hemos arrebatado las llaves del reino de los cielos, y que no queremos entrar en ellos ni dejar que los demás entren. Nosotros, los sacrificadores de la ciencia y del arte, somos los peores embusteros y tenemos menos derecho a nuestra situación privilegiada que los sacrificadores más trapaceros y más malvados, puesto que nada la justifica.

Los sacrificadores podían aspirar a su situación; decían que le enseñaban a la gente el camino de la vida y de la salvación; pero nosotros los hemos substituido y no enseñamos a los hombres ni aun el camino de la vida: es más, reconocemos que no es necesario enseñarles nada: lo único que enseñamos a nuestros hijos es nuestro propio talmud o sea la gramática grecolatina, para que puedan continuar a su vez esta misma vida de parásitos que nosotros llevamos.

Decimos ahora: —Había castas y ya no las hay.

Pero ¿qué significación tiene ese aserto siendo así que los unos trabajan y los otros no?

Haced venir a un indio ignorante de nuestra lengua y hacedle ver la vida europea y la nuestra, y reconocerá las dos castas principales que existen en su país, perfectamente distintas: la de los trabajadores y la de los que no trabajan; y en este país como en el suyo, el derecho de no trabajar, consagrado por un privilegio particular que denominamos la ciencia y el arte, y, en general, la instrucción.