Y he ahí como esa instrucción, con la atrofia de la razón que es consecuencia de ella, nos ha conducido a esta singular demencia de espíritu que hace que no echemos de ver lo que es tan claro y tan indudable.
XVI
Pero ¿qué hacer? ¿Qué es lo que debemos hacer?
Esta pregunta, que implica la confesión de que nuestra vida es mala e ilegítima, y además la excusa de no poderla enmendar nunca, esta pregunta la he oído y la oigo por todas partes.
He consignado mis sufrimientos, mis investigaciones, las respuestas que me he dado a esta pregunta. Soy un hombre como los demás, y si por algo me distingo de otro hombre ordinario de nuestro círculo, es, en primer lugar, porque he contribuí-do más que él a formar la falsa doctrina di nuestro mundo: he recibido más elogios de los adeptos a la doctrina imperante y por eso me he pervertido más que los otros y he seguido el camino errado.
Y por esa razón espero que la solución del problema que he encontrado para mí, satisfaga a todos los hombres sinceros que se hayan hecho o se hagan la misma pregunta.
Ante todo, a la pregunta «¿Qué hacer?» me he contestado: No mentir a los demás ni a mí mismo, y no temer la verdad condúzcame adonde quiera.
Todos sabemos lo que es mentir a los demás y no tememos mentirnos a nosotros mismos, siendo así que la peor mentira, la mentira más cínica echada a otro no es nada, en sus consecuencias, comparada con la mentira que se echa uno a sí mismo, puesto que amoldamos a ella nuestra vida.
De esta mentira hay que guardarse mucho para contestar a la pregunta « ¿Qué hacer?» Y, en efecto, ¿cómo responder a esta pregunta «¿Qué hacer?» cuando todo lo que hago, cuando mi vida entera reconoce por base la mentira, cuando yo presento esa mentira, como si fuera la verdad, a los demás y a mí mismo? No mentir en ese sentido es no temer la verdad; es no imaginar 129
ni acoger los efugios imaginados por los hombres para ocultarse uno a sí mismo las obligaciones de la razón y de la conciencia; es no tener miedo a romper con los que nos rodean, para permanecer fiel a esa conciencia y a esa razón; es no temer el estado a donde la verdad pueda conducir, en la convicción de que, por horroroso que ese estado sea, no puede serlo tanto como el que reconoce por base la mentira. No mentir, en nosotros, personas privilegiadas, trabajadores del pensamiento, es no temer la comprobación.
Quizá sea tan grande tu deuda que no puedas pagarla; pero, por grande que sea, todo es preferible a seguir siendo insolvente. Por mucho que hayas avanzado por el mal camino, todo es preferible a avanzar por él un paso más. La mentira echada a los demás no pasa de ser incómoda. Todo se resuelve mejor y más pronto por la verdad que por la mentira. La mentira echada a los demás embrolla las cosas y retrasa su solución; pero la mentira que uno se echa, erigida en verdad, pierde nuestra vida entera.
Si el hombre, metido en mal camino, lo considera como el verdadero, cada paso que da por él lo aleja de su objetivo; si ese hombre, después de haber avanzado mucho por tan falsa vía, se percata u oye decir que va descaminado, y se asusta de verse ya tan lejos y trata de convencerse de que continuando por ella es posible que llegue a dar con el buen camino, jamás llegará a dar con éste.
Si el hombre se desanima ante la verdad; si al ver ésta no la reconoce; si considera la mentira como la verdad, entonces jamás sabrá lo que debe hacer. Nosotros, los hombres ricos, privilegiados y, según dicen, instruidos, tan internados nos hallamos en la falsa ruta, que necesitamos, o mucha audacia o sufrir muchos contratiempos y disgustos en esa falsa ruta para volver sobre nosotros mismos y reconocer la mentira en que vivimos.
Yo, gracias a los sufrimientos que pasé en el falso camino que seguía, reconocí la mentira de nuestra vida, y al reconocer que iba equivocado, concebí la audacia de ir, al principio solamente con el pensamiento, por donde me llevaran la razón y la conciencia, sin considerar por dónde me llevarían; y he obtenido la recompensa de mi audacia.
Todos los fenómenos de la vida, que me rodeaban, complicados, discordantes y confusos, se esclarecieron súbitamente, y mi situación, antes extraña y penosa, hízose de pronto natural y cómoda.
Y ya en esta nueva situación, surgió mi actividad bajo su verdadera forma, no la de antaño, sino una actividad nueva, mucho más tranquila, mucho más grata y alegre. Lo que antes me espantaba, empezó a atraerme. Por eso creo que el que se pregunte sinceramente: «¿Qué hacer?» y al contestarse no se engañe a sí mismo y vaya a donde la razón le lleve, tendrá decidida la cuestión.
Con tal de que no se mienta a sí mismo, sabrá cómo, dónde y qué hacer.
XVII
Una cosa que puede entorpecer la investigación es el falso orgullo y la alta opinión de sí mismo y de su situación, y eso me pasó a mí, y por eso la segunda respuesta, derivada de la primera, a la pregunta «¿Qué hacer?» consiste para mí en humillarme en toda la acepción de la palabra, o sea en apreciar de otra manera distinta mi situación y mi actividad; en reconocer, en vez de la utilidad y de la importancia de mi actividad, su peligro y su flaqueza; en vez de mi instrucción, mi ignorancia; en lugar de mi bondad y de mi moralidad, mi inmoralidad y mi dureza, y en vez de mi grandeza, mi pequeñez.
Digo que, además de la obligación de no mentirme necesitaba humillarme, porque aunque la una cosa es derivación de la otra, estaba tan arraigada en mí la falsa idea de mi grandeza, que hasta que no me humillé sinceramente, hasta que no rechacé tan falsa opinión de mí mismo, no podía ver bien toda la extensión de la mentira en que vivía. Únicamente cuando me humillé, cuando dejé de considerarme como un hombre aparte y me vi igual a todoslos hombres, fue cuando vi claro el camino.
Hasta entonces no había podido contestar a la pregunta: «¿Qué haré?» pregunta que, a la verdad, no estaba hecha en debida forma.
Antes de humillarme, me la había formulado de este modo: «¿Qué actividad elegir para mí, para un hombre que ha recibido la instrucción y la enseñanza que yo he recibido? ¿Cómo compensar, por medio de esa instrucción y esa enseñanza, lo que he tomado y tomo del pueblo?» La pregunta estaba mal hecha, por cuanto entrañaba la falsa idea de que yo no era un hombre como los demás, sino un ser aparte, llamado a servir a las gentes con mi instrucción y mi talento, fruto de una práctica de cuarenta años. Yo me hacía la pregunta, pero, en el fondo, la tenía contestada previamente porque ya tenía determinado el género de actividad que más me agradaba y más me impelía a servir a los hombres. Hablando con propiedad, me preguntaba: —¿Cómo yo, tan buen escritor, que he adquirido tantos conocimientos científicos, he de emplearlos en interés del pueblo?
Y ved aquí cómo debe hacerse la pregunta, cómo se le podría hacer a un rabino sabio que hubiese estudiado el Talmud y hubiese aprendido el nombre de las letras de todos los libros santos y todas las filigranas de su ciencia: ved aquí cómo debí formularla, tanto para mí como para el rabino.