Desde luego supuse que para realizar el propósito, era preciso un arreglo: cierta organización; la asociación de personas unánimemente penetradas de las mismas ideas; el consentimiento de la familia, y la vida del campo: luego pensé que era vergonzoso exhibirse ante el mundo haciendo una cosa tan insólita en nuestra sociedad como el trabajo físico, y no sabía cómo arreglármelas.
Pero me bastó comprender que no era yo quien debía dar a mi actividad una forma determinada, sino que esta actividad era la llamada a sacarme de la falsa situación en que me encontraba y llevarme a la situación natural que debiera ocupar, y la llamada también a corregir la mentira dentro de la cual vivía yo, y me bastó, repito, conocer todo eso, para que todas las dificultades se allanaran.
No había que pensar en arreglo alguno, ni en prepararme, ni en obtener el consentimiento de los demás, porque, cualquiera que fuese mi situación, 134
habría siempre personas obligadas a alimentarse, a vestirse y a calentarse, y yo con ellas, y porque en todas partes y en todos los casos, podría yo hacerlo por mí mismo para mí y para ellas, contando con tiempo y fuerzas para realizarlo. En cuanto a sentir vergüenza por la realización de un trabajo tan insólito como singular a los ojos del mundo, no lo temía, porque de lo que la tenía ya era de no haberlo emprendido aún.
XIX
Al llegar a tener esta convicción y al empezar a obtener el resultado práctico de la misma, me vi plenamente recompensado de no haber retrocedido ante las consecuencias de la razón y de haberme dejado llevar a donde ellas me empujaban. Al llegar a dicho resultado práctico, me admiró la facilidad y sencillez con que se iban resolviendo todas esas cuestiones que tan difíciles y complicadas me parecieron antes.
A la pregunta «¿Qué debo hacer?» surgía la respuesta más natural y apropiada: que, ante todo, debía preparar mis utensilios de cocina, mi hornilla, el agua que necesitara, mis vestidos, todo aquello que hubiera menester y pudiera yo preparar por mí mismo.
A la pregunta: «¿No encontrarán los demás extraño que yo haga eso?» me respondí que aquella extrañeza les duraría una semana, al cabo de la cual lo que les parecería ya extraño sería que yo volviera a mis antiguas costumbres.
Respecto a la pregunta: «¿Será preciso organizar algún trabajo físico o fundar alguna sociedad en un pueblo para el cultivo de la tierra?» me contesté que no había necesidad de nada de eso, porque si el trabajo tiene por objeto satisfacer necesidades y no el adquirir por virtud de él los medios de vivir ocioso y de usurpar el trabajo de otro (que es a lo que tiende el de las gentes que apilan el dinero), ese trabajo atrae naturalmente de la ciudad al pueblo y del pueblo al campo, en donde es más fructuoso y alegre. No era necesario organizar sociedad alguna, porque el trabajador va espontáneamente a sumarse con la sociedad de trabajadores ya formada.
Respecto a la pregunta: «¿Absorberá ese trabajo todo mi tiempo y entorpecerá el ejercicio de esta actividad intelectual a la que tengo cariño y estoy acostumbrado y que, en mis momentos de presunción, juzgo que no es inútil para los demás?» la respuesta que me di fue la más inesperada. La energía de mi actividad intelectual, una vez emancipada de todo lo superfluo, aumentó y seguía acreciendo en relación con mi energía corporal.
Resultó que, consagrando al trabajo corporal ocho horas, aquella mitad del día que antes empleaba en luchar penosamente contra el fastidio, me quedaban aun otras ocho, de las que sólo necesitaba cinco para el trabajo intelectual. Deduje que si yo, escritor fecundo que no había hecho otra cosa 135
que escribir en cuarenta años y que llevo escritos trescientos pliegos de impresión, me hubiese atenido al trabajo físico como un obrero y, exceptuando las noches de invierno y los días feriados, hubiese consagrado diariamente cinco horas a leer y a estudiar sin escribir más que dos páginas por día (yo escribía a veces un pliego entero de impresión), aquellos trescientos pliegos los hubiese escrito en catorce años. Y deduje, por último, algo que me admiró: el cálculo aritmético más sencillo que puede hacer un niño de siete años y que jamás había hecho yo hasta entonces. Un día completo tiene veinticuatro horas; damos ocho horas al descanso, y quedan diez y seis. Si un trabajador del pensamiento consagra cinco a su tarea intelectual, y es mucho hacer ¿en qué empleará las once horas restantes?
Y resultó que el trabajo físico no excluía el ejercicio de la actividad intelectual, sino que aumentaba su dignidad y la estimulaba.
En cuanto a la pregunta: «¿Me priva este trabajo físico de los placeres inocentes que son naturales al hombre, como los goces artísticos, las adquisiciones de la ciencia, la sociedad del mundo, y en general, las dulzuras de la vida?» Y obtuve todo lo contrario: cuanto más intenso era el trabajo, cuanto más se acercaba a los trabajos de la tierra que por groseros se juzgan, más sensible era a los goces del arte y de las ciencias; más estrechas y cordiales se hacían mis relaciones con los hombres, y más gustaba de las dulzuras de la vida.
A la pregunta (que con tanta frecuencia he oído hacer a personas no del todo sinceras): «¿Qué resultado esperar de mi gota infinitesimal de trabajo físico personal, en el mar del trabajo común a que concurro?» obtuve la misma respuesta satisfactoria e inesperada. Resulta que bastó con hacer del trabajo físico la costumbre de mi vida para que se desprendiesen de mí, sin esfuerzo alguno de mi parte, mis queridas costumbres mentirosas y mis gustos de ociosidad y molicie.
Sin hablar de la costumbre que hace del día noche y de la noche día, ni de la comida, el vestido y la pulcritud meticulosa, imposibles en realidad y que estorban al trabajo físico, la calidad de los alimentos y la necesidad de una buena mesa se modificaron por completo.
En vez de los manjares escogidos, raros, complicados, cargados de especias, que antes tomaba, me aficioné a los platos más sencillos: potaje de coles, kacha(polenta), pan moreno, y té con un terrón de azúcar en la boca.
De este modo se fueron transformando poco a poco mis necesidades, como consecuencia de mi vida obrera, sin hablar de la influencia que en mí ejercieron los trabajadores ordinarios, gente que se contentaba con poco y con la cual contraje relaciones durante mi trabajo físico: de suerte que mi gota de agua personal en el mar del trabajo común, se hacía cada vez más 136
grande a medida que me acostumbraba y me asimilaba los conocimientos técnicos: de igual modo iba disminuyendo la necesidad que sentía del trabajo de los demás a medida que mi propio trabajo se hacía más fecundo; y mi vida se fue encaminando sin esfuerzos y sin privaciones hacia una sencillez tal, como no la hubiera podido imaginar antes de cumplir con la ley del trabajo.
Resultó que las necesidades más imperiosas de mi vida, especialmente las de vanidad y distracción, las creaba y sostenía la ociosidad: con el trabajo físico desapareció la vanidad y no necesité distracciones, puesto que tenía el tiempo agradablemente ocupado y resultó que, después de la fatiga, el simple reposo que disfrutaba tomando té, leyendo un libro o hablando con los míos, era incomparablemente más agradable para mí que el teatro, los naipes, el concierto y la sociedad del mundo; más agradable que todas esas cosas necesarias al que está ocioso, y que tan caras cuestan.