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Recuerdo que este sentimiento subsistió en mi sin modificación alguna, tal como se manifestó en el primer instante, pero que vino otro a mezclarse con él y a relegarlo a segundo término.

Cuando les hablaba a mis amigos íntimos y a mis conocidos, de la impresión que me habla causado la visita hecha al asilo Liapine, todos me contestaban en el mismo sentido que el amigo con quien tan violentamente discutí; pero, después, todos aprobaban mi bondad y mi sensibilidad, dándome a entender que aquel espectáculo no había producido sobre mí tal impresión, sino porque yo era un ser buenísimo y una persona excelente. Y yo los creí de buena voluntad. E instantáneamente surgió en mi alma un sentimiento de satisfacción por creerme virtuoso y por mi afán de demostrarlo, sentimiento que sustituyó al de reproche y a los remordimientos que me hablan asaltado por mi conducta.

—Verdaderamente, —me decía, —no es en mi ni en el lujo con que vivo, en los que recae la responsabilidad de lo que acontece, sino más bien en las condiciones inevitables de la vida.

En efecto, la variación de mi manera de vivir no podía remediar el mal que habla visto. Si hubiese obrado como pensaba, no hubiese conseguido más que hacer desgraciados a mis parientes, sin mejorar por eso la situación de los demás.

De ahí que mi deber no consistiera en cambiar yo de vida, sino en concurrir desde luego, y en la medida posible, a mejorar la situación de los desgraciados que habían excitado mi compasión.

Lo único cierto es que yo era un excelente hombre que deseaba labrar el bien de mi prójimo; y me puse a meditar en un plan de beneficencia mediante el cual pudiera acreditar mi virtud.

Por entonces se verificó el empadronamiento.

Era una ocasión propicia para realizar mis proyectos.

Conocía muchas instituciones y sociedades benéficas en Moscou; pero me pareció nula su actividad y mal dirigida para lo que yo quería hacer.

Me decidí a inspirar a los ricos simpatía hacia los pobres de la ciudad y luego a colectar dinero, afiliando para esto a personas de buena voluntad.

Era preciso, también, aprovecharse del empadronamiento para visitar todas las madrigueras de la pobretería; entrar en relaciones con los desgraciados; conocer sus necesidades, y llevarles socorros en dinero o en trabajo. Era preciso, también, llevarlos fuera de Moscou; colocar a sus hijos en las escuelas y a los ancianos, lo mismo hombres que mujeres, en los hospicios y los asilos.

Creí que sería fácil constituir una sociedad permanente cuyos asociados se repartiesen los barrios de la ciudad de Moscou y velasen por qué no se engendraran de nuevo en ellos la pobreza ni la miseria, en cuyo caso atenderían desde un principio a su remedio, tanto por medio de cuidados como haciendo observar la higiene en la miseria urbana.

Me imaginaba que no habría ya en lo sucesivo ni pobres ni necesitados en la ciudad y que todo ello sería debido a mis esfuerzos.

Así podríamos los ricos sentarnos tranquilamente en nuestros salones, comer nuestros cinco platos e ir a los teatros y a las reuniones en coche, sin que turbaran nuestra tranquilidad espectáculos semejantes al que yo había presenciado cerca del asilo Liapine.

Desde que tracé mi plan y redacté un artículo sobre el asunto, me dediqué, antes de hacer imprimir éste, a visitar a todos aquellos amigos míos cuyo concurso esperaba obtener. A todos cuantos vi aquel día (me dirigí especialmente a los ricos) les repetí lo mismo, que era, sobre poco más o menos, el contenido del artículo que publiqué más tarde. Yo proponía utilizar el empadronamiento para conocer la miseria moscovita y hacer de suerte que no hubiese pobres en Moscou, con lo cual podríamos gozar los ricos, con la conciencia tranquila, del bienestar a que estábamos acostumbrados.

Todos me escuchaban con atención, pero, cuando comprendían de qué se trataba, se ruborizaban, por mí, de las tonteríasque yo decía; pero aquellas tonteríaseran de tal naturaleza, que no se atrevían a darles ese nombre.

Hubiérase dicho que alguna razón estética obligaba a los que me escuchaban a mostrar hacia mí una indulgencia excesiva.

—¡Ah, sí! Seguramente... Eso estaría muy bien, —me decían.

—Es imposible no interesarse en ello.

—Sí: vuestra idea es hermosa. También he pensado yo en este estado de cosas, pero... somos, por lo general, tan indiferentes, que no conviene contar con un éxito grande. Por lo demás, me hallo dispuesto a prestaros mi concurso en lo que intentáis.

Todos me contestaban de un modo análogo, pero me imaginé que consentían, no porque yo les hubiera persuadido ni porque olios participasen del mismo deseo, sino por un motivo exterior que no les permitía negarse.

También observé que ninguno de los que me habían ofrecido su concurso me indicaba la cantidad con que se proponía contribuir. Debía yo determinarla y pedirla. Y yo la fijaba en 300, 200 o 25 rublos. Nadie me dio dinero, y lo consigno así, porque tales personas se apresuran generalmente a dar el importe de aquello que desean.

Para tener un palco en una representación de Karah Bernhardt, se paga en el acto con el objeto de no perder la función.

Aquí, al contrario: de todos los que consintieron en abrir la bolsa y me expresaron su simpatía, ni uno solo me dio el dinero en el acto. Se limitaron a aceptar silenciosamente la cifra que les fijé.

En la última casa que visité aquel día había mucha concurrencia. La señora se ocupaba en actos benéficos desde hacía muchos años. Veíanse coches estacionados ante la escalinata y criados en traje de gala en la antecámara. En el gran salón señoras y señoritas, vestidas con pretensiones, estaban sentadas y vistiendo muñequitas. Algunos jóvenes las acompañaban. Las muñecas debían ser puestas en venta en beneficio de los pobres.

El aspecto del salón y do las personas que estaban en él, me produjo una impresión bastante penosa. Sin tener en cuenta la fortuna do aquellas gentes, que podría valorarse en muchos millones; sin hablar de los intereses de su capital, gastado en trajes, bronces, alhajas, carruajes, caballos y libreas, los gastos hechos para aquella velada en guantes, bujías, té, azúcar y pasteles, subían a cien veces el valor de lo hecho por aquellas damas.

Al ver todo aquello, sospechó que no encontraría allí simpatías para mi causa, pero yo había ido para proponer mi asunto y por penoso que me fue lo expuse, sobre poco más o menos como lo explicaba en mi artículo.

Entre todas aquellas personas, sólo una me ofreció su concurso metálico diciéndome que su sensibilidad no le permitía visitar por sí mismo a los pobres; pero ni me dijo cuánto daría ni en qué momento.

Otras dos personas, una de ellas joven, me ofrecieron sus servicios, que no acepté.

Una señora, a la cual me dirigí más especialmente, me dijo que no podía hacer gran cosa porque disponía de pocos recursos, y que sucedía esto porque todos los ricos de Moscou estaban aburridos, en atención a haber dado ya cuanto podían para los pobres.