Es indudable que las personas que no usan esos procedimientos perfeccionados están más robustas y gozan mejor salud, y la trivialidad ha llegado a tal punto, que en los periódicos se publican reclamos sobre los polvos estomacales al uso de los ricos, con el título de Blessings for the poor(la dicha de los pobres), en los que se dice que únicamente los pobres hacen una digestión regular; pero que los ricos necesitan digestivos, en cuyo número se encuentran dichos polvos. No es posible corregir el mal por medio de distracciones, comodidades ni polvos: el único remedio hay para corregirlo, es cambiar de vida.
La discordancia de nuestra vida con nuestra conciencia. —Por mucho que intentemos justificar a nuestros propios ojos nuestra traición para con el linaje humano, nuestros pujos de justificación caen hechos polvo ante la evidencia. Las personas mueren en derredor nuestro, agobiadas por un trabajo superior a sus fuerzas y por la carga abrumadora de la miseria: 145
destruimos el trabajo de otros, y el alimento y el vestido que les son necesarios, con el único fin de encontrar distracciones y variedad para disipar el fastidio de nuestra vida. Por eso, aunque sea poca la conciencia que le quede al hombre de nuestra casta, ese resto de conciencia no puede adormecerse, y envenena todas esas comodidades, todas esas dulzuras que nos suministran nuestros hermanos doloridos y agobiados de trabajo. Todo hombre de conciencia siente eso, y se alegraría de olvidarlo; pero no puede.
El nuevo y efímero desquite de la ciencia por la ciencia y del arte por el arte no resiste a la luz del buen sentido. No puede tranquilizarse la conciencia de los hombres con invenciones nuevas, sino por una vida nueva en la cual no haya ni necesidad ni ocasión de justificarse.
Dos razones demuestran a los hombres que pertenecen a las clases ricas la necesidad de cambiar de vida: el cuidado de su dicha personal y de la de sus semejantes, no aseguradas en el camino por el cual van, y la obligación de satisfacer la voz de la conciencia que les es imposible llenar con su existencia actual. Estas razones unidas deben impulsar a las personas de las clases ricas a cambiar su vida de modo que aseguren su felicidad y satisfagan su conciencia.
Y para verificar ese cambio, no hay más que un camino: dejar de mentir, humillarse y proclamar el trabajo, no como la maldición, sino como la alegría de la vida.
—Pero cuando dedique diez, ocho, cinco horas a un trabajo físico que harían de buena gana millares de mujiks por tener el dinero que yo tengo, ¿qué resultará de ello? —me preguntan.
El primero, sencillo e incontestable resultado será que te pondrás más alegre; que tendrás mejor salud; que te encontrarás mejor y que aprenderás a conocer la verdadera vida que te ocultabas a ti mismo o que desconocías.
El segundo, que si tienes conciencia, no sufrirá como sufres al presente viendo el trabajo de los hombres, cuya importancia exageramos o disminuimos siempre; que estarás contento por cumplir mejor cada día con las obligaciones de tu conciencia, y con salir de esa horrible situación en la que el mal se acumula en nuestra vida hasta tal punto, que es imposible hacer bien a los hombres; que saborearás la dicha de vivir libremente y «le poder hacer el bien, y que abrirás la ventana y amanecerás en los dominios del mundo moral, vedado antes para ti.
II
Pero nos dicen: — ¿A qué esas rarezas tratándose de nosotros? ¿A qué esas preguntas hondas, filosóficas, científicas, políticas, artísticas, religiosas y sociales, a nosotros los senadores, ministros, académicos, profesores y artistas, cuyos momentos son preciosos, según el mundo?' ¿A qué hacernos 146
perder el tiempo con esas rarezas? ¿A qué hacer que nos limpiemos las botas; que nos lavemos las camisas; que cavemos la tierra; que plantemos patatas; que les demo3 de comer a las aves y al ganado, etc., cosas que en lugar nuestro hacen con gusto el- portero, el cocinero y millares de personas que avaloran el tiempo de que nosotros disponemos?
¿Y por qué, entonces, nos vestimos, nos lavamos y nos peinamos? ¿Por qué alargamos las sillas a las señoras y a los caballeros que nos visitan, y abrimos y cerramos la puerta, y ayudamos a subir al carruaje y hacemos otras muchas cosas semejantes que en otro tiempo sólo hacían nuestros esclavos? Pues las hacemos, porque consideramos que así debe de ser y que en eso reside la dignidad humana, es decir, el deber del hombre.
Y lo mismo sucede con el trabajo físico. La dignidad del hombre, el deber más sagrado de éste es el de emplear las piernas y los brazos, que le han sido dados, en el uso para que fueron creados, y el dedicarse a producir los alimentos con que se nutre, sin dejar que sus manos se atrofien, limitándose a lavarlas, cuidarlas y hacer que lleven a la boca, únicamente, los alimentos, la bebida y los cigarrillos. Tal es el sentido del trabajo físico para el hombre en toda sociedad; pero en nuestra sociedad, en la que la derogación de esta ley natural se ha convertido en la desgracia de una clase entera, el trabajo físico toma una significación más: el de una predicación y el de una actividad capaces de conjurar las calamidades que amenazan al linaje humano.
Eso de decir que no tiene importancia alguna el trabajo físico para el hombre instruido, es como decir, tratándose de la construcción de un monumento: —¿Qué importancia tiene el colocar una piedra en su lugar, precisamente?
Pero todo asunto de importancia se realiza como cosa corriente, sin ostentación, con sencillez: no se labra la tierra ni se lleva a pacer el ganado a golpe de bombo ni vuelo de campanas. Los grandes, los verdaderos negocios siempre revisten sencillez y modestia. El asunto de más importancia que solicita nuestra atención, es la resolución de esas terribles contradicciones en medio de las cuales vivimos, y los medios que resuelven esas contradicciones son modestos, imperceptibles, y al parecer, ridículos: servirse uno a sí mismo; trabajar corporalmente para sí y, si se puede, para los demás: he ahí los medios que se nos ofrecen, a nosotros los ricos, si comprendemos la desgracia, la ilegitimidad y el peligro de esta situación en que hemos caído.
—Y en cuanto a mí, y a otro y a un tercero, y a un décimo que no repugnemos el trabajo físico, por considerarlo necesario a la dicha y a la tranquilidad de nuestra conciencia, ¿qué nos sucederá?
Suponiendo que haya uno, o dos, o tres, o diez que, sin disputar con nadie, sin estorbar al gobierno, sin violencia revolucionaria, resuelven por sí mismos la terrible cuestión ante todos planteada y que divide las opiniones, y que la resuelven de manera tal, que se tranquilice su conciencia y que nada tengan que temer, en tal caso, resultará que los demás hombres verán que la dicha que por todas partes buscan, está cerca de ellos; que las contradicciones que parecen insolubles, entre la conciencia y la organización de la sociedad, se resuelven de la manera más fácil y más satisfactoria, y que en vez de temer a las personas que nos rodean, debemos acercarnos más a ellas, y amarlas.