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Esta cuestión económica y social que parece in-soluble, se parece al cofre del célebre fabulista Krilov. El cofrecillo se abre con facilidad; pero no con tanta facilidad que no exija para ello la cosa más sencilla, y es que lo abran.

III

El hombre ordena su propia biblioteca, su propia galería de cuadros, su propio departamento, sus vestidos propios, y adquiere en propiedad el dinero para comprar todo cuanto necesita, y a fuerza de ocuparse en esta propiedad imaginaria como si fuese verdadera, acaba por perder absolutamente la conciencia de lo que le pertenece en verdadera propiedad, de aquello sobre lo cual puede ejercer su actividad, de aquello que puede usar y que permanece siempre en poder suyo, y de lo que no le pertenece; que no puede ser propiedad suya, dele el nombre que quiera, y que no puede ser objeto de su actividad.

Las palabras tienen siempre un sentido claro en tanto que no les demos intencionalmente un doble sentido.

¿Qué es la propiedad?

La propiedad significa lo que me pertenece a mí solo, exclusivamente; aquello de que puedo disponer siempre como yo quiera; lo que nadie puede quitarme jamás; lo que permanece siempre mío hasta el fin de mi vida; lo que debo emplear, acrecer y mejorar. Así, pues, esta propiedad es de cada hombre, de él mismo, y exclusivamente suya.

Pero cuando una docena de hombres labran la tierra, talan un bosque y construyen botas, no por necesidad, sino por convicción de que el hombre debe trabajar y de que cuanto más trabaje se encontrará mejor, ¿qué resulta?

Resultará que bastan esos diez como basta uno solo, para demostrar a los hombres, en hecho y en principio, que ese terrible mal que padecen no es consecuencia de una ley del destino ni de la voluntad de Dios, ni de ninguna necesidad histórica, sino de una superstición de ningún modo formidable ni 148

terrible, de una superstición sin fuerza y sin fundamento en la cual basta no creer para verse libre de ella y para barrerla como una tela de araña. El que se dedique a trabajar para cumplir con la ley satisfactoria de su vida, es decir, el que trabaje para satisfacer a la ley del trabajo, se verá libre de aquella superstición que se llama la propiedad imaginaria.

Si el trabajo llena la vida del hombre, y si éste conoce los placeres del descanso, no tiene necesidad de salones, de muebles, de vestidos elegantes y variados, de alimentos caros, de medios de transporte, ni de distracciones. Pero, sobre todo, el hombre que considere el trabajo como el objeto y la alegría de su vida, no buscará el alivio de su trabajo en el trabajo de los demás. El hombre que cifre su vida en el trabajo, se propondrá un quehacer mayor, que llene más su vida, a medida que vaya adquiriendo más soltura, más destreza, y se vaya endureciendo más.

Para el que cifra su vida en el trabajo y no en sus resultados, le será indiferente la cuestión de instrumentos para la adquisición de la propiedad.

Sin dejar de elegir los más productivos, gozará las mismas satisfacciones de trabajo y de reposo, aunque trabaje con los instrumentos más imperfectos o improductivos. Si tiene un arado de vapor, se servirá de éclass="underline" si no lo tiene, hará uso de una yunta, y si le falta también ésta, cavará con un azadón la tierra, y en cualquiera de los tres casos realizará su objeto de consagrar su existencia a una faena útil a los hombres, y gozará con ello.

Y la situación del que así proceda, tanto por las condiciones exteriores como por las condiciones interiores de su vida, será más feliz que la de un hombre que cifre su vida en la adquisición, de la propiedad.

Por sus condiciones exteriores nunca se verá necesitado, porque, al ver las gentes su deseo de trabajar, tratarán de hacer lo más productivo que sea posible su trabajo, y asegurarán su existencia material, cosa que no hacen en favor de los que persiguen la propiedad; y todo lo que el hombre necesita es tener su existencia material asegurada.

Por sus condiciones interiores, tal hombre será siempre más feliz que el que persigue la propiedad, por cuanto éste no obtendrá nunca tanto como desea, mientras que él, y en la medida de sus fuerzas, hállese débil, viejo o moribundo, mientras respire, obtendrá, con satisfacción completa, la estimación y la simpatía de los hombres.

IV

He aquí lo que resultará de que algunos seres originales, de que algunos locos labren, recosan las botas, etc. en vez de fumar, de jugar, de viajar y de arrastrar el fastidio durante las diez horas que al trabajador intelectual le quedan libres al día.

Resultará que esos locos demostrarán con su ejemplo que aquella propiedad imaginaria en persecución de la cual los hombres padecen y se atormentan y atormentan a los demás, no es necesaria a la felicidad humana, antes bien la impide, y que no es más que una superstición; que la propiedad única, la verdadera propiedad, reside en la cabeza, en los brazos y en las piernas; que para explotar de un modo útil, efectivo y agradable esta verdadera propiedad, es necesario repudiar la falsa noción de la propiedad llevada más allá de nuestro cuerpo, y por la cual perdemos las mejores fuerzas de nuestra vida.

Resultará que aquellos locos demostrarán que cuando el hombre deje de creer en la propiedad imaginaria, y sólo entonces, cultivará su propiedad verdadera, su cuerpo y su espíritu, y la cultivará de modo que le dé centuplicados frutos y una felicidad de que no tenemos idea; que únicamente entonces el hombre llegará a ser útil, vigoroso, bueno y capaz de reponerse de cualquier fracaso; que en todas partes, y para todos, será siempre un hermano querido, necesario y accesible. Y las gentes, al ver uno, o dos, o diez de estos locos, comprenderán lo que deben realizar para deshacer ese terrible nudo que "les ha echado la superstición de la propiedad, y para zafarse de la miserable situación en que gimen todos al unísono, sin poder prever la salida.

—Pero ¿qué hará un solo hombre ante la multitud discordante?

No hay razonamiento que demuestre mejor el error de los que lo hacen.

Los sirgueros tiran del barco remontando el río, y no es posible dar con un solo sirguero que sea tan estúpido que se niegue a tirar del cable, aduciendo que no tiene fuerza suficiente para arrastrar él solo la barca contra la corriente. El que reconoce por encima de todos sus derechos a la vida animal, como el comer y el dormir, un deber humano, sabe perfectamente en qué consiste ese deber, como lo sabe el sirguero que tira del cable: éste sabe que no tiene que hacer más que tirar y seguir en la dirección que se le haya indicado. Ya verá lo que tiene que hacer, y cómo tiene que hacerlo, cuando haya soltado el cable.

Lo que sucede con el sirguero y con todos los que están unidos en un trabajo común, sucede también en el gran negocio de la totalidad del género humano. No debe ninguno soltar el cable, sino tirar todos en la dirección indicada por el maestro. Por eso se ha dado a todos la misma razón, para que esa dirección sea siempre la misma; y esa dirección se halla tan visible é indubitablemente indicada, lo mismo en la vida entera de las gentes que nos rodean, que en la conciencia de cada uno y en todas las manifestaciones de la sabiduría humana, que únicamente no la ve el que no-quiere trabajar.