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Aquella era la fortaleza de Rjanoff.

Todo en ella era de color gris, sucio y hediondo: las casas, las habitaciones y las personas.

La mayor parte de los que allí encontré iban andrajosos y a medio vestir; los unos pasaban, los otros corrían de una puerta a otra, y dos de entre ellos ajustaban prendas.

Di vuelta al edificio a partir del callejón Prototchny y del pasaje Beregovoi, y cuando la hube dado, me detuve junto a la puerta de una de las casas. Deseaba entrar en ella para ver lo que pasaba en el interior, pero me daba pena.

—¿Qué contestaría si me preguntaban qué era lo que iba yo a hacer allí?

Sin embargo, después de un momento de vacilación, me decidí a entrar. Tan pronto como llegué al patio, percibí un olor nauseabundo. Torcí a un lado y oí sobre mi izquierda, en una galería de tabla, el ruido de pasos precipitados.

Pronto se dejó oír aquel ruido en la escalera.

A poco salió una mujer corriendo con las mangas arremangadas, vistiendo una almilla de color de rosa desteñido y calzados los desnudos pies en unas botas deterioradas.

Tras ella corría un hombre con los cabellos en desorden y los zapatos en chancleta: una camisa colorada y unos calzones muy anchos constituían su indumentaria. Aquel individuo alcanzó a la mujer apenas ésta hubo bajado la escalera.

—No te me escaparás, —le dijo riendo.

—¡Diablo de bizco! —exclamó ella, a quien, al parecer, agradaba la persecución; pero en esto me vio y me gritó colérica: —¿Qué queréis?

Como yo nada quería, me turbé y me marché.

Aquello no tenía nada de particular; pero como yo acababa de ver fuera a la vieja mal hablada, al alegre anciano y a los pilluelos patinando, aquella escena me hizo ver bajo un nuevo aspecto el asunto que me había propuesto.

Entonces comprendí por primera vez que todos aquellos infelices a quienes quería hacer bien, además de los momentos que pasaban esperando, acosados por el hambre y por el frío, el permiso para entrar en la casa, tenían aún tiempo de sobra que empleaban en algo. Cada día tenía veinticuatro horas. Era toda una vida en la que yo no había pensado.

Comprendí que aquellas gentes, además de su deseo de ponerse al abrigo del frío y de calmar el hambre, debían pasar de algún modo las veinticuatro horas del día.

Comprendí que aquellos seres debían enfadarse, aburrirse, bravuconear, tener pesares y momentos de regocijo; y por extraño que parezca, vi entonces por primera vez que mi empresa no debía limitarse a vestir y alimentar a un millar de personas como si se tratase de un millar de carneros a los que hay que alimentar y meter en redil, sino que había que hacerles más bien aún.

Y cuando comprendí que cada uno, entre aquellos millares de personas, era un hombre con el mismo pensamiento, las mismas pasiones, los mismos errores, las mismas ideas, en una palabra, el mismo hombre que yo, me pareció tan difícil la realización de mi proyecto, que conocí mi impotencia para llevarlo a la práctica; pero habla dado ya principio a ello y en ello perseveré.

V

El día en que empezaron las operaciones del censo, vinieron a verme los estudiantes por la mañana. Yo, el bienhechor, no estuve dispuesto hasta mediodía. Me levanté a las diez, torné el café y me fumé un tabaco para hacer la digestión.

Llegué a la puerta de la casa de Rjanoff, y un agente de policía me indicó una cantina en el pasaje Beregovoi, a la que los empleados del censo habían dicho que fueran los que preguntaran por ellos.

Entré en aquel establecimiento, que hallé sucio, mal oliente y sombrío. El mostrador estaba enfrente: a la izquierda una habitación, y en ella varias mesas cubiertas con servilletas y manteles de una pulcritud dudosa; a la derecha otro cuarto, con columnas y con mesas, de igual modo puestas, cerca de las ventanas y a lo largo de las paredes.

Veíanse allí algunos hombres sentados a las mesas: los unos, andrajosos; los otros convenientemente vestidos como obreros o como pequeños industriales: también había algunas mujeres entre ellos.

La cantina estaba desaseada, pero se conocía en seguida que el dueño debía de hacer buen negocio, a juzgar por lo atareado que estaba el que despachaba en el mostrador, y por la actividad de los mozos. No bien hube llegado, uno de éstos se dispuso a quitarme el paleto y a servirme en lo que pidiera.

Era evidente que tenían el hábito de un trabajo activo y regular. Pregunté por los del censo.

—¡Vania!—gritó un hombrecillo vestido a la alemana, que ponía en orden alguna cosa en el armario situado al otro lado del mostrador.

Era el dueño de la cantina, un mujik de Kaluga, llamado Iván Fedótitch, que tenía tomadas en arrendamiento la mitad de las habitaciones de las casas Zimine y que las subarrendaba luego.

Acudió un mozo de unos diez y ocho años, de nariz aguileña y de tez amarillenta.

—Conduce a este caballero a donde están los señores del censo: piso principal, encima del pozo.

El mozo soltó la servilleta: vestía camisa y pantalón blancos: se echó encima un paleto, se puso una gorra con visera, y marchando a paso corto, me condujo por una puerta trasera, llena de garruchas, a la cocina, que no olía nada bien.

Desde allí pasamos por el vestíbulo en donde encontramos a una vieja que llevaba con precaución unas entrañas infectas envueltas en trapos viejos.

Al salir del vestíbulo, bajamos a un patio en pendiente, lleno de edificios de madera sobre plantas bajas de piedra.

Percibíase en aquel patio un olor repugnante; los comunes, a los que se agolpaba continuamente la gente, era el centro de aquellas mefíticas emanaciones: hasta los retretes parecían indicar únicamente el sitio cerca del cual se iba a hacer del cuerpo.

Era imposible no reconocer la existencia de aquellos lugares al pasar por el patio y percibir aquellos vapores infectos.

El mozo, recogiéndose el pantalón blanco, me hizo pasar por entre excrementos, en su mayor parte helados, y se dirigió a uno de aquellos edificios de madera.

Todos los que pasaban por el patio o por la galería se detenían para mirarme: se conoce que un hombre pulcramente vestido era allí cosa nunca vista.

Mi guía le preguntó a una mujer si sabía dónde estaban los que hacían el censo. Tres hombres le respondieron al punto. Uno dijo: «Están encima del pozo». Otro añadió que habían estado allí, pero que habían salido y que se les encontraría en casa de Nikita Ivánovitch.

Un viejo, que por todo traje llevaba una camisa que estaba remendando junto a los lugares excusados, dijo que se encontraban en el número 30. El mozo dedujo que este último dato era el más verosímil, y me condujo al número 30, que se encontraba bajo el cobertizo del piso bajo: aquello estaba muy obscuro y se percibía allí un olor muy distinto al que se notaba en el patio.