Bajamos y seguimos a lo largo de un corredor obscuro, de suelo terroso.
Cuando pasábamos por el corredor se abrió una puerta bruscamente y vi a un viejo, beodo y en camisa, que no tenía traza de ser un mujik. Una lavandera, con los brazos remangados y llenos de espuma de jabón, arrojaba del cuarto a aquel hombre lanzando penetrantes gritos.
Vania, mi guía, apartó al borracho y le reprendió ásperamente.
—¡Cómo os atrevéis a causar tal escándalo—le dijo—siendo un oficial!
En seguida fuimos al número 30.
Vania tiró hacia sí de la puerta, cuyos goznes rechinaron al abrirse. Nos vimos envueltos en densos vapores y percibimos el olor corrosivo de los malos alimentos y del tabaco. Estábamos sumidos en lóbrega obscuridad. Las ventanas estaban al lado opuesto.
Pequeñas puertas colocadas en diversos puntos daban entrada a varias habitaciones hechas con tabiques de tablas delgadas y pintadas de blanco.
Veíase a la izquierda, en la habitación obscura, una mujer que lavaba en un dornajo.
A la derecha, una vieja atisbaba por un postigo. En otro lado descubrí un mujik barbudo con la faz rubicunda y con calzado de cáñamo, sentado sobre una de esas camas de tijera llamadas nary,con las manos puestas en las rodillas, agitando los pies y fija la vista en ellos con aire sombrío.
En el extremo del corredor se veía una pequeña puerta que daba entrada al cuarto en que estaban los del censo. La patrona de todo el número 30 poseía también aquella habitación. El citado número le estaba subarrendado por Iván Fedótitch y ella la volvía a subarrendar por meses o por una sola noche.
En aquella pequeña habitación hallábase sentado, debajo de una imagen de dublé, un estudiante que tenía en sus manos las hojas para el empadronamiento, é interrogaba, como pudiera haberlo hecho un juez de instrucción, a un hombre en mangas de camisa y chaleco. Era el amante de la patrona, que contestaba a las preguntas, en vez de hacerlo ella. Hallábanse allí también la anciana inquilina del número 30 y otros dos vecinos atraídos por la curiosidad.
Entré y me deslicé hasta la mesa: saludé al estudiante y éste continuó su interrogatorio. Para conseguir mi objeto, empecé por preguntar y examinar a los habitantes de aquella primera habitación. No encontré en ella hombre alguno en quien poder ejercer la caridad.
Aunque me conmoviesen la miseria, la pequeñez y la suciedad del local, comparado con el palacio que yo habitaba, la patrona vivía cómodamente en comparación con los pobres de las ciudades. Su existencia hubiera parecido abundancia y lujo al lado de la de los pobres de las aldeas que tanto había yo estudiado.
Poseía en la cama un colchón de plumas, un cobertor de dos caras, una cocina portátil, y vajilla encerrada en el armario.
El querido de la patrona tenía el mismo aspecto de bienestar y poseía un reloj con su cadena.
Los inquilinos eran pobres; pero ni uno solo de entre ellos necesitaba auxilio inmediato.
Algunos reclamaban recursos, y eran: la mujer que estaba lavando en el dornajo; otra que había sido abandonada por su marido y por sus hijos; en tercer lugar, una viuda de edad que decía no tener medio alguno de subsistencia, y por último, el mujik con zapatos de cáñamo que me dijo no haber comido nada en todo el día.
La investigación me hizo conocer que aquellas gentes no carecían en absoluto de lo necesario, y que para ayudarles era preciso conocerlos mejor. Cuando le ofrecí a la mujer abandonada colocar a sus hijos en un asilo, se consternó, se puso pensativa, y me dio las gracias; pero es positivo que no le agradó mi ofrecimiento: hubiera preferido que le diese dinero. Su hija mayor la ayudaba a lavar y la pequeña tenía cuidado del niño.
La vieja deseaba entrar en un hospitaclass="underline" después de examinar su cuarto, vi que no se hallaba en la miseria: era propietaria de un cofre y de cuanto éste encerraba, de una tetera y de una caja de bombones Montpensier, conteniendo dos paquetes, uno de té y otro de azúcar; hacía medias y guantes y recibía de una bienhechora un socorro mensual.
En cuanto al mujik, tenía más necesidad de aguardiente que de alimento, y hubiera gastado en la taberna cuanto se le hubiese dado.
No había, por lo tanto, en aquel local, nadie a quien pudiese socorrer con dinero.
Aquellos pobres me parecieron sospechosos.
Tomé nota del nombre de la vieja, de la otra mujer con hijos y del mujik, y resolví no hacer nada por ellos sino en segundo término, o sea después de atender a los verdaderamente necesitados que yo creía encontrar en aquélla casa. Yo quería proceder con método: distribuir los socorros a los desgraciados, y atender en segundo término a los otros.
Pero en las demás habitaciones me sucedió lo mismo que en aquella: encontré personas que debía conocer más a fondo antes de socorrerlas: no había allí ni un solo miserable a quien poder hacer feliz con dinero.
Tengo vergüenza de decir que me desagradó no encontrar en aquellas casas nada parecido a lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar allí seres poco comunes y tropezaba con que los que allí veía eran, sobre poco más o menos, como aquellos con quienes yo alternaba.
Así como entre nosotros, había allí gentes más o menos buenas, más o menos malas, más o menos felices o más o menos desgraciadas. Eran individuos cuya desgracia no dependía de circunstancias exteriores, sino que estaba en ellos mismos, de tal suerte, que no se les podía socorrer con dinero.
VI
Los habitantes de aquellas casas pertenecían a la hez del pueblo, que cuenta en Moscou más de cien mil almas. Había pequeños patronos, cordoneros, cepilleros, carpinteros, torneros, sastres, forjadores y cocheros que trabajaban por su cuenta, así como revendedores, usureros, jornaleros sin profesión determinada, pobres y prostitutas.
Había allí muchos de aquellos a quienes había yo visto en la puerta de la casa Liapine; pero éstos estaban desparramados entre los obreros.
Por otra parte, yo los había visto en el momento crítico en que todos habían comido y bebido. Arrojados de los restaurants, tenían hambre y frío y esperaban, como un maná del cielo, el permiso para entrar en el asilo de noche, luego la entrada en la prisión, y por último el envío al país natal.
Allí, al contrario, los vi entre obreros, teniendo, por un medio o por otro, de tres a cinco kopeks ganados para el pago de la cama y con frecuencia rublos para comer y beber.