Se le hizo un nudo en el estómago. Lo había visto por última vez en una fiesta unos dos años atrás. Él estaba rodeado de mujeres, lo que no constituía ninguna sorpresa. Ella se había ido de la fiesta de inmediato.
Sonó una bocina. No podía enfrentarse a su casa vacía ni a la lastimosa diversión pública en que se había convertido su vida, así que se dirigió a la casa de su viejo amigo Trevor Elliott, en la playa de Malibú. Aunque llevaba conduciendo una hora, el ritmo de su corazón no había disminuido. Poco a poco, había perdido las dos cosas que más le importaban, su esposo y su orgullo. Tres cosas, si incluía la gradual desintegración de su carrera. Y ahora aquello. Jade Gentry llevaba en sus entrañas el hijo que Georgie tanto había deseado.
Trevor abrió la puerta.
– ¿Estás loca?
La agarró de la muñeca, la hizo entrar en el fresco y sombreado vestíbulo y asomó la cabeza al exterior, pero la entrada en ele de su casa ofrecía suficiente intimidad para ocultarla a la vista de los periodistas que estaban aparcando en el arcén de la carretera de la costa del Pacífico.
– Es seguro -declaró ella un tanto irónicamente, pues nada parecía seguro en aquellos días.
Él se pasó la mano por su rapada cabeza.
– Esta noche, en E! News ya estaremos casados y tú estarás embarazada.
¡Si tan sólo fuera verdad!, pensó ella mientras lo seguía al interior de la casa.
Hacía catorce años que conocía a Trevor. Lo conoció durante el rodaje de Skip y Scooter, cuando él representaba a Harry, el amigo bobo de Skip, pero Trevor hacía mucho tiempo que había dejado de representar papeles secundarios para protagonizar una serie de comedias escatológicas pensadas para chicos de dieciocho años. Las últimas Navidades, ella le había regalado una camiseta con la leyenda: «Me encantan los chistes de pedos.»
Aunque apenas medía un metro setenta, Trevor tenía un cuerpo bonito y bien proporcionado, así como unas facciones un poco torcidas que lo convertían en la persona idónea para encarnar al perdedor tontorrón que salía airoso de todas las situaciones.
– No debería haber venido -dijo Georgie sin hablar en serio.
Trevor silenció la retransmisión del partido de béisbol que estaba viendo en su televisor de plasma y, al ver el aspecto de Georgie, frunció el ceño. Ella sabía que había perdido más peso del que su esbelto cuerpo de bailarina podía permitirse, pero eran los disgustos, no la anorexia, lo que le encogía el estómago.
– ¿Hay alguna razón por la que no me hayas devuelto mis dos últimas llamadas? -preguntó Trevor.
Ella empezó a quitarse las gafas de sol, pero entonces cambió de idea. Nadie quería ver las lágrimas de un payaso, ni siquiera el mejor amigo del payaso.
– La verdad es que estoy demasiado absorta en mí misma para preocuparme por nadie más.
– No es cierto. -La voz de Trevor se suavizó con ternura-. Tienes pinta de necesitar una copa.
– No hay suficiente alcohol en el mundo para… Vale, de acuerdo.
– No oigo ningún helicóptero. Sentémonos en la terraza. Prepararé unos margaritas.
Trevor desapareció en el interior de la cocina. Georgie se quitó las gafas de sol y atravesó con pesadumbre el suelo de terrazo moteado hasta el lavabo para arreglar los daños resultantes del ataque de los paparazzi.
Debido a su pérdida de peso, su cara redonda había empezado a hundirse por debajo de los pómulos y, si su boca no fuera tan ancha, sus grandes ojos se habrían comido su cara. Colocó un mechón de su pelo liso y moreno detrás de la oreja. En un intento por animarse y suavizar sus nuevas y angulosas facciones, se había hecho un moderno corte de pelo, escalado y curvo junto a las mejillas y con un flequillo largo y desigual. En los días de Skip y Scooter se había visto obligada a llevar su negro pelo continuamente permanentado y teñido de un ridículo tono zanahoria, porque los productores querían sacar provecho de su súper éxito como protagonista de la reposición de Broadway de Annie. Aquel peinado humillante también había enfatizado el contraste entre su imagen de chica divertida y la de tío guapo de Skip Scofield.
Georgie siempre se había sentido acomplejada por sus mejillas de muñeca de porcelana, sus ojos verdes y saltones y su boca enorme. Por un lado, sus poco convencionales facciones le habían proporcionado fama, pero en una ciudad como Hollywood, donde hasta las cajeras de los supermercados eran auténticos monumentos, no ser guapa constituía toda una prueba. Claro que ahora eso ya no le importaba, pero mientras estuvo casada con Lance Marks, la superestrella del cine de acción y aventuras, desde luego que le importó.
El agotamiento se apoderó de ella. Hacía seis meses que no asistía a sus clases de baile y le costaba un gran esfuerzo levantarse de la cama.
Arregló lo mejor que pudo los desperfectos del maquillaje de sus ojos y regresó al salón. Trevor acababa de mudarse a aquella casa, que había decorado con muebles de los años cincuenta. Debía de estar rememorando el pasado, porque encima de la mesilla auxiliar del sofá había un libro sobre la historia de la comedia televisiva norteamericana. En la página abierta, la fotografía del reparto de Skip y Scooter le devolvió la mirada y Georgie miró hacia otro lado.
En la terraza, unas macetas blancas de estuco con frondosas plantas verdes de hoja perenne proporcionaban un muro de privacidad frente a los posibles mirones que pasearan por la playa. Georgie se quitó las sandalias y se dejó caer en una tumbona estampada con franjas azules y marrones. El océano se extendía al otro lado de la barandilla tubular blanca. Unos cuantos surferos habían braceado más allá de donde rompían las olas, pero el mar estaba demasiado calmado para conseguir un deslizamiento decente y sus tablas cabeceaban en el agua como fetos flotando en el líquido amniótico.
Un pinchazo de dolor le cortó la respiración. Lance y ella habían sido una pareja de cuento de hadas. Él era el viril príncipe que, detrás del aspecto de patito feo de Georgie, había visto la hermosa alma que habitaba en su interior. Ella era la adorable esposa que le había dado el sólido amor que él necesitaba. Durante los dos años de cortejo y el año de matrimonio que duró su relación, los periodistas los siguieron a todas partes, pero, aun así, ella no estaba preparada para la histeria que se desató cuando Lance la dejó por Jade Gentry.
En privado, ella se quedaba tumbada en la cama, incapaz de moverse. En público exhibía una sonrisa estampada en su cara. Sin embargo, por muy alta que mantuviera la cabeza, las historias compasivas que se contaban sobre ella empeoraban cada vez más.
La prensa amarilla clamaba:
«A la animosa Georgie se le ha roto el corazón.»
«La valerosa Georgie quiere suicidarse tras oír las declaraciones de Lance: "Nunca supe lo que era el amor verdadero hasta que conocí a Jade Gentry."»
«¡Georgie se consume! Sus amigos temen por su vida.»
Aunque la carrera cinematográfica de Lance era mucho más exitosa que la de ella, Georgie seguía siendo Scooter Brown, la novia de Norteamérica, y la opinión pública se volvió contra él por abandonar a un querido icono de la televisión. Lance lanzó su propio contraataque: «Fuentes anónimas declaran que Lance ansiaba tener hijos, pero que Georgie estaba demasiado volcada en su carrera para dedicar tiempo a una familia.»