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– Voy a hablar con el médico de Joe. Quiero hacerlo antes de que se marche del hospital -dijo Corinne mientras caminaba hacia la salida.

– No te preocupes. Me quedaré aquí hasta que vuelvas.

Colin quería que Joe supiera que no estaba solo, que tenía a su familia y a sus amigos, aunque en realidad no estaba seguro de que se notara que había alguien en la habitación.

Corinne desapareció en el preciso momento en que los ronquidos de Joe se hicieron más intensos, y Colin sonrió al oír el conocido sonido. Joe y su primera esposa, Nell, se habían hecho cargo de él al morir sus padres. A los doce años, era un chico rebelde y resentido con el mundo, pero ellos lo entendieron y le dieron tiempo y espacio.

Más tarde, lo adoptaron legalmente aunque sabían que para él nunca habría más padres que sus padres reales. Pero querían que se sintiera amado, que tuviera una familia. Y eso era lo que Colin deseaba ahora para Joe. Por eso, había aceptado el mal trago de tener que enfrentarse a Corinne.

Los ronquidos de Joe continuaron y Colin rió. Cuando no estaba trabajando, Joe pasaba horas y horas roncando en su vieja butaca, la misma que Corinne había intentado tirar en cuanto la vio por primera vez. No tenía la menor idea de por qué se había casado con una mujer tan opuesta a él.

Corinne regresó en aquel momento con un par de refrescos.

– Te he traído un refresco.

– Gracias -murmuró.

– Cuando vuelvas a la redacción, echa un vistazo al texto de Rina. Te aseguro que te va a impresionar -declaró mientras se sentaba en una silla junto a la cama de su esposo.

Colin asintió, aunque el asunto no le gustaba en absoluto. No podía creer que hubiera convertido el periódico en un montón de páginas con artículos sobre relaciones amorosas, columnas de autoayuda y pistas acerca de lo que deseaban los hombres. Empezaba a dudar del estado mental de Corinne y de Rina Lowell.

Salió del dormitorio y se apoyó en la pared, junto a un carrito del hospital. Corinne ya le había dicho que no creía que el principal anunciante del diario pretendiera realmente abandonarlo, porque en su opinión quedarían positivamente impresionados cuando vieran el trabajo de Rina y los nuevos proyectos que había planeado. Pero Colin pensaba que Corinne vivía en un mundo irreal y que no se daba cuenta de las cosas, de modo que se sintió aún más frustrado.

Estaba tan centrada en sí misma y en su nuevo capricho, que no comprendía que había puesto en peligro su propia supervivencia y el legado de Joe. Pero Colin no sabía cómo decírselo. Su entusiasmo con el trabajo de Rina era evidente y no escuchaba.

Se pasó una mano por el pelo, desesperado. Y justo entonces, tuvo una idea.

Rina. Una empleada en la que Corinne confiaba; alguien que, según había oído, tenía algún tipo de relación con la familia de Corinne. O en otras palabras, Rina Lowell podía ser la única persona capaz de hacer comprender a Corinne que había cometido un error. Pero tenía que conseguir que se pusiera de su lado.

Decidió pasar más tiempo con ella para averiguar cómo pensaba. Teniendo en cuenta que le interesaba desde el principio, no sería nada aburrido. Pero no quería ganarse su confianza por intenciones ocultas, y de inmediato se sintió culpable. Intentaría ser realmente su amigo, y mientras tanto, aprovecharía la ocasión para hacer un favor al periódico.

Se dijo que, si cimentaban su relación de amistad, si ella comprendía que él sólo deseaba lo mejor para el diario, cabría la posibilidad de que hiciera cambiar de idea a Corinne. Con ello salvarían la publicación, y a cambio, Colin le prometería a Rina una buena recomendación para que encontrara un empleo en un lugar más adecuado para una periodista de revistas del corazón.

A pesar de todo, seguía sintiéndose culpable por lo que iba a hacer. Pero sus sentimientos no cambiaban el hecho de que el Ashford Times era un periódico, no una revista de noticias frívolas, y eso era algo que comprendían bien tanto los anunciantes como Ron Gold. El dinero que había conseguido sólo duraría una corta temporada. Necesitaban volver a tener beneficios cuanto antes.

Colin pensó que, de haber sido inteligente, habría tomado el primer avión y se habría marchado del país. Pero no podía hacerlo. Todavía no. Por una parte, había dado su palabra y estaba el asunto del préstamo que ahora tenía que devolver. Por otra, se lo debía a Joe. Lo quería, lo respetaba y no estaba dispuesto a fallarle.

No permitiría que nadie destruyera el periódico que su padre adoptivo había creado. Haría lo que fuera por él. Incluso utilizar a Rina Lowell.

Rina observó al jefe de mantenimiento, divertida. Emma Montgomery le había pedido que colgara una ramita de muérdago. La anciana mujer llevaba días decorando el lugar, aunque naturalmente lo hacía fuera de horas de trabajo.

– No, ahí no, un poco más a la derecha. No, a la izquierda no, a la derecha…

Emma estaba sentada en su butaca. A pesar de su edad, estaba llena de energía y no perdía ocasión de intentar manipular a los que la rodeaban.

– Caramba, Emma, a ver si te aclaras -protestó el hombre-. No puedo estar aquí toda la noche.

– Ese es el problema de los jóvenes de hoy. Siempre tienen prisa. ¿Qué te parece, Rina? Ven aquí y echa un vistazo.

Sabía que Emma no se daría por satisfecha hasta que se levantara y contemplara el muérdago desde su posición, así que apagó el ordenador y se unió a la anciana.

– Ha quedado muy bien -dijo.

– Entonces, dejémoslo donde está.

La mujer había escogido un lugar bastante curioso para colgar la rama: directamente sobre el escritorio de Colin Lyons. A pesar de que Corinne les había dicho a todos que Colin pensaba volver al periódico, el revuelo no había sido menor. Los que lo conocían creían que no pasaría mucho tiempo en redacción. Pero tan pronto como había llegado se había hecho cargo de su trabajo con seriedad. Corinne le había dado el pequeño departamento de noticias porque admitía que la información general no era su fuerte. Sin embargo, todos estaba convencidos de que Colin no se quedaría. Al parecer, nunca se quedaba.

Rina miró el muérdago y sonrió.

– Eres muy maliciosa, Emma.

La anciana se frotó las manos.

– No me digas que no deseas tener a ese hombre bajo la rama de muérdago.

Rina lo deseaba, aunque desde luego no estaba dispuesta a admitirlo ante Emma. No quería darle un motivo para el chismorreo y, por otra parte, no era asunto suyo. Además, si Emma descubría que se sentía muy atraída por Colin, haría todo lo que estuviera en su mano por unirlos. Pero la joven no tenía intención de mantener relación alguna en aquel momento de su vida.

Había conseguido un buen trabajo y una buena columna en el periódico; estaba decidida a escribir sobre lo que deseaban los hombres y no quería que Emma se involucrara en su vida personal.

No podía negar que se estremecía por dentro cuando Colin se encontraba en la misma habitación que ella. Sus ojos azules, su pelo negro y rizado y su aroma masculino despertaban en Rina enormes chispas de deseo. Y su intuición le decía que él también estaba interesado en ella.

Emma entrecerró los ojos.

– Quien calla, otorga -dijo.

– Oh, vamos, Emma, métete con alguien de tu edad.

La anciana Roy.

– Eres todo un reto, pero me encantan los retos y me encanta unir a la gente. Dime una cosa, querida, ¿qué es lo que buscas en la vida?

– Últimamente, no gran cosa -admitió.

Tras la muerte de su esposo, el sentimiento de culpabilidad se había apoderado de Rina. Se había matado en un accidente, en una noche de lluvia, cuando regresaba de un viaje de negocios. En lugar de quedarse a dormir en un hotel y esperar a que escampara, se había apresurado a volver con ella. Y aquello le había costado la vida.

Durante mucho tiempo, Rina estuvo conmocionada. Pero por fin reaccionó, vendió el piso de Nueva York que había compartido con su difunto esposo, y decidió que debía volver a vivir. Tenía dinero y podía hacer lo que deseara, de modo que no albergaba la menor intención de recuperar su antiguo trabajo de secretaria. Había sido una forma perfectamente respetable de ganarse el pan, pero no la satisfacía.