Y entre todas sus necesidades, entre todos sus conflictos, al final sólo quedaba una persona: una maravillosa morena llamada Rina Lowell.
No era el primer día de trabajo de Rina, pero estaba tan entusiasmada y nerviosa como si lo fuera. Tenía una doble misión; por una parte debía empezar con la segunda parte de su experimento, y por otra, tenía intención de seducir a Colin. Al pensar en ello, la boca se le quedó seca.
El día comenzó como cualquier otro. Se detuvo en la cafetería de las oficinas del Ashford Times, y el dueño, un hombre atractivo de treinta y tantos años, le sonrió. Hasta entonces, no había obtenido ninguna respuesta similar por su parte. Y eso que algunas compañeras le habían comentado que siempre servía mejor a las mujeres atractivas.
De momento, sólo había cambiado algunos detalles sutiles en su indumentaria y aspecto. Reservaba el cambio radical para la fiesta de Navidad, prevista para el fin de semana siguiente. No esperaba recibir todavía ningún tipo de tratamiento especial, pero quería probar qué pasaba con un simple cambio consistente en pintarse la raya de los ojos y maquillarse muy levemente.
– ¿Qué deseas? -preguntó el dueño de la cafetería.
– ¿Qué es lo que hacéis mejor en el local?
Rina inclinó la cabeza y la coleta en la que se había recogido el pelo, cayó hacia un lado. Pero no fue casual que acabara justo encima de uno de sus senos.
El hombre se apoyó en la barra y la miró. Rina pensó que era demasiado guapo. Prefería los rasgos duros y en extremo masculinos de Colin, los rasgos que habían conquistado sus fantasías eróticas.
– El especial de Dave es un magnífico capuchino con chocolate -respondió.
– ¿Quiere eso decir que tú eres Dave? -preguntó, sonriendo-. Entonces, quiero un capuchino con chocolate.
Cinco minutos más tarde, salió a la calle con su capuchino con chocolate, un café solo y una petición de cita para el sábado por la noche. Por suerte, ya se había comprometido con la fiesta de Navidad de Emma.
Rina pensó que el principio del experimentó había demostrado que a los hombres les importaba mucho el aspecto físico. Dave había cambiado de actitud porque ella había cambiado de apariencia, aunque fuera de forma sutil. En este caso, la química no había tenido tanta importancia como las impresiones superficiales.
Entró en el edificio de oficinas. Rina conocía los horarios del resto de los empleados tan bien como los suyos propios y sabía que Colin solía llegar pronto. Entró en la redacción, una gran sala llena de ordenadores y escritorios, con alguna mampara de plástico ocasional, aquí y allá, que separaba las mesas de algunos ejecutivos.
De inmediato, notó que Colin estaba en su mesa. Pero no tenía ningún café sobre ella. Aún no.
Estaba leyendo el correo electrónico y Rina pensó que era atractivo incluso cuando trabajaba. No era por la chaqueta de cuero que descansaba sobre el respaldo de la silla, ni por su pelo revuelto por el viento, ni por la inteligencia de aquellos ojos azules. Era algo más profundo, algo en su interior, algo que lo llenaba de intensidad en todos y cada uno de sus actos.
Se detuvo un momento para reunir el coraje necesario y se mordió un labio. Sabía a carmín, uno de sus cambios del día, y esperaba que aquello surtiera el mismo efecto en Colin que en Dave.
Entonces, avanzó hacia su mesa, decidida. La rama de muérdago aún colgaba del techo, y había un precioso árbol de Navidad en un rincón.
– Esto ha cambiado mucho -se dijo él, en aquel momento.
Colin se había limitado a hablar en voz alta. Todavía no había notado su presencia.
– Eso suena muy deprimente -dijo, para hacerse notar-. ¿Es que no te gustan las Navidades?
– Contra las Navidades no tengo nada, pero contra los árboles de Navidad, sí.
La verdad era que el árbol que había instalado Corinne en la redacción estaba cargado de adornos y había resultado muy caro, pero se preguntó por qué le molestaba a Colin.
– ¿Qué es lo que tienes contra un pobre e inofensivo árbol? Estoy segura de que la intención de Corinne era buena y que supuso que un árbol tan obviamente caro como ése era mejor que un árbol más normal -respondió.
– Corinne no pretendía otra cosa que satisfacer su propia necesidad de gastar.
Rina se sorprendió. Era la primera vez que Colin atacaba a Corinne. Aunque no conocía bien a la editora, le había parecido que se preocupaba sinceramente por la gente, por sus empleados y especialmente por su marido.
– No me hagas caso -continuó él-. No es para tanto.
– Puede que no, pero es obvio que algo te molesta. Y sea lo que sea, te sentirás mejor si lo dices.
– ¿Quieres oír? -preguntó, sorprendido.
A Rina no le pareció nada extraño que quisiera saber lo que pensaba. Aunque apenas se conocieran, ya se habían besado.
Asintió y respondió:
– Sí, me gustaría mucho.
Colin se acomodó en su asiento y tardó unos segundos en hablar, como si estuviera considerando lo que iba a decir.
– Joe y yo teníamos una tradición anual. Comenzó el año en que su primera esposa, Nell, y él se encargaron de mí cuando mis padres murieron en un accidente de tráfico. En aquella época, yo tenía doce años.
Rina sintió una punzada en el corazón.
Ella había crecido con el cariño y la presencia constante de sus padres, y la familia era tan importante para ella, que se alegró de que Joe y Nell hubieran compensado, siquiera parcialmente, la pérdida de sus padres reales.
– No lo sabía…
– ¿Cómo ibas a saberlo? Joe y Nell me adoptaron al final, pero dado que eso es parte de la vida pasada de Joe, supongo que no habla mucho de ello con Corinne.
Rina dudó que tuviera razón, pero no quiso decir nada. Obviamente había algún tipo de conflicto entre Colin y la segunda esposa de su padre adoptivo.
– Me alegra que tuvieras gente que cuidara de ti…
– Yo también me alegro. Pero, ¿quieres saber qué tradición compartíamos?
Colin se levantó y caminó hacia la gran ventana que daba al parque. Rina dejó el café sobre la mesa de él y lo siguió. En el exterior estaba nevando.
– Joe es lo más parecido a un padre que tengo. Y todos los años, desde que me recogió, salíamos a buscar un árbol a los bosques.
– ¿No lo comprabais? Donde yo crecí, comprábamos el árbol más barato que podíamos encontrar en el supermercado. Colin rió.
– No, nosotros preferíamos cortarlo en la montaña. Nos adentrábamos en la propiedad de Joe y lo escogíamos personalmente -declaró, mientras se metía las manos en los bolsillos-. Mantuvimos la tradición todos los años.
– Hasta este año…
– Sí.
Rina notó la soledad del niño que había perdido a sus padres y que sólo tenía a Joe. Incapaz de detenerse, puso una mano en su espalda, para animarlo. Y al hacerlo, una corriente de electricidad recorrió el cuerpo de la joven. Sintió una súbita pesadez en sus senos y un lento calor entre sus piernas.
– Corinne dice que Joe está mejorando -comentó ella, para salir del paso.
– Sí, es cierto, pero es una lástima que no pueda trabajar. Están pasando muchas cosas últimamente.
La voz de Colin sonaba ronca y conjuró en la imaginación de Rina imágenes de noches eróticas, de caricias sobre su cuerpo desnudo, de palabras cargadas de pasión. Se estremeció. No era nada extraño: lo deseaba.
Pero resultaba sorprendente porque nunca había deseado a nadie con tal intensidad.
Y necesitaba que él también supiera que comprendía sus emociones.
– No es lo mismo, pero yo también sé lo que significa echar de menos a alguien que se quiere. Mi hermano, por ejemplo, vive en Nueva York.
– ¿Cuántos hermanos tienes?