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– Lo siento, pero no se lo puedo decir. No puedo. Ojalá no hubiese mencionado nada.

Infante le lanzó una mirada que decía «no me joda, oiga». Ella volvió a encogerse de hombros, tan desvalida como antes.

– No quiere ser Heather Bethany -dijo Gloria-. Prefiere regresar a la vida postiza que ha construido para sí misma, dejar atrás todo eso. La muerte de su hermana. Dice que sus padres también fallecieron ya, es lo que yo recordaba. Heather Bethany, para bien o para mal, ya no existe.

– Que se llame como quiera llamarse, y da igual donde haya estado, pero la cuestión es que ella ha dicho que fue testigo del asesinato de una… ¿Cuántos años tenía su hermana?

– Quince, y yo estaba a punto de cumplir los doce.

– Del asesinato de una niña de quince años, su hermana. No puede soltar una bomba así y largarse tan campante.

– No podrá detener a nadie -dijo la mujer de la cama-. Ese hombre murió hace tiempo. Hace mucho que todos murieron. Todo esto carece de sentido. Me di un golpe muy fuerte en la cabeza. He dicho una cosa que pretendía no decir. ¿Por qué no nos olvidamos de todo?

Infante le indicó a Gloria el pasillo.

– ¿Quién es esta mujer?

– Heather Bethany.

– No, quiero decir el nombre con el que se la conoce ahora. ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica? El poli que la trajo al hospital dijo que el coche estaba registrado a nombre de Penelope Jackson. ¿Es ella?

– Aunque tuviera esa información, y no estoy diciendo que la tenga, no estaría autorizada a dártela.

– Autorizada… mis cojones. Mira, Gloria, la legislación lo dice claramente, hasta el puto Tribunal Supremo lo dice. Esa mujer conducía un coche y se ha visto involucrada en un accidente. Tiene que proporcionar una identificación, demostrar quién es. Y si se niega, irá directamente del hospital a la cárcel.

Por un momento Gloria abandonó todos sus trucos de siempre, la ceja enarcada, la sonrisa afectada. Era curioso, así no resultaba tan atractiva.

– Ya lo sé, ya lo sé. Pero hazme caso. Esta mujer ha pasado por un verdadero infierno, y si tienes un poco de paciencia te dará información, éste podría ser el caso de tu vida. ¿Por qué no le das un día o dos de tiempo? A mí me da la sensación de que le da verdadero pánico revelar su identidad actual. Antes de contártelo todo necesita confiar en ti.

– ¿Y por qué? ¿Dónde está el problema? Como no sea que la buscan por algún otro delito grave…

– Jura que no es así, que lo único que le preocupa, y cito sus palabras literalmente, es convertirse «en el monstruo de la semana en las noticias por cable». En cuanto se sepa que es Heather Bethany, la vida que lleva ahora se acabará de golpe. Trata de encontrar la manera de contarte la historia sin delatarse a sí misma y perder esa otra vida.

– No sé qué decirte, Gloria. No me toca a mí decidirlo. Un asunto así tiene que subir por la cadena de mando hasta mucho más arriba, y cuando se enteren mis superiores seguro que me exigen que la enchirone.

– Como la enchirones no te dirá nada del caso de las hermanas Bethany. Declarará que fue un delirio provocado por el accidente. Mira, tío, deberías estar como loco por aceptar las condiciones que te está pidiendo. No quiere publicidad, y a tu departamento le fastidia salir en los telediarios. La única que pierde soy yo, tío, la única que expone algo, y que quizá termine sin cobrar un céntimo.

Y, diciéndolo, Gloria volvió a sus trucos de siempre, le abanicó con sus pestañas e hinchó la boca hasta formar con los labios un morrito monstruoso. «Mierda, la que sí se parece a Baby Huey es Gloria, con ese hocico de pez y esa nariz que parece un pico de pájaro.» Un pico, eso era, ahora había conseguido acordarse, ver la imagen. Un pico, pero ancho, no de pollo, sino de pato. Eso es lo que Baby Huey era, un patito. No te jode.

Capítulo 5

Sonaba una radio en algún lugar. O tal vez fuese un televisor en la habitación contigua. En su propia habitación reinaba un silencio mortal, y por fin comenzaba a amortiguarse la luz de la ventana, y eso le permitía descansar. Pensó en su trabajo. ¿La habían echado ya de menos? El día anterior había llamado para decir que estaba indispuesta, pero ahora no sabía qué hacer. No era una llamada local, sino de larga distancia, y no llevaba encima una tarjeta prepago, y no estaba segura de qué podía ocurrir si la llamada pasaba a través de la centralita del hospital, y tampoco podía llegar a la cabina que había visto antes de entrar, fuera de la habitación, sin que el policía que patrullaba junto a su puerta se enterase. ¿Servían las tarjetas prepago para ocultar el lugar desde donde se llamaba? No podía jugársela. Tenía que proteger lo único que tenía a esas alturas de su vida, la existencia que durante dieciséis años había construido, una vida postiza que ocultaba una muerte, de la misma manera que todo en su vida lo había hecho posible esa muerte. Ésa era su vida real, para bien o para mal, la vida más larga en la que había logrado refugiarse hasta la fecha. Durante dieciséis años había logrado vivir una vida normal, ese tesoro que disfrutaban sin esfuerzo todos los demás, y no pensaba echarlo a perder.

No era una gran vida, sin duda. No tenía amigos de verdad. Solo colegas amistosos, oficinistas que la conocían lo suficiente como para saludarla con una sonrisa. Ni siquiera tenía un animal de compañía. Pero tenía su apartamento, pequeño y modesto y pulcro. Tenía un coche, su maravilloso Camry Valiant, una adquisición que meditó largamente y justificó porque su trabajo estaba lejos de su casa, a una hora de distancia los días en que había menos atascos. Últimamente se ponía audiolibros durante el desplazamiento, gruesas novelas femeninas, eso pensaba ella. Libros de Maeve Binchy, Gail Godwin, Marian Keyes. Y de Pat Conroy, que no era una mujer, naturalmente, pero narraba como si lo fuera, un escritor que no temía ni las fuertes emociones ni las súper historias. ¡Vaya!, tenía que devolver a la biblioteca tres cintas de audio ese mismo sábado. Durante dieciséis años no se había retrasado jamás, en nada: el pago de una factura, la devolución de un libro a la biblioteca, la llegada a una cita. No se había atrevido. ¿Qué podía ocurrir si se retrasaba en la devolución de las cintas? ¿Subía el precio de la multa por cada día adicional? ¿Mandaban una denuncia a algún lado?

Era curioso, dado que su trabajo consistía en el análisis y resolución de los fallos en los sistemas informáticos, pero durante mucho tiempo había vivido sintiendo pánico a todo lo que fuera la centralización de los datos, el día en que las máquinas aprendieran a hablar entre sí, a comparar sus notas las unas con las otras. Aunque le pagaban un sueldo para contribuir a evitar problemas como el del «efecto 2000», secretamente había deseado que se produjera una quiebra sistémica que borrase todas las cintas, que destruyese hasta el último dato registrado por las instituciones en su memoria digitalizada. Porque las piezas sueltas rondaban por ahí, esperando que alguien lograse hacer que encajaran. «Esta mujer… tiene el mismo nombre que una niña que murió en Florida en 1963. Qué extraño, porque esta misma mujer, que se le parece, tiene el nombre de una niña que murió en Nebraska en 1962. Y sin embargo esta mujer es una niña que murió en Kansas en 1964. ¿Y esta otra? Era de Ohio, nacida también en 1962.»

Al menos sería fácil recordar quién era ahora: Heather Bethany, nacida el 3 de abril de 1963. Residente en Algonquin Lañe de 1966 a 1978. Alumna brillante de la escuela elemental de Dickey Hill. ¿Dónde había vivido antes su familia? En un apartamento de Randallstown, pero nadie iba a imaginar que ella podía recordar cosas de esa época. Ahí estaba el problema. No recordar lo que hubiese tenido que saber, y recordar lo que no podía saber.

¿Qué más? Escuela número 201. En la colina Dickey, «esa colina es la polla», solían decir, jugando con el sentido que tenía la palabra «dick» en argot, los críos más atrevidos. En aquella época era un edificio recién estrenado. Con un gimnasio provisto de cuerdas que colgaban como lianas en la selva, barras paralelas de tres alturas, un tobogán que los días calurosos de junio estaba caliente al tacto, con los diagramas de una rayuela y un juego de las cuatro esquinas pintados de amarillo luminoso en el suelo del patio. También había un tiovivo, pero no de los grandes, con caballitos, sino pequeño, metálico y de tracción manual. Bueno, no, no estaba en la misma escuela, sino muy cerca, era un sitio que estaba medio prohibido o algo así. ¿Se encontraba en los apartamentos Wakefield, que formaban un círculo en torno al edificio de la escuela? Recordaba el camino de tierra que rodeaba ese pequeño tiovivo, porque le tocaba más veces empujar que montar. Con la cabeza gacha, como un caballo con la guarnición puesta, le tocaba a menudo hacer cola detrás de los chicos, estirando el brazo izquierdo para sujetar la barra y corriendo con todas sus fuerzas, y los que tenían la suerte de estar arriba gritaban y reían a carcajadas. Luego entrevió el dedo gordo de su pie. Le costó un poco recordar el calzado que llevaba. No eran zapatillas de deporte, y fue por eso que tuvo problemas. Llevaba los zapatos de ir al colegio, unos zapatos marrones, siempre eran de color marrón, porque era el más práctico. Pero ni siquiera ese marrón evitaba que los zapatos se pusieran perdidos con el polvo anaranjado del patio, y sobre todo con el barrillo claro que se formaba cuando llegaban las lluvias de abril. Su madre se enfadaba mucho cuando la veía llegar a casa con trozos de aquel barro pegado a los zapatos.