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¿Qué más les podía contar? Ese año había en el colegio ocho maestros. A Heather le había tocado una maestra muy amable, la señora Koger. Les hicieron los exámenes de ingreso ese curso, y ella sacó casi un diez en todas las asignaturas. Y en otoño comenzaron a hacer prácticas de Ciencias Naturales. Pescó cuatro cangrejos con una red en Gwynns Falls y les construyó un acuario, pero se le murieron todos. Su padre emitió una teoría para explicarlo: que el agua clara supuso para ellos un golpe demasiado fuerte, porque estaban acostumbrados a las aguas contaminadas y sucias del río, y ella analizó esa hipótesis en un trabajo y sacó la nota más alta del curso. Habían pasado treinta años desde entonces, y ahora empezaba a saber cómo se sintieron los cangrejos. Ella, como ellos, sabía lo que sabía y quería lo que quería, aunque fuese literalmente una mierda.

Naturalmente, no era eso lo que pretendían arrancarle. No querían que les contase la vida de Heather Bethany antes de 1975. Querían información sobre los treinta años siguientes, y con los detalles pequeños no iban a darse por satisfechos. No les aplacaría contándoles anécdotas sobre su pequeño magnetofón. Fue lo primero que le autorizaron a que comprara, el premio que obtuvo por haber cumplido las reglas que ellos le imponían durante seis meses, por haberles demostrado que era merecedora de su confianza. Les pareció bien que se comprara el magnetofón, pero les escandalizó que además se comprase aquellas cintas. The Who, Jethro Tull, incluso alguno de los primeros grupos de punk. Se tumbaba en la cama, sobre la colcha y, sin haberse siquiera quitado el uniforme, se ponía música de las New York Dolls y luego de los Clash. «Baja el volumen», le ordenaban. «Quita los zapatos de la colcha.» Obedecía, pero se mostraban escandalizados. Tal vez sabían que ella, como Holly en la canción de Lou Reed, tenía intención de subirse al autobús y pasear por el lado oscuro de la vida, «take a walk on the wild side»…

Lo más irónico fue que fuesen ellos los que la metieron en el autobús, los que la alejaron de casa como si se tratara de una delincuente. Pretendían ser amables con ella. Él al menos quiso serlo. ¿Y ella? Ella se alegró de que Heather se fuera de casa. A Irene le había fastidiado tenerla en su casa con ellos, y no tanto por lo que hubiese que fingir de cara al exterior, sino debido a la realidad de lo que había pasado en esa casa. Era Irene la que más jaleo armaba por lo de los zapatos sobre la colcha, la que insistía en que bajara la música hasta convertirla en un susurro. Era Irene la que no le ofreció consuelo ni cuidados para los moretones, la que ni siquiera se esforzó por inventar un cuento que sirviese como tapadera de aquellas ligeras muestras de resistencia: el corte en un labio, el ojo amoratado, la leve cojera. «Tú sola te metiste en eso -parecía decirle Irene con su actitud plácida-. Tú sola te metiste en eso y de paso arruinaste mi familia.» Y ella, mentalmente, le respondía a gritos: «¡Si no soy más que una niña! ¡No soy más que una niña!» Pero sabía que no había nada peor que alzarle la voz a Irene.

La música lo ahogó todo. Incluso bajándola hasta convertirla en un susurro, la música lo borró todo, toda la violencia, la física y la espiritual, el agotamiento que le provocaba su doble vida y que en realidad era una triple vida, la tristeza que asomaba al rostro de él cada mañana. «Por favor, que termine todo eso», le suplicaba ella silenciosamente cada mañana desde el otro lado de la mesa redonda en la que desayunaban, aquella mesa tan hogareña y cálida, tan exactamente como ella hubiera querido que fuese. «No puedo», contestaba él con los ojos. Y los dos sabían que era mentira. Quien lo había empezado era él, y él era la única persona del mundo que podía ponerle fin. Con el tiempo él llegó a demostrar que desde el primer momento tenía el poder de salvarla, pero para entonces ya era demasiado tarde. Para cuando la dejó ir, estaba más rota que Humpty Dumpty, más destrozada que las cabezas de las preciosas muñecas de porcelana de Irene, aquellas muñecas que una luminosa tarde de otoño la propia Irene rompió con un atizador de la chimenea. Perdida por completo la compostura, Irene se lanzó luego contra Heather, chillando, e incluso él fingió no comprender qué motivos podía tener para semejante arrebato.

– Me miran todo el tiempo, todos me miran -dijo.

El verdadero problema era, por supuesto, que no la miraba nadie, que nadie veía nada. Salía a la calle todos los días y no podía esconderse más que detrás de un nombre y un color del pelo, y sin embargo nadie lo había notado nunca. Se sentaba a la mesa del desayuno, sintiendo un tremendo dolor en partes de su cuerpo que ella apenas conocía aún, y lo único que le decían era, «¿Quieres mermelada para la tostada?» O: «Hace frío esta mañana, te he preparado una taza de chocolate.» «See me», mírame, cantaba Roger Daltrey en un pequeño magnetofón rojo. «See me.» Desde el pie de las escaleras Irene gritaba: «Baja ese estruendo.» Y ella contestaba también gritando: «Es una ópera. Estoy escuchando una ópera. Olvídame. Tienes cosas que hacer.»

Montones de cosas que hacer, pero su tortura no terminaba ni de noche. A veces hacía una lista. La lista de A Quién Odio Más De Todos, e Irene salía como mínimo la tercera, y a veces incluso aparecía en segundo lugar.

Pero la primera era ella y sólo ella.

SEGUNDA PARTE

El hombre de la guitarra azul
(1975)

Capítulo 6

– Llévate a tu hermana -dijo su padre, de modo que le oyeran las dos, para que Sunny no pudiese mentir luego y negar que lo había dicho. Si su padre no hubiese procurado que ella le oyese también, su hermana mayor habría asentido con la cabeza y fingido que estaba de acuerdo, y después se habría largado sola, dejándola a ella en casa. Era muy picara. O trataba de serlo, pero Heather siempre la pillaba cuando tramaba esa clase de trucos.

– ¿Por qué? -protestó Sunny automáticamente.

Sabía de sobra que iba a perder en la discusión, pasara lo que pasara. No tenía sentido discutir con su padre, aunque, a diferencia de su madre, a él no le molestara que le replicasen. Le encantaban las discusiones largas en las que podía exponer con detalle sus argumentos. Incluso ayudaba a sus hijas a que dieran forma a los argumentos que ellas trataban de contraponerle, construir la defensa de sus ideas como si fuesen abogados. Es más, siempre les recordaba que era una profesión al alcance de ambas. Con frecuencia su padre les decía que podían ser lo que ellas quisieran. Pero cuando discutían con él nunca conseguían tener razón. Más o menos como cuando jugaban con él al ajedrez, y él guiaba la mano de su adversaria haciendo leves ademanes con la cabeza o la mano, negando o asintiendo, evitando de esta manera que las chicas realizaran movimientos desastrosos que podían conducirle a capturar fácilmente varias piezas. De todos modos, en el último momento, incluso cuando le quedaba poco más que el rey, siempre era capaz de ganarles.