A Heather le iría muy bien ingresar en Rock Glen el siguiente curso, aunque todavía no se habían anunciado las plazas libres en esa escuela. Le iría muy bien porque lo más probable era que aprobara todas las asignaturas y terminara pudiendo saltarse un curso entero e ingresar en el instituto Western a una edad menor que su hermana. No es que Heather fuese mucho más lista que Sunny. Su madre decía que cuando les habían hecho el examen de coeficiente intelectual las dos habían tenido una puntuación elevadísima, eran casi unas genios, las dos. Pero Heather era la típica niña que brillaba en el colegio de la misma manera que había otros que brillaban en la pista de atletismo o jugando al béisbol. Heather parecía comprender el truco de los estudios sin proponérselo, mientras que Sunny hacía tales esfuerzos por demostrar su creatividad y su personalidad, que acababa teniendo tropiezos por todas partes. Y si bien sus padres decían siempre que lo que querían era que sus hijas fuesen creativas y tuviesen mucha personalidad, mucho más que el que fuesen unas sabelotodo o sacasen sobresalientes, a la hora de la verdad, cuando vieron que Sunny no aprobaba los cursos fácilmente, se mostraron decepcionados. Tal vez fuera ésa la razón por la cual ella estaba siempre enfadada con sus padres. Su madre se reía de esa actitud, decía que eran etapas por las que pasan los niños. Su padre, en cambio, la animaba a discutir. «Pero de forma racional», insistía, lo cual hacía que Sunny se pusiera todavía más irracional. En los últimos tiempos se había acostumbrado a desafiar las ideas políticas de su padre, unas ideas que eran lo más importante para él, pero él mantuvo una actitud enloquecedoramente tranquila ante las rabietas de Sunny, a la que trataba como si fuese una niña pequeña, como Heather.
– Si quieres apoyar a Gerald Ford en las elecciones presidenciales del año que viene, hazlo, por supuesto -le había dicho su padre hacía pocas semanas-. Lo único que te pido es que razones las posiciones que adoptas, que investigues cuáles son las opiniones de tu candidato en relación con los principales temas del debate político.
Sunny no tenía ni la más mínima intención de apoyar a ningún candidato a las presidenciales. La política era una estupidez. Le daba vergüenza recordar lo apasionadamente que defendió a McGovern en 1972, cuando los viernes las clases se dedicaban a debatir asuntos de actualidad. Cuando celebraron su «día electoral» de mentirijillas en clase, sólo seis de los veintisiete alumnos del curso votaron a McGovern. Uno menos de los que le votaron cuando comenzó el curso e hicieron una encuesta de intención de voto. «La que me convenció para que no le votara fue Sunny», llegó a decir Lyle Malone, un chico presumido y guapísimo, cuando le preguntaron por qué había cambiado de opinión al cabo del tiempo. «Pensé -llegó a decir- que si le gustaba tanto a Sunny es que no valía la pena.»
En cambio, si Heather hubiese defendido a McGovern, el curso entero habría votado por él. Esa era la clase de efecto que producía Heather en la gente que la conocía. A todos les gustaba mirarla, hacerla reír, conseguir su apoyo. En ese mismo momento, el conductor del autobús del transporte público, un tipo que por lo general trataba a gritos a cualquiera que asomase por la puerta de su vehículo, parecía encantado con la cría sobreexcitada que llevaba el bolso de tela vaquera pegado al pecho. «Pon ahí las monedas, bonita», le dijo a Heather el conductor. «¡Ni bonita ni nada!», tuvo ganas de gritar Sunny. Pero no dijo nada.
Subió al autobús con la mirada baja, contemplando su calzado, unos zapatos de invierno que había comprado hacía sólo dos semanas y que, aunque no pegaban con aquel tiempo mucho más templado, quería estrenar a toda costa, y por eso se los puso ese día.
Capítulo 9
Era el sábado antes del Domingo de Resurrección, y en Woodlawn Avenue había mucho movimiento, más que de ordinario, y la gente que iba a la peluquería y la panadería tenía que hacer cola. Era como si la llegada de la festividad religiosa impusiera a todo el mundo la obligación de salir a la calle comiendo unos pastelitos recién horneados, y con unos cogotes bien rapados, como mínimo entre aquellos que todavía visitaban el barbero de vez en cuando. La escuela primaria celebraba un festival, una feria anticuada, con algodón de azúcar y peces de colores como premio para los que fueran capaces de encestar una pelota de ping pong por la boca de una pecera. «Qué despacio evoluciona esta ciudad», pensó Dave, que siempre se había sentido diferente de sus conciudadanos. Había viajado por todo el mundo, había tomado la determinación de instalarse en cualquier otro lugar, y sin saber por qué había terminado viviendo en la ciudad donde había nacido. Cuando inauguró su tienda se justificó pensando que de esta manera traería a su ciudad cosas procedentes del mundo entero, pero a Baltimore no le interesaban esas cosas. Con todo el gentío que caminaba por las aceras, nadie había entrado aún en su tienda, nadie se había siquiera detenido a mirar sus escaparates.
Ya eran casi las tres en punto de la tarde, según rezaba el reloj que anunciaba «Es la hora de cortarse el pelo», justo encima de la barbería de la acera de enfrente, y Dave había tenido que inventar toda clase de actividades para mantenerse algo ocupado. Si no hubiese quedado con las niñas en que las recogería en el centro comercial, seguro que habría cerrado la tienda temprano. Pero tal vez apareciese un cliente a última hora, un cliente de buen gusto y cartera repleta, alguien decidido a comprar un montón de cosas. ¿Y si se perdía a ese cliente maravilloso por no encontrarse allí? Miriam estaba siempre preocupada pensando en esa clase de situaciones. «Ocurre una sola vez en la vida -decía por ejemplo-. Esa vez en que llega un cliente y encuentra cerrada la puerta cuando debería haber estado abierta, y no solamente has perdido a ese cliente, sino a todos aquellos a los que les habría contado la de cosas que te había comprado cuando entró ese día en tu tienda.»
Ojalá las cosas fuesen tan sencillas, ojalá el éxito dependiera sólo de tu capacidad de abrir muy temprano la tienda, cerrarla muy tarde y trabajar duramente cada minuto de la larga jornada. Miriam carecía de la suficiente experiencia en el mundo profesional para comprender hasta qué punto eran ingenuas y enternecedoras sus opiniones. Aún creía que «a quien madruga Dios le ayuda», que «piano piano si va lontano», y todos esos tópicos. También era cierto que de no haber sido tan cándida tal vez no habría aprobado su idea de montar la tienda, lo cual significó que Dave iba a poder abandonar su puesto de trabajo en la administración pública, un empleo que habría podido durarle toda la vida. Últimamente Dave le daba vueltas a la idea de que quizá Miriam pensaba que ella se iba a beneficiar también con el negocio, pasara lo que pasase. Que a lo mejor ella creía que, si iba bien, se iban a hacer muy ricos, mientras que si iba mal tendría algo de lo que culpar a Dave el resto de sus vidas. Finalmente, ella le había dado a él su oportunidad, y si él no lograba aprovecharla la culpa iba a ser sólo suya. De modo que, a partir de ese momento, cada vez que no estuvieran de acuerdo en algo ella podría utilizar, sin necesidad de decirlo en voz alta, la idea de que «yo creía en ti; y tú no lograste triunfar». Incluso se preguntó si en realidad Miriam pensó desde el principio que las cosas iban a salirle mal con lo de la tienda.
No, Miriam no era tan maquiavélica, de eso estaba seguro. Era la persona más honesta que Dave había conocido en toda su vida, y nunca le había costado lo más mínimo reconocer el mérito de los demás. Siempre había reconocido que en ningún momento comprendió que la casa de Algonquin Lañe tuviera potencial, pensaba que no era más que una casita campestre deteriorada y vulgar, cuyo aspecto había ido empeorando debido a los repetidos ataques arquitectónicos que había sufrido, y que no encajaban ni con lo que quedaba de la construcción original ni con el lugar. En varias ocasiones le habían añadido cosas, como una cúpula, o una habitación con grandes ventanales al estilo de las casas de Florida. Dave organizó la restauración con la idea de devolver la casa a su estilo original, una estructura sencilla y orgánica, un edificio de una sola pieza en mitad de un terreno grande y silvestre. Las visitas siempre comentaban con admiración el buen gusto de Dave, los objetos que había ido coleccionando a lo largo de sus viajes, le preguntaban cuánto le había costado cada uno, y solían comentar, al oír el precio, que si pudiesen comprar cosas como ésas en caso de que pusiera una tienda, pagarían por ellas cinco, diez y hasta veinte veces el precio que él mencionaba.