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Lo que ocurrió a continuación pasó en cuestión de segundos. Todo pasa en cuestión de segundos, mirándolo bien. Eso fue lo que diría más tarde, cuando fue interrogada. «La Edad del Hielo ocurrió en cuestión de segundos, sólo que fueron muchísimos segundos.» Siempre tuvo la capacidad de conseguir que la gente se enamorase de ella si le parecía absolutamente necesario y, aunque esa táctica no era tan esencial para su supervivencia ahora como cuando era una niña, le costaba abandonar esa costumbre. Quienes la interrogaron fingieron sentirse exasperados, pero ella supo que se producía en la mayor parte de ellos el efecto deseado. A esas alturas, la forma en que les describía el accidente era vivísima, un número perfectamente ensayado. Miraba hacia la derecha, al este, tratando de recordar todos los puntos de referencia infantiles, olvidando la antigua admonición según la cual «los puentes se congelan antes que las carreteras», y de repente notó una sensación extraña, casi como si el volante se le escapara de entre los dedos, y que el coche dejaba de tener contacto con la carretera, perdía fuerza de tracción, y eso que la nevada no había comenzado aún y el asfalto parecía estar completamente seco. No era hielo, sino aceite, una mancha de un accidente anterior, pero lo supo demasiado tarde. ¿Cómo controlar el coche si patinaba en aquella película de aceite, invisible en el crepúsculo de marzo, que había quedado allí por la falta de esmero o por el esmero limitado de unos obreros a los que no conocía, a los que no conocería jamás? En algún lugar de Baltimore, esa misma noche, alguien cenaba tranquilamente sin saber que había destruido la vida de otra persona, y ella envidió su ignorancia.

Agarró con fuerza el volante y pisó el pedal, pero el coche ignoró sus esfuerzos. El sedán achaparrado se deslizó hacia la izquierda, como si fuese la aguja de un tacómetro enloquecido. Brincó por encima del muro de Jersey, giró en redondo y se deslizó hacia el lado contrario de la carretera. Durante un momento le pareció como si no hubiese más conductores que ella, como si todos los demás coches y quienes los conducían se hubiesen quedado helados, en señal de deferencia y atávico temor. El viejo Valiant -cuando lo compró, le pareció que ese nombre era una buena señal, un recordatorio del Príncipe Valiente y de todo lo que defendía ese personaje de los tebeos dominicales- avanzó veloz y airoso, como un auténtico bailarín entre los impasibles y pesados vehículos que formaban las últimas oleadas de la atascada circulación del regreso a casa tras un día de trabajo.

Y entonces, justo en el instante en que a ella le dio la sensación de que por fin volvía a controlar el Valiant, cuando los neumáticos volvieron a tomar contacto con el asfalto, notó un golpe flojito a su derecha. El Valiant se había deslizado junto a un todoterreno blanco, y aunque el coche de ella era mucho más pequeño, fue como si el todoterreno se tambaleara, igual que si un elefante hubiera sido tumbado por una cerbatana. Llegó a entrever la cara de una niña, o le pareció haberla visto, una cara con una expresión no tanto de miedo como de sorpresa, la expresión de alguien que no da crédito a que pueda haber algo que colisione con su vida, tan pulcra y ordenada. La niña llevaba un anorak y unas gafas grandotas y feas, y en cierto sentido su imagen acababa de estropearse por culpa de unas orejeras, peludas y de color blanco, con forma de orejas de conejo. Tenía la boca redonda, una puerta roja de asombro. Era pequeña, de doce, once años tal vez, y los once eran la edad que tenía ella cuando… y entonces el todoterreno blanco comenzó a caer dando tumbos perezosos pendiente abajo.

«Lo siento, lo siento, lo siento», pensó. Sabía que debía frenar, detenerse, comprobar el estado del todoterreno, pero un coro de bocinazos y frenos chirriantes se elevó a su espalda, una inmensa falange de sonidos que la empujó a seguir aun a su pesar. «¡No ha sido culpa mía!» A esas alturas, todo el mundo debería saber que los todoterrenos tienden a perder la vertical. Aquel mínimo empujoncito que su coche le dio no podía en modo alguno haber provocado un accidente aparentemente tan terrible. Además, había sido un día larguísimo y estaba ya casi llegando. Tenía que dejar la carretera de circunvalación al llegar a la siguiente salida, apenas a un kilómetro de allí. Aún podía meterse en el tránsito de la 1-70 y dirigirse hacia su destino, rumbo oeste.

Pero en cuanto se encontró en la larga recta que llevaba a la 1-70, se vio forzada a girar a la derecha en lugar de hacerlo a la izquierda, hacia donde indicaba la señal que decía TRÁFICO LOCAL SOLAMENTE, hacia esa extraña autopista inacabada a la que su familia siempre llamó «la autopista que no lleva a ninguna parte». Cómo disfrutaban cuando daban instrucciones para llegar a su casa. «Coge la interestatal hacia el este, hasta donde termina.» «¿Cómo que hasta donde termina? ¿Cómo puede una interestatal terminar?» Y entonces su padre procedía a narrar triunfalmente la historia de las protestas, la movilización de ciudadanos de todo Baltimore a fin de preservar el parque y la vida salvaje y la hilera de casetas, en aquel entonces modestas chozas para alojar barcas, que formaba un anillo junto al puerto. Era uno de los escasos triunfos de su padre, pese a que su papel en todo aquello no tuvo apenas importancia: un firmante más de las solicitudes, otro manifestante de las marchas contra la autopista. Nunca fue uno de los oradores de los mítines, y eso que a él le habría gustado muchísimo que le hubiesen designado para esa función.

El Valiant hacía un ruido espantoso, la rueda trasera derecha rozaba el parachoques semi- hundido. Se sentía tan agitada que le pareció que lo más sensato era aparcar en el arcén y continuar andando, a pesar de que ya comenzaba a caer la ventisca, y a cada paso que daba más tenía la sensación de que algo iba mal. Le dolían mucho las costillas, tanto que cada vez que respiraba era como si le clavasen la punta afilada de una pequeña navaja, y le costaba horrores llevar el bolso tal como le habían enseñado a llevarlo, bien pegado al cuerpo en lugar de permitir que colgara al extremo del brazo, donde resultaba una tentación para los ladrones. No llevaba el cinturón de seguridad abrochado, y anduvo pegando brincos dentro del Valiant, golpeándose contra el volante y la puerta. Tenía sangre en la cara, pero no sabía bien de dónde le manaba. ¿De la boca? ¿La frente? Estaba acalorada, estaba helada, vio estrellas negras. No, no eran estrellas. Más bien unos triángulos que giraban y se retorcían, colgados del alambre de un móvil invisible.

Apenas llevaba diez minutos caminando cuando se detuvo a su lado un coche patrulla que llevaba las luces intermitentes encendidas.

– ¿Ese Valiant de ahí atrás es suyo? -le gritó el agente, bajando la ventanilla del lado del pasajero, pero sin atreverse a apearse del coche.

Se preguntó si, en efecto, era suyo. El joven policía no podía imaginarse lo complicado que resultaba contestar su pregunta. De todos modos, asintió con la cabeza.

– ¿Lleva alguna identificación?

– Claro -repuso ella, rebuscando en el interior del bolso, pero incapaz de localizar la cartera. «Oh, vaya, me pide eso, nada menos…» Se puso a reír al comprender hasta qué punto era perfecta la pregunta. Por supuesto que no tenía identificación. En realidad carecía de identidad-. Lo siento. No… mire… -Y era incapaz de dejar de reír-. Ha desaparecido.

El policía se apeó del coche patrulla y trató de cogerle el bolso y mirar por sí mismo. El grito que soltó la conmocionó a ella misma más que al policía. Notó un dolor rabioso en el antebrazo izquierdo cuando el agente trató de tirar del bolso y sacarlo del gancho que formaba el codo. El agente se volvió para hablar y pidió ayuda. Sacó las llaves del bolso, regresó al coche de ella, estuvo revolviendo por dentro, y luego volvió a su lado y se quedó junto a ella bajo la lluvia helada que por fin había empezado a caer. Le dijo entre dientes algunas palabras que sonaron familiares, pero por lo demás permaneció callado.