Выбрать главу

Kelsie, la dependienta, que tenía que ponerse de puntillas para alcanzar la balanza, le respondió:

– Déjeme hacer memoria. En ese local de usted hubo muchos años una ferretería, Fortunato. Después, en 1968, cuando la oleada de disturbios callejeros, el hombre se enfadó y decidió irse a vivir a Florida.

– ¡Pero si en esta calle no hubo disturbios…! No hubo nada de nada en muchos kilómetros a la redonda.

– Ya, pero a él le fastidió mucho todo eso. Así que le traspasó la tienda a una señora que puso un comercio de ropa infantil, poro se equivocó en los precios.

– ¿Porqué?

– Tenía cosas demasiado caras. ¿Quién puede gastar veinte dólares en un suéter que un bebé sólo podrá llevar durante un mes? Así que traspasó el local a un restaurante, pero no llegó a formar una buena clientela. Eran una pareja joven y tardaban tres cuartos de hora en servir una simple tortilla. Después pusieron una librería, pero claro, estando Gordon en Westview, y Waldenbooks en Security, ¿quién iba a tomarse la molestia de venir a Woodlawn para comprar un libro? Luego estuvo la tienda de alquiler de esmóquines…

– Darts -dijo Dave, recordando la imagen del hombre de hombros redondeados con el metro colgado en el cuello, y la mujer tímida que asomaba detrás de una enorme cortina de pelo largo y prematuramente encanecido-. Ellos me traspasaron a mí el local.

– Eran buena gente, amables, pero cuando una persona decide buscar ropa de gala suele ir a donde siempre ha ido. Manda la costumbre, como en las pompas fúnebres. Todo el mundo va al mismo sitio al que fueron sus padres, y sus padres iban al mismo sitio al que habían ido los suyos, y así sucesivamente. Si quieres abrir un negocio nuevo de ese tipo, lo que has de hacer es buscar un barrio completamente nuevo, donde la gente no haya adquirido todavía ninguna costumbre.

– Así que han sido cuatro comercios diferentes en menos de siete años.

– Eso. Es una especie de agujero negro. Hay uno en cada manzana, siempre se instala ahí algo que no funciona. -Se llevó de golpe la mano a la boca, sin soltar la bolsa de las galletas-. Ay, perdone señor Bethany, estoy segura de que su tiendecita de…

– ¿Antiguallas?

– ¿Por qué lo dice? No es eso…

El sarcasmo de Dave era demasiado sangrante como para que la dependienta de la pastelería lo pudiese aceptar. Pero Dave estaba muy a gusto vendiendo aquellos artículos de otra era, cosas que eran bellas y únicas. Aunque ni las familias adeptas a ideas como El Quíntuple Camino, personas con mentalidad parecida a la del propio Dave en todo lo relativo a los asuntos espirituales, se habían volcado a comprar los bienes materiales que escogía para su tienda. En otras ciudades como Nueva York, San Francisco, o incluso en Chicago, una tienda así habría tenido un éxito instantáneo. Pero vivía en Baltimore, por mucho que le pesara. Allí había conocido a Miriam, allí había fundado su familia. ¿Cómo era capaz de pensar en irse de allí?

Sonó el suave tintineo de la campanilla de viento que colgaba en la entrada de la tienda. Era una mujer madura, y enseguida Dave supo que no era una cliente potencial sino alguien que iba a preguntarle cómo ir a algún sitio. Hasta que se dio cuenta de que en realidad apenas le llevaba unos pocos años, debía de rondar los cuarenta y cinco, más o menos. Pero su manera de vestir -un vestido de punto de un color rosa muy cursi, y un bolso que parecía un saco- le había producido un gran rechazo inicial.

– He pensado que tal vez tenga usted en su tienda algunos artículos muy especiales para poner en una cesta de regalos de Pascua -dijo la mujer, tropezando un poco con las palabras, como si pensara que esos artículos «muy especiales» exigían una retórica «muy especial»-. Algo que pudiera servir de recuerdo de Pascua, por ejemplo.

«Vaya», pensó Dave, al final Miriam había tenido razón al decirle que no sería mala idea tener en la tienda objetos que pudiesen tener salida de acuerdo con cada estación y cada festividad. No le había hecho ni caso.

– No tengo, lo siento.

– ¿Nada? -dijo la mujer, con un sentimiento de decepción que parecía desproporcionado-. Aunque no sea específicamente de Pascua, me vale con que tenga algún motivo relacionado con la Pascua. Un huevo, un pollito, un conejo… Cualquier cosa.

– ¡Conejos! -repitió Dave-. Me parece que tengo unos conejos de madera, artesanía mejicana. Pero para una cesta de Pascua tal vez sean demasiado grandes.

Fue a las estanterías donde guardaba productos artesanos de América Latina y bajó con mucho cuidado uno de los conejos tallados en madera. Se lo dio a la mujer como si fuera tan frágil como un bebé. Ella lo sostuvo ante sus ojos con los brazos extendidos. Era un conejo primitivo y sencillo, una escultura tallada a base de unos pocos cortes rápidos y seguros, un objeto demasiado bello para convertirse en un simple premio de consolación en la cestita de Pascua de un niño. Aquello no era un juguete. Era arte.

– ¿Diecisiete dólares? -preguntó la mujer leyendo el precio escrito a mano en la etiqueta-. Y no me parece muy bonito…

– Su simplicidad es su mayor virtud… -dijo Dave, interrumpiéndose en mitad de la frase. Adiós venta. Pero recordó a Miriam, a su empecinada fe en él, y lo intentó una última vez-. Espere, puede que tenga algunos huevos de madera pintada en la trastienda. Los encontré en una feria de artesanos de West Virginia, estaban pintados en colores primarios muy luminosos, rojos, azules…

– ¿De verdad? -La mujer parecía emocionadísima ante la perspectiva-. ¿Le importaría mostrármelos?

– Bueno…

No era sencillo aceptar la solicitud, pues suponía dejarla sola en la tienda. Cosa que no habría ocurrido si se hubiese podido permitir tener un ayudante, aunque fuese a tiempo parcial. En ocasiones Dave invitaba al cliente en potencia a pasar con él a la trastienda, y hacía como si eso supusiera hacerle un honor especial, en lugar de insultarle dejando entrever que temía ser robado en su ausencia. Pero era inimaginable que una mujer como aquella anduviese robando cosas, o abriendo la caja para llevarse el dinero. Además, aquella caja era de las antiguas, y cuando se abría sonaba un timbre clamoroso.

– Espere un momentito -dijo al final-. Voy a ver si los encuentro.

Localizar los huevos le costó mucho más de lo esperado. Entretanto oía la voz de Miriam riñéndole -con amabilidad, pero riñéndole al fin y al cabo-, recordándole con severidad que para el buen funcionamiento de una tienda era necesario tener un buen inventario y un sistema ordenado de clasificación de los artículos. Sin embargo, Dave había montado la tienda precisamente para librarse de esas cosas, para librarse del rigor de los números. Aún recordaba disgustado lo mucho que le fastidió que Miriam no captase ni siquiera la significación simbólica del nombre que decidió ponerle a la tienda.

– «El hombre de la guitarra azul»… La gente pensará que vendes discos…

– ¿En serio que no lo pillas?

– Suena un poco cursi, de todos modos. Como «La seta de terciopelo» y esa clase de nombres que están ahora de moda. En cualquier caso, desorienta bastante.

– Es el título de un poema de Wallace Stevens. El poeta que trabajaba como agente de seguros.

– Ah, ya me acuerdo, el que escribió El emperador de los helados, claro.

– Stevens era como yo: un artista atrapado dentro de un hombre de negocios. Vendía seguros, pero era un poeta. Y yo he trabajado como analista fiscal, pero eso no me llenaba en absoluto. ¿Lo entiendes ahora?

– Stevens, sí, era el vicepresidente de una aseguradora. Y nunca dejó de trabajar allí, aunque siempre escribió poemas.