– Sí, bueno, el paralelismo entre ambos no es exacto al cien por cien. Pero desde el punto de vista de los sentimientos es bastante preciso.
Miriam se abstuvo de comentar su réplica.
Una vez localizados los huevos salió del almacén y se encontró con que la tienda estaba vacía otra vez. Miró enseguida la caja, y el escaso cambio que guardaba en el cajón seguía allí. Un rápido repaso de los artículos más preciosos -bueno, semipreciosos por definición, joyas con piedras como ópalos y amatistas- bastó para asegurarse de que todo eso seguía en la vitrina. Sólo después de esta inspección notó que había en el mostrador un sobre en el que habían escrito su nombre, Dave Bethany. ¿Había tenido tiempo el cartero de entrar y salir mientras él buscaba los huevos? Por otro lado, el sobre no tenía sello ni señas, sólo su nombre.
Lo abrió y encontró una nota, estaba escrita con una caligrafía temblorosa, cargada de emoción, como la voz de la mujer del vestido de punto rosa.
Querido señor Bethany:
Debería saber que su esposa es la amante de su jefe, el señor Jeff Baumgarten. ¿Por qué no lo impide usted? Hay hijos por las dos partes. Además, el señor Baumgarten está felizmente casado y jamás abandonará a su esposa. Por eso no está bien que las amas de casa vayan a trabajar a ninguna oficina.
La carta estaba sin firmar, pero a Dave no le cupo la menor duda de que la había escrito la esposa del señor Baumgarten, lo cual significaba que la expedición de compra de regalos de Pascua no había sido más que una forma complicada de mentir y, de este modo, acercársele. Dave no sabía casi nada del jefe de Miriam, sólo que era judío, conspicuamente judío, alumno sin duda del mismo instituto al que había ido Dave en Pikesville, pero algunos años por delante de él. Posiblemente la señora Baumgarten había pensando dejar el sobre en el mostrador sin ser vista, pero se encontró con que la tienda estaba completamente vacía. O tal vez había escrito la nota en el último instante, viéndose incapaz de comentarlo directamente con él. Era curioso que hubiese escrito aquella última frase, como si necesitara reforzar su posición personal con un comentario de tipo social. Dave tardó una milésima de segundo en pensar la palabra «cornudo», y aplicársela a sí mismo, y hasta que eso ocurrió sintió al mismo tiempo cierta compasión por aquella mujer de clase media y su anónimo. No hacía mucho tiempo que la prensa local había publicado una noticia sobre la mujer del gobernador del estado, que se enteró de que su marido iba a pedir el divorcio a través del jefe de prensa de su marido. La mujer se encerró en la mansión del gobernador, se negó a salir, convencida de que su esposo terminaría recobrando la sensatez. Era una mujer no muy diferente de ésa: una mujer típica de los barrios del noroeste de la ciudad, judía, rellenita y bien vestida, aparentemente parte integral del éxito de su marido. Eso de las amantes era parte de la vida de los hombres, un asunto que las esposas podían tolerar o no. Las mujeres que decidían trabajar acostumbraban a ser jóvenes, guapas y libres: secretarias o azafatas, daba igual, como Goldie Hawn en Flor de cactus. Era imposible que Miriam tuviese un amante. Era una madre, una buena madre. Pobre señora Baumgarten. Seguro que su marido la engañaba, pero no había apuntado en la dirección adecuada, había pensando en Miriam porque estaba a mano, simplemente.
Marcó el número de la oficina de Miriam y dejó que sonara el timbre un rato, pero la recepcionista no descolgó. Seguramente Miriam había salido a mostrar una casa a un cliente, y la recepcionista ya se había ido a casa. En cualquier caso, por la noche le preguntaría a su mujer, era una lástima que no le preguntara nunca por su trabajo. El hecho de tener un trabajo había dado a Miriam mucha confianza en sí misma desde hacía un tiempo. Y las comisiones que cobraba por las ventas habían hecho asomar a su rostro aquel brillo especial, habían dado firmeza a sus pasos, explicaban las lágrimas de felicidad que resbalaban cada noche por sus mejillas frente al espejo del baño.
Las lágrimas frente al espejo del baño… No, qué va, Miriam lloraba por Sunny, la pobre y sensible Sunny, que desde que había empezado el último curso estaba viéndose condenada al ostracismo debido a que él y Miriam se habían peleado con los padres de sus compañeros por lo del recorrido del autobús escolar. Ésa era al menos la explicación que se había dado a sí mismo cuando, desde su despacho, había oído los sollozos callados en el cuarto de baño del primer piso, el que compartía toda la familia. Oía muy bien esos sollozos desde su despacho, fingiendo que escuchaba música, mientras simulaba respetar la intimidad del miembro de la familia que lloraba a pocos metros de distancia, en el baño.
Dave rompió la carta en pedazos, agarró las llaves, cerró la tienda y se dirigió calle abajo hacia la Monaghan's Tavern, otro negocio atestado de gente aquel sábado justo antes de Pascua.
Capítulo 10
– Te he dicho que no quería verte pegada a mis faldas -dijo Sunny entre dientes a Heather cuando el acomodador las sacó a la calle a las dos diciéndoles que les prohibía volver a acercarse al cine en todo el día-. Me lo habías prometido.
– Es que al ver que tardabas tanto en volver del baño me habías preocupado, Sunny. Quería asegurarme de que estabas bien.
No era una mentira, no del todo. Era verdad que Heather no entendía que su hermana se hubiera ido de la sala cuando la proyección de Huida a la montaña embrujada apenas llevaba quince minutos, y que no hubiese regresado. Y también era verdad que se le ocurrió que tal vez Sunny le había dado sencillamente esquinazo. Por eso salió a su vez, fue a mirar al baño y después se coló en la otra sala, donde ponían una película apta para menores acompañados de un adulto, Chinatown. Heather se había imaginado que Sunny le había gastado una mala pasada, se había comprado una entrada para la otra película sin que ella se diera cuenta, y luego salió del baño y se coló en la sala de la película para mayores aprovechando un momento en el que nadie miraba.
Lo que Heather hizo fue buscar una butaca situada dos filas más atrás que la de Sunny, lo mismo que había hecho en la otra sala, donde ponían Huida a la montaña embrujada («Éste es un país libre», dijo maliciosamente cuando Sunny le lanzó una mirada asesina). En la otra sala nadie se enteró de su presencia hasta la escena en la que el hombre bajito le clavaba la navaja en la nariz al hombre alto. Al verlo, Heather soltó un gemido muy audible, y al reconocer su voz Sunny se volvió.
Heather supuso que Sunny no iba a hacerle el menor caso, sobre todo por no llamar la atención de toda la sala, pero lo que hizo su hermana mayor fue acercarse a su butaca y decirle en susurros que tenía que salir inmediatamente de allí. Heather se negó, le hizo observar que se limitaba a cumplir las reglas que Sunny había fijado. No estaba pegada a sus faldas, sino que se había instalado por su cuenta. Casualmente, se encontraba en la misma sala que ella, nada más. Le recordó que ése era un país libre, como había dicho. Una señora mayor llamó al acomodador y, cuando les pidieron las entradas y resultó que ninguna de las dos tenía para esa sala, las echaron. Heather, que solía tener respuestas rápidas, se excusó diciendo que la había perdido, pero la tonta de Sunny sacó la entrada de la Sala Uno, el cine donde proyectaban Huida. Una pena, porque como tenía bastantes tetas, Sunny podía pasar perfectamente por una chica de diecisiete años. De haber sido Heather la mayor, se habría espabilado hasta conseguir que las dejaran continuar en la Sala Dos hasta el final de la película, le habría insistido al acomodador en que habían perdido las entradas, le habría dicho que una de ellas era suficientemente mayor y que por lo tanto podía pasar como el adulto que acompañaba a la pequeña. ¿De qué servía ser la hermana mayor si no eras capaz de actuar como tal? En cambio, Sunny estaba al borde de las lágrimas por culpa de una estupidez de película. A Heather le parecía de tontos perder el tiempo que iban a poder estar en el centro comercial metidas en el cine, cuando podían disfrutar de tantísimas cosas en las tiendas.