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– ¿Se le parece? -dijo Lenhardt poniendo el dedo en la pantalla donde estaba la foto de Heather, y dejando la huella de su índice en el cristal, justo encima de la nariz de la niña.

– Bueno… Quizá. Sí y no.

– ¿Has ido alguna vez a una reunión de ex alumnos de instituto?

– Qué va. No me molan esos rollos. Además, yo estudié lejos de aquí, en Long Island, y ya no tengo ningún conocido ni amigo por allí.

– Hace unos años fui al treinta aniversario de mi promoción del instituto. La gente envejece de formas muy diversas. Algunos, la verdad, tenían la misma cara de siempre, sólo que con más años encima. Pero en otros casos era justo lo contrario. Hombres y mujeres por igual, en el rostro les notas que ya han arrojado la toalla. ¿Me entiendes, no? Lo han intentado muchas veces, y ahora ya han perdido la esperanza. Tías que habían sido animadoras del equipo de baloncesto y que ahora pesaban cien kilos; tíos que eran capitanes del equipo de rugby y ahora estaban medio calvos y con montones de caspa. Son muchos los que no se parecen en absoluto a lo que fueron.

– Seguro que te gustó eso de ir a una de esas reuniones acompañado de una esposa a la que le llevas quince años…

Lenhardt enarcó las cejas fingiendo sorpresa, como si jamás se le hubiese ocurrido que su mujer estaba buena. Por supuesto, Infante sabía que su jefe se moría por conseguir que la gente le lanzara miradas de envidia.

– Pero hay un tercer tipo de personas, un grupo formado sólo por mujeres -dijo el sargento-. Se las ve renovadas y mejoradas, tío. Mucho más guapas de lo que habían sido. A veces todo eso se debe a la cirugía plástica, pero no siempre. Son mujeres que se lo curran. Se tiñen el pelo. Se reinventan de cabo a rabo, y lo saben. Por eso van a esas reuniones, para que las mires y te enteres. Para saber su edad verdadera hay que mirarles los codos.

– ¿Y quién pierde el tiempo mirando los codos de las tías? ¿Qué clase de perverso eres?

– Quiero decir que es el único sitio donde ninguna mujer puede ocultar los años que tiene de verdad. Me lo contó mi mujer. A veces se frota los codos con limón. Corta el limón por la mitad, lo vacía, lo rellena de aceite de oliva y sal, se sienta en el tocador y levanta los brazos y empieza a frotarse. -Lenhardt imitó la posición para que Infante lo entendiera-. De verdad, Kevin, es como acostarte con una ensalada.

Infante no pudo contener una carcajada. El día anterior le habría costado mucho reconocer hasta qué punto se inquietaba cuando su jefe no le tenía en su lista de los buenos chicos. Solía reaccionar enfureciéndose sólo de pensar en lo injusto que era el sargento. Pero hoy se sentía redimido, le trataba como a un buen inspector que investigaba un caso interesante, y era innegable el alivio que eso le proporcionaba. Si esa mujer era efectivamente Heather Bethany, la policía se iba a apuntar un gran tanto. Y aunque no lo fuese, como mínimo era alguien que sabía muchas cosas acerca de un asunto importante.

– Lo que me ha llamado la atención es esto -dijo Infante revisando las notas que había tomado al pasar por el almacén de objetos confiscados-. Tenemos el coche, matriculado hace dos años en Carolina del Norte. Penelope Jackson ya no vive en ese lugar. Y la dueña del piso que tenía alquilado allí, he conseguido localizarla, me ha dicho que Penelope Jackson no era una de esas personas normales y bien organizadas que al irse dejaban unas señas donde localizarlas. Dijo que era una mujer que se pegaba a cualquier tío que le dirigiese la palabra, que trabajaba de camarera y cosas así. Y se fue de allí hace diez meses, pero ni actualizó la matrícula ni tampoco su permiso de conducir.

– Oh, sí, qué malvada… -ironizó el sargento-. ¿Cuánto tiempo estuviste viviendo en Maryland antes de que te acordaras de cambiar las señas de la matrícula de tu coche?

– No te puedes imaginar la pasta que le cobran a la gente de fuera de este estado cuando registras aquí cualquier cosa -dijo Infante-. Aunque, claro, tú eres un ciudadano de Baltimore de los de toda la vida, crees que has visto mucho mundo porque una vez te alejaste treinta kilómetros de la ciudad. En fin, esa mujer llevaba el asiento trasero del coche como si fuese el camión de la basura: envoltorios de hamburguesas, algunos bastante recientes, colillas, y eso que la mujer del hospital no es fumadora. Si lo fuera se le notaría el olor, y estaría hecha un manojo de nervios con el mono de la nicotina. El coche parece haber viajado mucho. Pero no hay ninguna maleta. Llevaba bolso, pero sin billetero ni dinero. Basura y los papeles del coche, nada más. ¿Cómo es posible que alguien viaje quinientos o seiscientos kilómetros sin llevar encima ni una triste tarjeta de crédito ni un rollo de billetes?

Lenhardt rodeó el asiento de Infante, pulsó un par de teclas del ordenador, saltó varias veces desde Penelope Jackson, vecina de Asheville, en Carolina del Norte, a Heather Bethany.

– Ojalá tuviésemos esos ordenadores de los polis de las series de televisión -dijo.

– Eso. Tecleas el nombre de Penelope Jackson y su última dirección conocida y se despliega ante tus ojos su vida entera. A ver si inventan de una vez unos ordenadores como ésos. Y las tías que los usan.

– ¿Y en las bases de datos del FBI? ¿Nada tampoco?

– Nada. Ni en los registros militares. Tampoco hay ninguna denuncia que diga que se trata de un coche robado.

– La verdad -dijo Lenhardt, repasando la información acerca de las niñas desaparecidas-, hay ahí un montón de información sobre las Bethany. Cualquier chiflado de esos que se obsesionan por los casos sin resolver podría haber estudiado esta desaparición y aprendérsela de memoria.

– Ya se me había ocurrido. Pero hay detalles que no aparecen ahí. Por ejemplo, no figura la dirección exacta donde vivía la familia Bethany, en Algonquin Lañe. Además, el coche patrulla que la detuvo… En su informe el agente dijo que la mujer hablaba de una farmacia que estaba en la confluencia de Windsor Mili y Forest Park. No hay ninguna farmacia en ese sitio actualmente. Pero he llamado al ayuntamiento y dicen que hubo una farmacia allí, justo en la época en la que las niñas desaparecieron.

– ¿Qué me dices? ¿Incluso has llamado a los del ayuntamiento para comprobar el dato? Tendré que nombrarte inspector del mes. ¿Has estudiado también los archivos del caso? Seguro que ahí tienes una cantidad de detalles enorme, y eso es algo que ningún navegante de Internet podría encontrar jamás.

Infante lanzó una mirada penetrante a su jefe, una mirada cargada de significado, una de esas miradas que solamente pueden cruzarse entre matrimonios que llevan muchísimos años juntos, o compañeros de trabajo que han compartido la misma burocracia durante décadas.

– No me digas que… -reaccionó Lenhardt.

– Ayer tarde pedí esos archivos, en cuanto regresé del hospital. No están en la comisaría.

– ¿Que no están? ¿Han desaparecido? No te jode…

– En el sitio donde tendría que encontrarse esa caja hay una nota. La puso un antiguo inspector, un tipo que luego ascendió a sargento y fue destinado a Hunt Valley. Le localicé y sus respuestas fueron bastante vagas. Al final reconoció que cogió la caja para dársela a su predecesor en el caso, un poli retirado, y que luego se olvidó completamente del asunto.

– ¿Respuestas vagas, dices? Menudo cabrón. A quién se le ocurre sacar esa caja del edificio… Pero, encima, ¿llevársela a un ex policía y olvidarse de todo? -Tanta estupidez hizo que Lenhardt negara con la cabeza, incapaz de dar crédito-. Y ahora, ¿dónde está la puta caja?

– La tiene… -dijo Infante, bajando la vista para leer el nombre en sus notas- Chester V. Willoughby IV. ¿Le conoces?

– El nombre me suena. Se retiró antes de que yo llegara a esta comisaría, pero a veces aparecía en alguna reunión de Homicidios. Era un tipo… digamos que atípico.