En la casa de Algonquin Lañe había montones de cosas, estaba llena a reventar. Al principio a Miriam no le importaba. Más que nada porque eran sobre todo cosas de las niñas. Los chiquillos nunca viajaban con poco equipaje, ni siquiera en aquellos tiempos anteriores a las sillitas de seguridad de los coches. Los críos tenían juguetes y sombreros y mitones y muñecas y animales de felpa y unos espantosos duendes de plástico y, además, Heather poseía una famosa mantita que tendía a desaparecer y mantenía a la familia entera en vilo hasta su recuperación. Por no ser menos, Sunny tenía un amigo imaginario, un perro llamado Fitz. Curiosamente, Fitz solía perderse tan a menudo como la manta de Heather, una manta tan querida que hasta tenía nombre, pues Heather la llamaba Bud. Cada vez que Bud se perdía también se perdía Fitz, y encontrar a Fitz era más difícil incluso que localizar a Bud. Sunny subía y bajaba atropelladamente las escaleras, e informaba preocupada de cuáles eran los lugares en donde no lo había encontrado. «No está en el sótano.» «No está en el cuarto de baño.» «No está en tu cama.» «No está debajo del fregadero.» Para tratarse de un perro imaginario, Fitz requería de muchísimos cuidados. Sunny empezó a ponerle comida, negándose a aceptar que era una invitación que ni las cucarachas ni los roedores iban a rechazar. Y también dejaba abierta la puerta que daba al patio de atrás, por si Fitz necesitaba salir. Los días de lluvia Miriam llegó a imaginar que la casa olía a perro mojado.
En Algonquin Lañe había montones de cosas cuando la compraron. Fue adquirida en una subasta, tal como estaba, y justo entonces Miriam supo que tenía talento para las transacciones inmobiliarias. Eso de «tal como» quería decir, según pudieron comprobar muy pronto Dave y Miriam, que no todo lo que tenía que funcionar en la casa funcionaba, y que había sido una apuesta de cierto riesgo. Ni sabían tampoco que nadie iba a hacerse cargo de entregar la casa limpia. Durante muchos años había habitado en ella una anciana, y su estado era algo lamentable, se notaba que allí se había interrumpido de repente una vida larga, casi como si unos extraterrestres hubiesen entrado de repente y hubieran secuestrado a sus moradores. En la mesa había una taza con su platillo y su cucharilla, a punto para tomar un té que nadie llegó a preparar jamás. En un peldaño de las escaleras había un libro, que alguien pensaba subir o bajar. Los muchos muebles estaban cubiertos de fundas medio torcidas que esperaban que una mano amable las enderezase. A Miriam le recordaba la casa de Vendrán lluvias suaves, el relato de Ray Bradbury, una casa automatizada pero del siglo XIX. La familia que la había ocupado había desaparecido, pero la casa funcionaba por su cuenta.
Al principio, las cosas abandonadas por la antigua propietaria parecían un regalo del cielo. Parte de los muebles se encontraba en buen estado, la loza era de Lowestoft, demasiado buena para usarla todos los días y desde luego mucho mejor que la que Miriam reservaba para los días señalados. En el patio trasero las niñas descubrieron, enmohecidas, piezas diversas de juegos de té escondidos en sitios raros, entre las retorcidas raíces de los robles, bajo las ramas frondosas de las lilas. Un montón de tesoros que al poco tiempo comenzaron a parecerles opresivos. Tuvieron que sacar de la casa casi tantas cosas como tuvieron que meter. ¿Por qué habían dejado tantísima cacharrería? Llevaban viviendo allí dos meses cuando una amable vecina, sin que nadie le preguntase nada, les explicó que la anterior propietaria había sido asesinada en la cocina por su sobrino y heredero único.
– Por eso subastaron la casa -les dijo Tillie Bingham, la vecina-. Ella estaba muerta, y él, en la cárcel, así que nadie la heredó.
Y bajó la voz, aunque las niñas estaban lejos y no mostraban el menor interés por esa conversación a ambos lados de la valla, para añadir:
– Drogas…
A Miriam le dio tan mala impresión que trató de convencer a Dave de que pusieran la casa de nuevo en venta, aunque perdieran dinero. Con lo que sacaran, le dijo a Dave, sabiendo que la idea le gustaría, podían comprar una vivienda en el centro de la ciudad, por la parte de Bolton Hill, donde había aquellas mansiones deterioradas pero enormes. Eso ocurrió antes de que la gente rehabilitara los barrios céntricos, las casas antiguas que compraban por nada y convertían de nuevo en residencias magníficas. Y es que Miriam tenía un sexto sentido para eso de los inmuebles. Si Dave le hubiera hecho caso, habrían terminado poseyendo una casa muchísimo más valiosa, porque los precios de la zona de Baltimore Noroeste se mantuvieron estables durante muchos años.
Si se hubiesen ido a vivir allí las niñas, por supuesto, aún estarían vivas.
Ése era un juego secreto al que Miriam no podía dejar de jugar, por inútil que fuese. Cambiar la historia, modificando un detalle. No soñaba que cambiaba el día fatídico. Eso era demasiado obvio, demasiado fácil. El destino fatal de las niñas quedó sellado el día en que Sunny decidió ir a pasar la tarde en el centro comercial, y Heather se puso a dar la lata hasta lograr que la dejaran acompañarla. Pero Miriam pensaba que, retrocediendo un poco más atrás, podía hacerle trampas al destino. Si hubiesen puesto a la venta la casa de Algonquin Lañe, tal como Miriam quería hacer, si no la hubiesen llegado a comprar, la cadena de acontecimientos fatales habría cambiado. Se preguntó quién la había comprado luego, si sus actuales habitantes conocían la capacidad que tenía esa casa para provocar la muerte. Que se hubiese producido en la cocina un asesinato ya era grave, pero si un comprador llegase a conocer toda la historia de Algonquin Lañe… En tal caso ni Miriam habría conseguido vender la casa, y Miriam, en sus mejores momentos, era capaz de vender casi cualquier cosa.
Tener una adecuada visión retrospectiva de las cosas era muy fácil. Pero Dave se mostró tan miope volviendo la vista atrás como acerca del presente. Hablando con terceros, seguía diciendo cosas como que su problema, su maldición, había sido que eran felices. Que su vida era perfecta, y por eso tenía que acabar tan mal. Oyéndoselo contar a Dave, Algonquin Lañe era el auténtico Edén, hasta que una fuerza desconocida se cernió sobre sus vidas para destrozarlas y hacerles pagar culpas ajenas.
Incluso la prensa aceptó aquella versión de los hechos. En aquel entonces la gente era menos escéptica, había menos recursos. Actualmente, la conmoción producida por la desaparición de las dos hermanitas habría alcanzado las portadas de los telediarios nacionales, se habría convertido en una historia policíaca de salón para padres de familia que sabían muy bien dónde estaban sus hijos. Pero en aquel tiempo, la desaparición fue sólo una noticia local y apenas si mereció una mención de pasada en un reportaje de la revista Time sobre niños desaparecidos. Si el acontecimiento hubiese atraído mayor atención en todo el país, pensó siempre Miriam, seguramente se habría llegado a resolver el misterio, aunque también pensaba que la intrusión del gentío atraído por los medios les habría perjudicado. Probablemente ahora cualquier bloguero aficionado habría descubierto a Miriam dondequiera que se escondiese y habría revelado las deudas que pesaban sobre las finanzas familiares. Treinta años atrás la policía mantenía esos detalles en secreto, y el Equitable Trust se encargó de pagar la doble hipoteca. («¿Que tus hijas han desaparecido? No te apures, mereces vivir en una casa sin hipotecas.»)