– ¿Es grave? -preguntó ella.
– Ya lo dirá el médico cuando la lleve a urgencias.
– No, no me refiero a mí. Quiero decir el otro coche.
Le respondió el lejano zumbido de un helicóptero. «Lo siento, lo siento, lo siento.» Pero no había sido culpa de ella.
– No ha sido culpa mía. Era incapaz de controlar el coche… En todo caso, no he hecho nada…
– Le he leído sus derechos -dijo él-. Todo lo que diga… todo cuenta. De todas formas, no hay ninguna duda respecto a que usted abandonó el escenario del accidente.
– Iba a por ayuda.
– Esta carretera termina de golpe en un parque. Si de verdad quería ayudarles, tendría que haber aparcado allí mismo o haber tomado la salida de Security Boulevard.
– En Forest Park esquina Windsor Mili está la farmacia Windsor Hills. Pensaba telefonear desde allí.
Ella supo que aquellas palabras le habían pillado con la guardia bajada, sobre todo por el modo en que había utilizado aquellos nombres tan exactos, que demostraban su conocimiento del barrio.
– Farmacia no recuerdo que haya ninguna, pero en ese cruce está la gasolinera, aunque… ¿Y no tiene un teléfono móvil?
– No tengo ninguno de uso personal, aunque en el trabajo me proporcionaron uno. No suelo comprar cosas hasta que funcionan del todo bien, hasta que las perfeccionan. Con los móviles estás siempre fuera de cobertura, y hay que hablar a gritos, y entonces no hay modo de preservar la intimidad. Me compraré un móvil cuando funcionen igual de bien que los fijos.
Oyó el eco de la voz de su padre. Después de tantísimos años, lo tenía en su cabeza, aquellas frases tan tajantes de siempre. «Cuando aparezcan nuevos avances tecnológicos, no corras a ser la primera en adquirirlos. Ten siempre los cuchillos bien afilados. No comas tomates si no es en plena temporada. Trata a tu hermana amablemente. Cuida de tu hermana. Algún día tu madre y yo habremos desaparecido, y vosotras seréis todo lo que la otra tenga.»
El joven agente la miró muy serio, con una expresión tan grave como la de un niño que mira a otro que se ha portado mal. Era absurdo que se mostrase tan escéptico ante lo que ella le estaba contando. Viéndola con tan poca luz, con esa ropa, con los rizos despeinados, probablemente parecía más joven de lo que realmente era. La gente solía creer que tenía hasta diez años menos de lo que en realidad tenía, incluso en las raras ocasiones en las que se ponía elegante. Cuando el año pasado se cortó la larga melena, todavía rejuveneció más su aspecto. Era curioso lo de su cabello, que siguiera siendo testarudamente rubio a una edad en la que la mayor parte de las mujeres tenían que recurrir a los productos químicos para conseguir ese color tan claro. Era como si su cabello estuviera quejándose de los largos años de prisión forzosa bajo la luz artificial de la tienda de muebles Nice'n Easy Sassy Chestnut. Su cabello era tan capaz de albergar motivos de rencor como ella misma.
– Bethany -dijo-. Soy una de las niñas Bethany.
– ¿Cómo?
– ¿No le suena? -preguntó ella-. ¿No se acuerda? Aunque, claro, usted parece tener apenas… ¿cuántos años, veinticuatro? ¿Veinticinco?
– Cumpliré veintiséis la semana que viene -respondió él.
Ella se esforzó por contener la sonrisa, era como ver a un crío alardeando de que no tenía dos años sino que ya había cumplido los dos y medio. ¿A qué edad dejamos de desear ser mayores de lo que somos?, ¿cuándo empezamos a dejar de añadirnos aunque sea unos meses más? Más o menos cuando se llega a los treinta, imaginó, aunque a ella le había ocurrido eso mucho antes. A los dieciocho habría hecho cualquier cosa por renunciar a la madurez, por conseguir que le dieran otra oportunidad de vivir su infancia.
– Así que ni siquiera había usted nacido cuando… Además, probablemente ni siquiera es de por aquí, así que, claro, ese apellido no tiene por qué sonarle de nada.
– El coche está registrado a nombre de Penelope Jackson, de Asheville, Carolina del Norte. ¿Es usted? Cuando miré en el registro, no había ninguna denuncia diciendo que el coche hubiera sido robado.
Contestó que no con la cabeza. Hablar con él sería perder el tiempo. Mejor esperar a que apareciera alguien capaz de apreciarla en su justo valor, alguien capaz de comprender la importancia plena de lo que estaba tratando de explicarle a ese joven. Ya estaba haciendo esa clase de cálculos que se habían ido convirtiendo para ella en su segunda naturaleza. ¿Quién estaba del lado de ella? ¿Quién estaba en contra, quién iba a traicionarla?
En el Hospital de St. Agnes siguió murmurando por lo bajo y sólo eligiendo bien a quién le dirigía la palabra. Las únicas preguntas directas que se dignó responder eran las que se referían a lo que le dolía. Las heridas que se había producido eran relativamente leves, una herida abierta, como una cuchillada, pequeña y no muy profunda, en la frente, que le cerraron con cuatro puntos, y que le dijeron que ni siquiera iba a dejarle cicatriz visible, y algo que se le había desgarrado y roto en el antebrazo izquierdo. Le dijeron que, aunque el brazo ya estaba curado y vendado, con el tiempo necesitaría cirugía. El policía de tráfico debió de transmitir el apellido Bethany, porque la persona encargada de la factura insistió mucho en él, pero ella se negó a volver a referirse a eso por mucho que la empujaran o metieran el dedo en la llaga. En circunstancias normales, después de haberla curado habrían dejado que se marchara. Pero las circunstancias estaban muy lejos de ser normales. La policía puso un agente de uniforme delante de la puerta de su habitación y le dijeron que no estaba autorizada a abandonar el hospital por mucho que la gente del hospital le dijera que ya podía irse. «La ley lo dice claramente, tiene que decirnos quién es usted -le dijo otro agente, un hombre bastante mayor que el otro, que dijo estar investigando el accidente de coche-. Si no fuese por las heridas que se ha hecho, esta noche la pasaría usted en comisaría.» Pero ella siguió negándose a decir nada, pese a que la sola idea de una celda la aterrorizaba. No poder entrar y salir a su aire, ser retenida, donde fuera… No, eso no iba a volver a soportarlo nunca más. La doctora puso en la hoja de registro «Mujer sin nombre», y añadió entre paréntesis la indicación «¿Bethany?». Era el cuarto apellido de la lista, o tal vez el quinto. Resultaba fácil hacerse un lío habiendo usado tantos nombres.
Conocía bien St. Agnes. O, mejor dicho, había conocido ese hospital hacía mucho tiempo. Tantos accidentes, tantas visitas. La vez que se le cayó un tarro lleno de luciérnagas y se hizo un corte profundo porque los trozos de cristal rebotaron en la acera y uno de ellos le arañó la curva del muslo. Un inocente golpe que le dieron con un matamoscas justo en el sitio en donde le habían puesto la vacuna de la varicela, que se infectó. Una rodilla abriéndose como una flor tras una caída en el bosque, y revelando de forma aterradora la sangre y el hueso ocultos por la piel. El mentón arañado por la válvula herrumbrosa de un viejo neumático, en realidad la cámara de aire gigantesca de la rueda de un tractor o un camión, con el que su padre les había construido un castillo de mentirijillas, erigido en homenaje a la anglofilia de su madre. Las expediciones a la sala de urgencias habían sido asuntos familiares, nuevas muestras de la manía de su padre por hacer que fueran todos juntos a la más mínima, tan terroríficos para quien se había hecho daño como tediosos para los demás, aunque después había un helado de premio para todo el mundo, con lo cual a fin de cuentas valía la pena haber ido.