– Algo queda aún. Bien poco, llevo doce años viviendo aquí y me lo han quitado a palos… Dentro de otros diez acabaré teniendo acento de Baltimore.
– Un acento de obreros, en efecto. Recuerda al cockney de los londinenses. Hay en esta ciudad familias que llevan cuatrocientos por aquí y no tienen en absoluto ese acento.
Superficialmente, aquel hombre le estaba diciendo una mamonada, subrayaba que su familia era adinerada y antigua, como remachando el clavo que había empezado a clavar mencionando el selecto club de golf.
Infante se preguntó si cuando era policía aquel tipo también subrayaba su pertenencia a las clases altas, si pretendía disfrutar de lo mejor de los dos mundos. Demostrar que era un poli, pero un poli que nunca permitía a sus colegas que se olvidaran de que no lo era por necesidad.
Suponiendo que su actitud hubiera sido ésa, la gente le habría odiado.
Willoughby se instaló en un sillón, el suyo de todos los días a juzgar por el lugar donde se encontraba la mancha de sudor que había dejado su pelo bien cortado. Infante se sentó en el sofá, un mueble comprado sin duda por alguna mujer: de color rosa e incómodo como un asiento en el puto infierno. Por otro lado, en cuanto cruzó el umbral del apartamento de su ex colega, Infante supo que hacía años que allí no vivía ninguna mujer. Estaba limpio y ordenado, pero denotaba una ausencia muy palpable. Ausencia de ciertos ruidos, de ciertos olores. Y los pequeños detalles, como la línea de grasa en el respaldo del sillón. Sabía cómo eran esas cosas por su propio piso de separado permanente. Enseguida podías deducir si había una mujer en la casa todos los días.
– Según nuestro registro, tienes en tu poder todo el archivo del caso Bethany. He venido a recuperarlo.
– ¿Que yo tengo en mi poder…? -Willoughby parecía confundido.
Infante se sorprendió, confió en que no fuese un caso de senilidad precoz, invisible a primera vista. Su aspecto era magnífico, pero tal vez se había ido a vivir a la residencia tan joven por culpa de algún problema mental. Sin embargo, pronto le disuadió de semejante idea la mirada astuta que lanzó mientras le preguntaba:
– ¿Ha habido alguna novedad?
Infante imaginaba que le iba a hacer esa pregunta, y estaba preparado para responderla.
– Seguramente no. Pero tengo en St. Agnes a una mujer…
– ¿Y esa mujer dice que sabe algo?
– Sí.
– ¿Dice que es alguien?
A Infante su instinto le decía que debía mentir. Cuanta menos gente estuviera enterada, mejor. No podía confiar en que ese hombre no comenzara a difundir la noticia por la residencia, aprovechando la circunstancia para alardear de sus días de gloria. Willoughby, por otro lado, estaba interesado en el caso. Podía tener alguna idea o intuición. Y por buenos que fueran los archivos, nunca se debían despreciar las buenas ideas.
– Lo que voy a contar no debe salir de este cuarto.
– Por supuesto -prometió enseguida, asintiendo enérgicamente con la cabeza.
– Esa mujer dice que es la hermana pequeña.
– Heather.
– Sí.
– ¿Y dice también dónde ha estado, a qué se ha dedicado, qué le pasó a su hermana?
– Por ahora no ha dicho casi nada más. Ha pedido un abogado, y ahora se han encerrado tras un muro de silencio, las dos. La cuestión es que, cuando ayer comenzó a soltar algún dato, dio a entender que estaba metida en una cosa muy complicada. Tuvo un accidente de coche en la carretera de circunvalación, con heridas graves en un ocupante del otro coche, aunque probablemente no haya sido culpa de ella, y huyó del escenario. La encontraron caminando por el arcén de la 1-70, ahí donde termina de golpe en pleno parque.
– A un kilómetro de la casa de los Bethany -dijo Willoughby en susurros, casi hablando consigo mismo-. ¿Está loca?
– Oficialmente no. Al menos, nada que pueda valorar así un examen psiquiátrico preliminar. Pero si quieres saber mi opinión extraoficial, la tía está como una cabra. Dice que tiene una identidad nueva, una vida nueva que ha de proteger. Dice que nos contará lo que ocurrió, pero que no revelará su identidad actual. Tengo la impresión de que hay más cosas por ahí debajo. Pero para conseguir que empiece a soltar algo necesito conocerme el caso de memoria.
– El archivo lo tengo yo -dijo Willoughby, en actitud acobardada. Tampoco mucho-. Hace más o menos un año…
– Esos archivos salieron de su sitio hace dos años.
– ¿Dos años? Señor, cómo cambia el paso del tiempo cuando no estás ya en activo. Antes he necesitado un segundo para decirte que era jueves y que los jueves suelo jugar al golf… En fin, cuando fuese… Leí una necrológica en el diario, y me hizo pensar, y quise revisar todo el caso. Ya sé que no tendría que haber retenido esos archivos, pero Evelyn, mi mujer, empeoró de repente en esa misma época y… Pronto tuve que pensar en otro fallecimiento. Ya no me acordaba de que tenía todos esos papeles en mi madriguera, pero seguro que los tengo yo.
Se puso en pie, e Infante comenzó a calcular lo que iba a ocurrir. El hombre trataría de coger la caja, bastante voluminosa y pesada, sin duda, y cargar con ella, y aunque el ex poli estuviera sano y fuerte Infante tendría que encontrar el modo de convencerle de que se la diera a él, sin que el hombre se sintiera ofendido. Había padecido esta clase de situaciones con su propio padre, cuando el viejo aún vivía en la casa de Massapequa, las veces en que se empeñaba en coger la maleta del portaequipajes del coche y entrarla él en la casa. Siguió a Willoughby y, como era de esperar, el hombre cogió la caja, la levantó sin dar tiempo a que Infante encontrara el modo de quitársela y, gruñendo y jadeando un poco, la dejó en el suelo, sobre la alfombra oriental de la salita.
– La necrológica debe de estar encima de todo, me suena que la dejé encima.
Infante abrió la tapa de la caja de cartón y encontró un recorte de prensa, del Beacon Ligbt. «Roy Pincharelli, de 58 años, profesor de instituto.» Tal como ocurría a menudo con las necrológicas, la foto era de mucho antes del fallecimiento, quizá veinte años antes. «La extraña vanidad de la muerte», pensó Infante. Era un hombre de ojos y cabello negros, una densa mata de pelo moreno en aquella foto, y tenía una pose algo solemne. A primera vista todo estaba bien. Pero si analizabas la imagen más de un segundo notabas ciertas fragilidades: el mentón débil, la nariz ligeramente ganchuda.
– Complicaciones de una neumonía -recitó de memoria Willoghby-. A menudo es la traducción pública del sida.
– ¿Era gay? ¿Y qué relación tiene eso con la desaparición de las niñas Bethany?
– Tal como dice la necrológica, este hombre fue durante muchos años profesor de música de la banda municipal y dio clases también en las escuelas de la ciudad. En 1975 era profesor del instituto Rock Glen, y Sunny era una de sus alumnas. Los fines de semana se sacaba algún dinero extra vendiendo órganos en la tienda de música de Jordán Kitt, en el centro comercial de Security Square.
– Vaya con los profesores y los polis y sus modos de sacar un dinero extra. Es increíble. Somos los levantadores de pesos pesados de nuestra sociedad, y necesitamos sacarnos algún sobresueldo por ahí. Las cosas no cambian.
Willoughby miraba inexpresivamente, incapaz de entender la ironía, e Infante recordó que era un hombre rico, que jamás había tenido que estirar el sueldo de poli para llegar a fin de mes. Un tipo con suerte.
– ¿Le interrogaste cuando la desaparición?
– Naturalmente. De hecho, me contó que esa misma tarde, a primera hora, había visto a Heather entre la muchedumbre, mientras él interpretaba canciones de Pascua.
– ¿No era profesor de Sunny? ¿Cómo es que conocía a Heather?
– La familia entera iba a los conciertos del colegio. Eran muy partidarios de la solidaridad familiar. Bueno, lo era Dave Bethany. Sea como fuere, Pincharelli dijo haber visto esa tarde a Heather entre el público. Y que se le acercó un hombre de unos veintitantos años, la cogió del brazo, empezó a decirle algo a gritos, y que ese hombre, tan rápidamente como había aparecido, se esfumó.