– ¿Y se enteró de todo eso mientras aporreaba el órgano?
Willoughby sonrió mientras asentía con la cabeza.
– Exacto. En sábado, un centro comercial es un sitio que está a reventar de gente. Así que es extraño que alguien se fije en un incidente como ése. A no ser que…
– A no ser que te estuvieras fijando ya en la niña. Pero dices que era gay.
– Me limito a hacer una inferencia.
A Infante le jodía el vocabulario lustroso que sacaba de vez en cuando el tipo, sin el menor asomo de ironía de ningún tipo. Tal vez hubiese sido en tiempos un buen poli a pesar de toda esa fanfarronería. De no haberlo sido, sus colegas le habrían vapuleado de lo lindo.
– ¿Y por qué razón podría un tío que es gay interesarse por dos niñas?
– Para empezar, el delito no tuvo por qué tener aspectos sexuales. Ésa es una conclusión obvia. Pero no es la única. Unos años antes, en el condado de Baltimore pero fuera de la ciudad, tuvimos un caso en el que un tipo pegó y terminó matando a una chica porque de algún modo le recordaba a su madre, a la que el tipo odiaba. Dicho esto, siempre me he preguntado si Heather vio algo ese día, algo que vio sin darse cuenta, pero que hizo que el profesor de música sintiera un ataque de pánico. Si era gay, sin duda en aquella época lo era de la manera más secreta que se pueda imaginar, y temía perder su empleo si corría la voz.
– ¿Y a partir de ahí desaparecen las niñas? ¿Cómo?
Willoughby suspiró.
– Al final, ésas son las preguntas que me formulo. ¿Por qué las dos? ¿Y cómo lo haces para llevártelas a ambas? Claro que podrías pensar que fue el profesor de música, y que primero agarró a Heather y la metió en algún lado, en la trasera de su furgoneta por ejemplo, y que después fue a por Sunny y cuando la encontró tenía una situación muy ventajosa. Era su profesor, alguien a quien ella conocía, en quien ella confiaba. Si él le hubiera dicho que le acompañara, ella habría accedido.
– ¿Conseguiste alguna vez romper su resistencia, que te contara la verdad?
– No. Su relato era coherente, si bien con la coherencia propia de los mentirosos. A lo mejor se la estaba mamando algún chaval en los servicios del centro comercial esa tarde, y temió que corriera la voz. En cualquier caso, siempre se mantuvo fiel a la primera versión, y además ahora ya ha muerto.
– Doy por supuesto que comprobaste las historias de los padres…
– De los padres, de los vecinos, de los amigos. Todo eso lo encontrarás ahí dentro. Hubo también llamadas con intentos de extorsión, gente que decía que tenía a las niñas en su poder. Nunca pudimos comprobar nada. Tan pocos indicios que era como para empezar a creer en abducciones sobrenaturales o de extraterrestres.
– Dado que te has leído tan minuciosamente hasta las necrológicas…
– Tú también acabarás haciéndolo algún día -dijo Willoughby con una de sus sonrisas de superioridad, extraordinariamente irritantes-. Antes de lo que crees.
– Sabrás si los padres aún viven, claro. A ella no le saqué nada.
– Dave falleció el año en que se retiró, 1989. Miriam se fue a Texas y después a México. Durante algunos años me enviaba felicitaciones navideñas…
Se puso en pie para acercarse a un mueble pulidísimo que Infante pensó que era uno de esos escritorios de señoritas, porque era diminuto e impráctico, con docenas de cajoncitos y una superficie inclinada para escribir, tan pequeña que no cabía en ella ni un portátil. En cualquier caso, al viejo hubo que recordarle que se había quedado la caja con todo el archivo del caso Bethany, pero no hizo falta ayudarle para encontrar dónde tenía el christmas. «Joder. Diga lo que diga Lenhardt, ojalá no me toque nunca un caso así.»
Hasta que se dio cuenta de que ya le había tocado uno de ésos, que tenía delante de sus pies una caja de cartón que contenía un legado que ahora le correspondía a él. Pensó en sí mismo al cabo de treinta años, pasándole la caja a otro inspector, contándole la historia de la Mujer sin Nombre y de cómo los mantuvo engañados un par de días y al final resultó ser una impostora. Y se preguntó si, cuando te metes en un caso como el de las niñas Bethany, logras salir de él algún día.
– Era un sobre alargado, y no recuerdo si llevaba remite, pero me acuerdo bien del nombre del lugar desde donde lo mandó. San Miguel de Allende. Mira ahí, menciona el nombre en el texto.
Infante inspeccionó la postal. En la cara anterior, sobre un fondo de pergamino, había un collage de una paloma verde recortada en un papel que imitaba una puntilla. Y al abrir, en tinta roja decía en españoclass="underline" FELIZ NAVIDAD, y debajo habían garabateado unas líneas. «Espero que esté bien cuando reciba esto. Para bien o para mal, San Miguel de Allende parece haberse convertido ahora en mi hogar.»
– ¿Cuándo la recibiste?
– Hace al menos cinco años.
Infante calculó rápidamente.
– El veinticinco aniversario de la desaparición.
– Probablemente Miriam lo hizo inconscientemente. Se esforzaba cuanto podía por alejar los recuerdos. Todo lo contrario que Dave. Para él, cada día de su vida era un homenaje consciente a las niñas.
– ¿Y fue después de la muerte de su marido cuando ella se mudó?
– No, qué va. Mi mujer siempre decía que tengo la costumbre de hablar a partir de un «contexto profundo», doy por sobreentendidas cosas que sólo yo sé, disculpa. Lo cual resulta aún más imperdonable cuando has estado amontonando los datos que forman ese contexto. No, Miriam y Dave se separaron al cabo de un año de la desaparición de las niñas, y ella volvió a usar su apellido de soltera, Toles. Nunca fue un matrimonio feliz, ni siquiera antes. Dave me caía bien. Le consideré un amigo. Pero nunca comprendió qué tesoro era tener a una mujer como Miriam.
Infante dio vueltas a la felicitación sin dejar de mirar el rostro del viejo. «Y tú, en cambio, sí llegaste a comprender qué clase de mujer era, ¿verdad que sí?» E Infante supo que lo que había conducido tan rápidamente a Willoughby hacia esa felicitación no era el dolor que le producía un caso sin resolver, sino otra cosa. Se preguntó cuál debía de ser el aspecto de la madre, si era una rubia de pelo luminoso como sus hijas. Había cierto tipo de polis, y Willoughby podía haberlo sido, que sentían gran pasión por esta clase de mujeres que vivían circunstancias dolorosas.
– Supongo que todos los datos médicos estarán ahí dentro.
– Todos los que había.
– ¿Qué quieres decir?
Las ideas de Dave acerca de los médicos eran, cómo decirlo, peculiares. «Menos es más», pensaba Dave de esa profesión. No permitió que a sus hijas les extirparan las amígdalas; en esto y en otras cosas se adelantó a su época. Y tampoco permitía que les hicieran placas de rayos X, creía que incluso la más pequeña dosis de radiación era peligrosa.
– ¿Quieres decir…? -«Joder.»
– En efecto. No hay más que un único juego de placas de las dentaduras de cada niña. El de Sunny a los nueve años, y el de Heather a los seis. Nada más.
Ninguna placa dental de mayorcitas, ningún registro del grupo sanguíneo, nada de nada. Infante no iba a poder contar con las herramientas corrientes en 2005, pero tampoco con las usuales en 1975.
– ¿Tienes algún consejo que darme? -preguntó, cerrando de nuevo la caja con su tapadera.
– Si la historia de la Mujer sin Nombre no se rompe en pedazos frente a las pruebas de este archivador, consigue que venga Miriam. Tráela, yo me fiaría de su instinto maternal.