– Y si la encuentran…
– Probablemente traten de traerla. -Gloria intentó fijar la mirada de Heather en la suya, mantener una mirada penetrante. Era la mirada del encantador de serpientes, suponiendo que sea posible imaginar a un encantador de serpientes vestido de aquella guisa estrafalaria y con actitud algo exasperada-. Cuando esté aquí querrán someteros a pruebas de ADN. ¿Te das cuenta de qué es lo que va a ocurrir?
– No miento. -Lo dijo en un tono mortecino, como si insinuara que mentir era un esfuerzo excesivo para ella en ese momento-. ¿Cuándo llegará?
– Depende de lo que tarden en localizarla, y de lo que le digan cuando la encuentren. -Gloria se volvió hacia Kay-. ¿No podría el hospital permitir que Heather se quede hasta que llegue su madre? Seguro que no les importará alojarla aquí un poco más.
– Es imposible, Gloria. Tiene que irse hoy mismo. Las autoridades del hospital han sido tajantes.
– Estás jugando al mismo juego que la policía, les estás proporcionando la ventaja que quieren tener para forzar las cosas, para obligar a Heather a seguir el calendario que ellos establezcan. Si la diesen de alta sin un plan alternativo, la meterían en la cárcel…
Heather emitió un gemido inhumano.
– ¿No podríamos llevarla a la Casa de Ruth?
– Es para mujeres maltratadas, y sabes tan bien como yo que no cabe nadie más.
– Yo fui maltratada -dijo Heather-. ¿No les parecerá suficiente que haya sido de pequeña víctima de malos tratos?
– Eso ocurrió hace treinta años, ¿no? -dijo Kay notando la punzada de la curiosidad, el deseo de fisgar y saber con detalle por qué experiencias había tenido que pasar Heather-. Me parece improbable…
– Vale, vale, vale, vale. -Aunque sus palabras parecían expresar la aceptación, Heather negaba violentamente con la cabeza, de modo que sus rizos rubios, aunque ahora fuesen muy cortos, se bambolearon y entrechocaron-. Lo diré. Lo diré y así sabréis por qué no debo ir a la cárcel, por qué no puedo confiar que no acaben haciéndome daño.
– No lo hagas mientras Kay esté presente -le ordenó Gloria, pero Heather estaba decidida, nadie iba a poder detenerla.
Mirándola, Kay pensó que ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí, o que ni siquiera le importaba. ¿Confianza, o indiferencia? Tal vez sólo era porque Kay carecía de importancia a los ojos de Heather.
– Fue un policía. ¿Vale? Vino un policía y me dijo que le había ocurrido algo a mi hermana y que tenía que ir con él, corriendo. Y fui con él, y por eso nos tuvo a las dos. Primero a ella, y luego a mí. Nos encerró en la trasera de la furgoneta, a las dos.
– Un hombre que dijo ser policía -aclaró Gloria.
– No decía serlo. Era un policía de verdad, un policía de la ciudad de Baltimore, o del condado, con una placa y todo. Y aunque no llevaba uniforme lo era… los policías no siempre van uniformados. Michael Douglas y Karl Malden en Las calles de San Francisco eran policías y no llevaban uniforme. Era un policía y dijo que no pasaría nada malo, que todo se arreglaría, y le creí. Ése fue mi error, el único que cometí, fiarme de aquel hombre, y lo he pagado toda mi vida.
Y con esa última palabra, «vida», emergió cierta emoción que había sido muy bien guardada durante muchísimo tiempo, y Heather comenzó a llorar impulsivamente, y Gloria retrocedió un paso, sin saber qué hacer. También Kay se preguntó qué podía hacer ella, qué hacer que no fuera adelantarse, rodear a Gloria y tratar de consolar a Heather, que era lo único que cualquier persona sensible podía hacer en aquel momento, consolarla y hacerlo con la mayor suavidad posible, abrazarla sin dañarle el brazo roto, sin agravar el dolor generalizado de todo su cuerpo tras haber sufrido el accidente de coche.
– Encontraremos alguna solución -dijo Kay-. Encontraremos un sitio para protegerte. Conozco a alguien, una familia de mi barrio que se ha ido una semana de vacaciones. Como mínimo, podrás estar unos pocos días allí.
– Nada de policía -dijo Heather, casi ahogándose-. Nada de cárcel.
– Claro que no -dijo Kay, buscando la mirada de Gloria para ver si aprobaba la idea que había propuesto.
Pero Gloria estaba sonriendo, satisfecha de sí misma, triunfal.
– Ahora sí-dijo la abogada, dejando asomar la punta de la lengua, encantada de la situación-, ahora sí que tenemos una cosa que nos da ventaja sobre ellos.
Capítulo 15
Una noche más. Una noche más. Todos le habían dicho que no iba a poder quedarse en el hospital, que ese día era el último, pero les había arrancado una noche más, lo cual demostraba lo que siempre había creído, a saber, que todo el mundo miente, siempre. Una noche más era el título de una espantosa canción pop de hacía unos cuantos años en la que un amante rechazado suplicaba a su pareja que le permitiera hacer el amor con ella una última vez. «Tócame por la mañana. No puedo hacer que me ames si no me amas.» Jamás había entendido bien esa letra. Cuando era más joven, cuando todavía trataba de encontrar pareja y, sorprendentemente, fracasaba una y otra vez en sus intentos de conseguirlo, los hombres aguantaban junto a ella a lo sumo unos pocos meses y terminaban dejándola, como si alcanzasen a oler la podredumbre que la habitaba por dentro, como si hubiesen leído por fin su fecha de caducidad y hubiesen comprendido que estaba acabada. En cualquier caso, siempre que un hombre rompía con ella, jamás se le ocurría pedirle que hiciesen el amor una vez más. A veces le entraban ganas de vomitar, a veces de llorar. A veces reía, aliviada. Pero jamás recurrió a esa estratagema de suplicar que hiciesen el amor otra noche, que la acariciasen por la mañana, un polvo por caridad. No importaba lo mucho que ella lo deseara. Había que encontrar un resto de orgullo, donde fuera, y mantenerse firme.
Se levantó de la cama, con el cuerpo entero dolorido seguro ya de que no iba a poder contar con el brazo izquierdo, al menos durante algún tiempo, y que tenía que coger los pantalones con la derecha. El cuerpo, era sorprendente, se adaptaba a la nueva situación mucho más deprisa que el espíritu. Últimamente no podía hacerle mucho caso a su espíritu. ¿Era un chico y me pareció ver a una niña, o tal vez en esa ventanilla no había ninguna cara? Se aproximó a la ventana, descorrió la cortina y estudió el paisaje. El aparcamiento, la mancha amorfa de la ciudad con el horizonte de sus rascacielos dibujado a lo lejos, el atasco de todos los carriles de la 195 a la hora de la vuelta a casa. «¡Acércate a la ventana, qué dulce el aire nocturno!» Se acordó de este verso, era un recuerdo de sus años con las monjas. Las pobres estaban convencidas de que a base de memorizar se podía alcanzar la inteligencia. La carretera estaba cerca, a un kilómetro apenas. ¿Y si se acercaba hasta el asfalto, sacaba el pulgar y se iba en autoestop hasta su casa? No debía hacerlo, eso la convertiría en doblemente fugitiva. Tenía que resistirse a esa clase de ideas. Pero ¿cómo?
Lo que más le preocupaba no eran las mentiras. Recordaba bien las que decía. El riesgo estaba en los fragmentos de verdades que se le escapaban. Un buen mentiroso sobrevive usando el mínimo posible de verdades, porque la verdad te hace tropezar y caer mucho más a menudo que la mentira. Cuando, hacía algún tiempo, tenía por costumbre cambiar muy a menudo de nombre, aprendió a crear una nueva identidad cada vez, a no repetir nada de la anterior. Pero esa tarde, la amenaza de la cárcel, al igual que la posibilidad de ser detenida la primera noche, acabó enloqueciéndola. Sintió la necesidad de contar alguna cosa. Se había sentido muy inspirada cuando les habló del poli, mezclándolo con Karl Malden. Detalles extraños y tangenciales que daban autenticidad al conjunto. Pero Karl Malden no les iba a tranquilizar. Querrían saber el nombre de verdad, clamaban ya por saberlo, y no le quedaría más remedio que darles algo, decir algún nombre.