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Dave no sentía la más mínima culpa en relación con Jeff Baumgarten o su mujer, a los que la policía sometió a múltiples interrogatorios cuando finalmente Miriam decidió contar la verdad. Thelma Baumgarten pasó por la tienda de Dave a las tres de la tarde, y de la tienda al centro comercial había poco trecho, sólo unos cinco kilómetros. Resultó que el motel estaba incluso más próximo. Pero Dave odiaba a la esposa de Baumgarten más que a él. Jeff se había tirado a su mujer, mientras que su esposa… Bueno, la señora Baumgarten, con su notita estúpida, había tratado de arrojar todo el peso del problema sobre las espaldas de Dave. Maldita gorda ama de casa. Si hubiese sabido tener contento a su señor marido, seguramente Jeff habría dejado a Miriam en paz.

– ¿Ha habido sospechosos de verdad durante todo este tiempo?

Dave miró a Chet, tratando de encontrar en sus ojos la autorización, el estímulo, para contar todo lo de los Baumgarten. Chet negó con un casi impercetible movimiento de la cabeza. «Eso no haría más que enturbiar la situación», le decía a Dave cada vez que éste le presionaba para hacer que todo, absolutamente todo, fuese de conocimiento público, siempre con el argumento de que importaba cada brizna de verdad, que no sólo la franqueza era de por sí una virtud, sino que a él le parecía esencial a fin de esclarecer qué les había ocurrido a sus hijas. Cuanto más supiera la gente, pensaba Dave, más podrían ayudarles todos. Tal vez la señora Baumgarten había contratado a alguien. Tal vez Jeff Baumgarten había organizado el secuestro de las niñas para obligar a Miriam a proseguir su relación ilícita. Quizás esos planes se habían torcido inesperadamente. La sinceridad poseía una gran fuerza liberadora, decía Dave, y obtendría al final alguna recompensa. Tenían que contarlo todo y ver qué consecuencias producía su relato.

Fue quizás ésa la razón por la cual Chet quiso encontrarse presente mientras les entrevistaban. La razón, pensaba Dave, tenía que ser ésa, no veía ninguna otra posibilidad. Durante las primeras semanas de investigación no mantuvieron casi nada en secreto. El descubrimiento del bolso de Heather, las llamadas que afirmaban que las niñas se encontraban en varios lugares, Carolina del Sur, Virginia Occidental, Virginia, Vermont, y en varios estados anímicos: vivas y riéndose a carcajadas, nadando y jugando, comiendo hamburguesas, atadas y amordazadas. Era curioso, pero los tipos que deliraban resultaban peores que los bromistas. Pensaban que sus fantasías iban a ayudar a los padres, y no provocaban más que dolor renovado.

– ¿Esperan ustedes? ¿Han logrado mantener… -el periodista del Star, un tipo patético con el sombrero clavado en la coronilla, una corbatita delgada, trataba de formular la pregunta de manera que Dave picara en el anzuelo-:… la esperanza de que algún día sus hijas aparezcan vivas?

– Por supuesto. La esperanza es esencial.

Creer en un caso de amnesia conjunta, un castillo en Baviera, un tipo excéntrico y amable que quería tener dos niñas rubias, pero que nunca jamás les haría daño…

– No -contestó Miriam.

En un rincón del cuarto, Chet se puso tenso, como si pensara que debía interceder. ¿Había por fin detectado alguna cosa el inspector? ¿Captó que Dave sintió el impulso de soltarle un bofetón a su mujer? No era la primera vez que, durante el último año, había tenido que refrenar esa clase de impulsos. También los periodistas se mostraron escandalizados, como si Miriam hubiese violado algún protocolo no escrito del ritual propio de los padres abrumados de dolor.

– Deben ustedes disculpar a mi esposa -dijo Dave-. Es una persona de profundas emociones, y hemos estado sometidos a una prueba terrible.

– No soy una niña que no ha echado su cabezadita después de comer-dijo Miriam-. Y mis emociones son tan profundas hoy como ayer o mañana. Ojalá me equivocara. Pero ¿cómo pretenden ustedes que yo me mantenga viva si no acepto a estas alturas, y como mínimo, la probabilidad de que hayan muerto? ¿Cómo quieren que siga adelante?

Los periodistas no tomaron notas mientras ella estallaba de aquel modo, Dave estuvo observándolos. Su instinto era el de proteger a Miriam, siempre, al igual que les ocurría a los demás, y se esforzaba como los otros en imaginar que esos comentarios tan fuera de lugar eran consecuencia del dolor. Se suponía que los periodistas eran una pandilla de cínicos, y tal vez lo fueran, sobre todo cuando se dedicaban a informar sobre historias como la del caso Watergate, un turbio asunto de conspiraciones e intrigas. Pero Dave había comprobado personalmente que los que cubrían el caso Bethany eran ingenuos y optimistas.

– Lo siento -dijo Dave, y ni él supo por qué pedía excusas esta vez.

Pasó un instante. Y Miriam asintió a su vez, encogiendo los hombros de un modo que para Dave fue una invitación a protegerlos bajo su brazo.

– Es muy duro -dijo Miriam- tener que mantener la esperanza y sintiendo a un tiempo la necesidad de llorar la pérdida. Diga lo que diga, siempre tengo la sensación de estar traicionando a mis hijas. Necesitamos saber qué les ha ocurrido, lo necesitamos.

– ¿Hay a lo largo del día momentos en los que logra usted no acordarse de todo esto? -preguntó la periodista del Light.

Era tan nueva la pregunta, que pilló a Dave con la guardia baja. «¿Cómo se las arreglan para seguir, qué hacen para no pensar en todo esto?», éstas eran las preguntas a las que se había habituado. Pero ¿había algún momento en el que no pensara en las niñas? Racionalmente cabía suponer que sí, pero se había puesto a buscar si era o no así, y no lograba encontrar un instante en el que no se acordara de todo. Al preparar la cena, recordaba los platos que gustaban y que detestaban sus hijas. «¿Otra vez redondo de ternera?» Con el coche detenido ante el rojo de un semáforo en el tráfico nocturno, se acordaba de sus conversaciones sobre el enorme número de empleados de la administración de la Seguridad Social que trabajaban en un edificio cercano, y por qué taponaban las calles con sus coches cada día a las 4 en punto de la tarde. «¿De verdad que cuando seamos mayores nos darán dinero? ¡Qué guay!» Y si pensaba en lo mucho que odiaba a Jeff Baumgarten, en las ganas que tenía de apostarse junto a su casa de Pikesville y atropellarle con la furgoneta Volkswagen, en realidad sólo pensaba en las niñas, seguro. Al abrir el buzón de su casa y encontrarse con el ejemplar de la revista New York se fijaba en el anuncio de Ronrico, el cubalibre envasado, que aparecía siempre en la contraportada, y recordaba que, mientras que Heather se quedaba fascinada ante las ilustraciones anticuadas del anuncio, Sunny sólo pensaba en el concurso de crucigramas en el que competía cada semana. Cada uno de los objetos del mundo, desde la barra de ejercicios que construyeron las niñas en el patio trasero de su casa, el verde brillante de una lata de refresco tirada en la cuneta, el viejo albornoz azul de Miriam… todo le devolvía al recuerdo de sus hijas. Todo el mundo sabía que no era posible mantener semejante nivel de intensidad el resto de su vida, que el dolor más agudo acaba disolviéndose, pero Dave quería mantenerlo vivo. La sorda furia que sentía era como una lámpara encendida junto a la ventana, una luz que guiaría a sus hijas de vuelta a casa.

Ni siquiera ahora podía impedir que sus pensamientos volaran a gran velocidad, lo cual destrozaba sus intentos de cumplir el ritual de Agnihotra. Trató de hablarlo con otros seguidores del Quíntuple Camino. Estelle Turner había fallecido tiempo atrás, y Herb se fue enseguida al norte de California, afirmando que necesitaba cortar todos los vínculos para poder continuar. Dave le telefoneó para contarle lo de las niñas, pero Herb pareció más bien fastidiado de que alguien le recordara su pasado en Baltimore, y le dio la vuelta a la conversación, como si se tratara de un calcetín, y terminó consiguiendo que hablaran de él, de sus propias pérdidas y desilusiones. «No encuentro el camino, amigo», repetía una y otra vez Herb. Y es que para él todo en la vida era una abstracción, todo menos Estelle. La propia muerte de la hija de Herb no fue para él importante, ni siquiera fue una prueba espiritual a la que se veía sometido, parte de su jodido «camino».