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De los otros vecinos de Baltimore que seguían el Quíntuple Camino hubo muchos que se habían mostrado excepcionalmente amables con Dave en los últimos doce meses, y le habían proporcionado un surtido inagotable de mantequilla india, como decía con sorna Miriam. Pero incluso esos amigos se mostraban ofendidos cada vez que Dave insinuaba que ese sistema de ritos y creencias que compartía con ellos tal vez no fuera suficiente como para permitirle superar sus dolorosas circunstancias personales. ¿Cómo se atrevía a decir que no era capaz de limpiar su mente y prepararla para la meditación diaria? ¿Por qué les preguntaba si no sería mejor para él abandonar por completo aquellas prácticas hasta comprobar que volvía a ser capaz de concentrarse de verdad en ellas? ¿Cómo era que les consultaba acerca de la posibilidad de seguir llevándolas a cabo cada salida y cada puesta de sol, tratando así de vaciar su mente y abrazar el ahora? Les solía confesar que al término de su ritual de la puesta de sol, por ejemplo, tenía la sensación de no haber siquiera empezado, y tenía conciencia de que durante la celebración no había encontrado ni un instante de paz ni de satisfacción. Al revés, comenzaba a ver el rito igual que Miriam lo había visto siempre: un olor apestoso a mierda, un humo grasiento que ensuciaba las paredes de su despacho.

Extinguido el fuego, recogía las cenizas que solía luego usar como abono, y regresaba a la cocina, donde se servía un vaso de vino. Así lo hizo aquel día de los periodistas. Y a Chet le puso una copita de whisky. Luego se dio cuenta de su olvido, y le sirvió a Miriam otro vaso de vino.

– En realidad, Chet, ¿se ha avanzado algo en la investigación? ¿Puedes volver la vista atrás y afirmar que hemos averiguado alguna cosa? -Le pareció que hablar en primera persona del plural era una muestra de generosidad. De hecho, interiormente, Dave pensaba que los policías eran una pandilla de ineptos.

– Hemos eliminado unas cuantas posibilidades. Las sospechas acerca del profesor de música de Rock Glen. Y… varias más. -Chet se negaba, incluso en privado, a restregarle a Miriam por las narices el follón de su historia con Baumgarten.

A Dave le fastidiaba en grado sumo que los polis prácticamente felicitaran a Miriam por haber sido tan sincera en relación con la aventura que había estado viviendo con su jefe, el hecho de que contara voluntariamente dónde había estado esa tarde. Miriam la sincera, la amante de la verdad. Capaz de sacrificar incluso su instinto de conservación, y hacer lo que fuera por encontrar a sus hijas. Pero Dave sabía que su mujer carecía de la menor habilidad para engañar a nadie, y que si les había contado lo de su estúpido amante era porque no podía evitarlo. Miriam era incapaz de ocultar nada. Dave lo sabía bien.

Fue Dave quien mintió al principio, quien ocultó toda referencia a la visita de la señora Baumgarten a la tienda, quien buscó excusas para explicar por qué había cerrado tan temprano y se había ido a tomar una cerveza al bar que había un poco más abajo en la misma manzana. En las primeras entrevistas con la policía Dave tartamudeaba, dudaba, nervioso, trataba de esconder su mirada. ¿Fue ése el problema? ¿Llegó la policía a concentrarse tanto en la actitud extraña de Dave que pensó que el culpable era él? Ahora lo negaban, pero Dave estaba seguro de que al principio fue así.

– ¿Has cantado hoy tus oraciones? -A esas alturas Chet se sabía de memoria las costumbres de Dave, sus prácticas rituales.

– Claro -dijo Dave-. Otro día, otra puesta de sol. Y dentro de trescientas sesenta y cinco puestas de sol estaremos otra vez aquí, volveremos a contar la misma historia, seguiremos esperando que aparezca alguien con algún indicio. Aunque tal vez los aniversarios no se sucedan tan rápidamente después del primero. Enseguida serán cinco años, luego diez, y después veinte, cincuenta…

– Trescientos sesenta y seis -dijo Miriam.

– ¿Cómo?

– El año 1976 es bisiesto. Tiene un día más. Hace trescientos sesenta y seis años que las niñas desaparecieron. Ay, quería decir días. Trescientos sesenta y seis días.

– Allá tú, Miriam, si te importa tanto un día más o un día menos. En fin, supongo que las querías más que yo. Pero hoy es día veintisiete, no veintinueve. Los periodistas se han adelantado para tener tiempo de escribir sus noticias para el lunes próximo, que es el día del aniversario. De manera que en realidad hoy hace sólo trescientos sesenta y cuatro días.

– Por favor, Dave…

Ése era el verdadero papel de Chet en sus vidas. Era el pacificador antes que ser el policía. Pero Dave ya se había arrepentido. Hacía un año -bueno, 364 días-, pensaba que la pérdida de su esposa sería la peor desgracia que pudiera ocurrirle. Encogido sobre su cerveza en el bar Monaghan, experimentó sucesivamente los típicos sentimientos de los cornudos: ira, sed de venganza, autocompasión, miedo. Jugó con la idea de divorciarse de Miriam, convencido de que le concederían a él la custodia de las niñas, dadas las circunstancias. Pero al final perdió a sus hijas y se quedó con su mujer.

Si le hubiesen dado a elegir… pero no pudo hacerlo. «Nadie tiene ninguna elección en ninguna cosa importante», se dijo. Pero si alguien le hubiera pedido que eligiera, habría sacrificado a Miriam sin pensarlo ni un solo instante a cambio de conseguir que Sunny y Heather regresaran a su lado, y daba por supuesto que su esposa pensaba lo mismo que él. La relación matrimonial no era más que un frágil monumento en memoria de las hijas que habían perdido, y mantenerla viva era realmente lo único que podían hacer por ellas.

Se despidió de Chet y se fue con su vaso de vino al porche trasero de la casa, donde se quedó muy concentrado mirando el columpio que había construido utilizando un neumático viejo, colgado de unas cuerdas de la mejor rama del único árbol verdaderamente robusto que había allí, a unos pasos de la cerca donde amontonaban las ramas secas y tablones viejos. Cuando las niñas eran pequeñitas, Dave se enorgullecía de ser capaz de construir para ellas, al fondo del patio trasero, fuertes y castillos, con almenas de ramas y lo que él llamaba «alfombras», formadas con capas de musgo que trasplantaban de otras partes del jardín, y provisiones en forma de hierbas y flores. Hacía ya bastantes años que las niñas se habían hecho demasiado mayores para esa clase de juegos, pero el último castillo se había mantenido en pie hasta el invierno anterior. Ese año, el peso de la nieve, su humedad persistente, lo hundió del todo. Y Dave tuvo la sensación de que su propia vida era un castillo hecho de palos rotos, como si en realidad le hubiesen empalado con la punta afilada de unos troncos, muerto el musgo a su alrededor, agotada la reserva de frutas y flores silvestres.

Capítulo 17

Sola por fin… -«alone again, naturally», otra vez sola, naturalmente, como decía la canción de Gilbert O'Sullivan que Sunny había escuchado tantísimas veces a sus once años, hasta volverles locos a todos los demás-, sola por fin Miriam se acercó al fregadero y vació su vaso de vino. Ya no le apetecía últimamente ninguna bebida alcohólica, aunque Dave no parecía haberse siquiera enterado. Para saber que Miriam llevaba bastante tiempo sin beber nada, Dave hubiese debido fijarse en que él bebía muchísimo más que antes, y si siempre había dicho estar interesado en lo que él llamaba el «autoconocimiento», no parecía que se refiriese a esta clase de detalles.

El fregadero se encontraba junto a un gran ventanal que daba al patio trasero, y ése había sido el único cambio en el que Miriam se empeñó cuando reformaron la casa. «Las mujeres tenemos derecho a tener una gran ventana en el fregadero», dijo cuando Dave le mostró sus planes de reforma originales, en los que el fregadero daba a una pared de cerámica mejicana. La frase era de su madre, y Miriam les había inculcado la misma idea a sus hijas. Recordó a Heather cuando montaba su casita de muñecas. Era un juego modular, un rectángulo de madera azul, desnudo de toda decoración y que no era en absoluto la clase de acicalada casita victoriana que Heather habría elegido si la hubiesen dejado hacerlo. La casita que tuvo por fin llevaba incluso muebles funcionales al estilo danés, modernos y robustos. «El fregadero ha de estar delante de la mujer», dijo la muñeca mamá de caucho a la muñeca hija de caucho, y Miriam no creyó oportuno corregir la curiosa variante de la frase familiar que había sido acuñada por su hija. Fueron las muñecas, precisamente, lo único frágil y poco duradero del juego, pues el caucho de sus cuerpecitos terminó secándose, la pintura de sus caras pelándose, mientras que todo el resto de la casita seguía encerrado y bien conservado en el armario de Heather, esperando… ¿Qué esperaba, a quién?