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En general las habitaciones de las niñas seguían tal cual las habían dejado ellas, aunque finalmente Miriam cedió y lavó las sábanas e hizo las camas que ellas habían dejado: deshechas y desordenadas, en el cuarto de Heather, y con las sábanas y mantas estiradas, casi sin una sola arruga, en el de Sunny. Cada una de ellas alegaba su personal forma de dormir como argumento en contra de la idea de tener que estar deshaciendo y haciendo la cama cada día. «Total, voy a deshacerla del todo en cuanto me meta en ella», decía Heather. «Si ni siquiera se nota que la he usado», declaraba Sunny. Y llegaron a una solución de compromiso: las camas se hacían de nuevo cada día entre semana, y se dejaban sin hacer los fines de semana. Miriam se pasó semanas yendo a mirar esas camas deshechas, y encontrando consuelo en aquella prueba de que sus hijas tenían la intención de dormir de nuevo en ellas, de que volverían los días de entre semana y con ellos volverían también sus hijas.

Inmediatamente después de que ocurriese… aunque «ocurrir» no era la palabra adecuada, ya que hacía pensar en que había pasado una cosa tangible, definitiva… Ese «de que ocurriese» exigía que hubiera ocurrido algo concreto, que definiría un «después». En las primeras cuarenta y ocho horas, cuando no se sabía nada y todo era posible, Miriam tenía la sensación de haber sido arrojada a un río de aguas heladas y turbulentas, y sólo le funcionaba un instinto, el de sobrevivir a aquella tremenda conmoción. No comía, casi no dormía, y se metía en el cuerpo toda la cafeína de la que era capaz, porque sentía la necesidad de permanecer despierta, atenta. En esa primera fase suponía sólo una cosa, que la respuesta llegaría en algún momento. Sonaría el teléfono, llamarían a la puerta, y el misterio sería desvelado.

Unas expectativas que resultaron muy desproporcionadas.

El inspector Willoughby -aún no se tuteaban, era sólo el inspector, el policía, en aquellos días- opinaba que Miriam había sido valiente y nada egoísta al revelar, antes de que concluyera el domingo, dónde había estado esa tarde.

– El instinto natural nos impele a mentir -le dijo Chet-. Incluso acerca de los más nimios detalles. Le sorprendería saber lo frecuente que es que la gente mienta de forma natural y automática a la policía.

Eso fue el domingo, al día siguiente de la desaparición de las niñas. Durante las primeras veinticuatro, cuarenta y ocho horas, todo el mundo recurría a la experiencia para asegurar que había grandes probabilidades de que la cosa quedara en nada. Pero se equivocaron todos. Ninguna experiencia valía, como supo muy pronto Miriam. No tuvieron que esperar a dar a las niñas por desaparecidas. La policía se lo tomó en serio desde su primera llamada telefónica, enviaron agentes a su casa y al centro comercial, y estuvieron recorriéndolo, acompañados de Dave y Miriam, cuando la multitud ya había empezado a irse a casa. El acomodador del cine las recordaba, y también que tras haber comprado entradas para Huida a la montaña se habían colado en la sala donde ponían Chinatown. Cuando se lo oyó contar, Miriam se enorgulleció de Sunny. La buenaza de Sunny, la que siempre obedecía, había sido valiente y se había colado en el cine donde daban una película para menores acompañados, y encima una película buenísima. Miriam no tenía ni idea de que su hija mayor era capaz de algo así. Cuando volviese a verla no estaría enfadada con ella por haber sido desobediente, en absoluto. Tenía la intención de sentarse con ella para repasar juntas las películas para menores acompañados, por si quería ver alguna más. Coppola, Fellini, Herzog, porque ella y Sunny iban a convertirse en un par de cinéfilas de cines de arte y ensayo.

¿Qué más promesas hizo ese sábado por la tarde? Que encontraría el modo de tener cierta forma de espiritualidad. Nada que ver con el Quíntuple Camino de Dave, pero tal vez recuperaría el judaísmo, o puede que probara con la Iglesia Unitaria. Y dejaría de meterse con Dave y su Quíntuple Camino, no volvería a tomarle el pelo diciéndole que si había elegido esas prácticas era porque envidiaba los bienes materiales de las personas que se las habían dado a conocer. Aunque les estaba agradecida a los Turner, no babeaba ante ellos como Dave. La generosidad que habían demostrado hacia los Bethany estaba basada, por contradictorio que sonara, en el más puro egoísmo.

Más promesas. Sería una buena madre, les cocinaría mejor, en lugar de utilizar tan a menudo las comidas para llevar del chino del barrio o las pizzas de Marino's. Sería mucho más meticulosa en el lavado de la ropa de las niñas. Tal vez había llegado ya el momento de cambiar la decoración del cuarto de Sunny, una forma de celebrar el rito de paso hacia la edad adulta y el ingreso del año siguiente en el instituto. Y posiblemente incluso en el cuarto de Heather había llegado el momento de quitar aquella preciosa y complicada orla con motivos de naturaleza silvestre. De hecho, la orla la hizo Miriam comprando dos ejemplares de un libro, ¿Dónde se encuentra la vida silvestre? Les quitó la encuadernación, recortó sus páginas y las encoló en la pared, formando un friso que contaba la historia completa. Podía ir con las dos niñas al mercadillo de segunda mano de Westview Drive In, comprar muebles antiguos y pintarlos de colores muy luminosos y modernos. Las sábanas nuevas tenían que ser buenas de verdad, así que esperaría al «mes blanco» de los grandes almacenes y compraría unos nuevos juegos.

Todo eso pasaba por la mente de Miriam durante esa tarde, hasta que la visión del bolso de tela vaquera azul, que casi le pareció como una mancha en el asfalto del aparcamiento, la arrancó de aquellas ensoñaciones de decoradora. Fue un golpe brusco que la destrozó. Soltó un leve grito y cayó de rodillas en el aparcamiento. El policía, un agente joven, trató enseguida de calmarla.

– No lo toque, señora. Hemos de… Por favor, existe un procedimiento que debemos seguir.

Las niñas pierden cosas. Bolsos, llaves, cintas del pelo, libros del colé, chaquetas, jerseys, sombreros y mitones. Perder cosas forma parte de la naturaleza de los niños. El hecho de haber extraviado el bolso habría sido motivo suficiente para que Heather -la testaruda, materialista Heather- se hubiese negado a volver a casa sin él, se hubiera empeñado en recorrer de nuevo sus pasos de aquella tarde, una y otra y otra y otra vez. «¿Te has parado alguna vez a pensar, Heather -le había dicho hacía apenas unas semanas su madre-, por qué razón cuando encuentras una cosa que has perdido siempre está en el último sitio adonde la has ido a buscar?» A Heather le hizo muchísima gracia, cuando por fin lo entendió, aquella trampa verbal. Sunny, de mentalidad mucho más literal, se limitó a decir: «Pues claro.»