– ¿Sabemos al menos cuál es el caso que promete resolver?
– Ayer noche murmuraba no sé qué del caso Bethany.
– ¿Bethany Beach? Si ni siquiera está en este condado. Eso es en otro estado…
– Habla de las niñas Bethany, graciosillo. Un caso de personas desaparecidas, ocurrió hace muchos años.
– ¿Y dices que la tía está chiflada?
– Exacto.
– Y me mandas a verla para hacerme perder medio día… St. Agnes está tan lejos de aquí que es como ir más allá de la frontera del condado… ¿En serio quieres que vaya a hablar con ella?
– Exacto.
Infante dio media vuelta, irritado y furioso. De acuerdo, se merecía que le tocasen las pelotas un poco, pero Lenhardt no podía saber que lo que le había contado era un camelo, así que era injusto.
A su espalda oyó la voz del sargento:
– ¡Eh, Kevin!
– ¿Sí?
– ¿Has oído alguna vez eso de que un tío tiene la cara manchada de huevo? [1] Siempre había pensado que era una metáfora, pero esta mañana me has hecho pensar que se puede tomar al pie de la letra. ¿De verdad llevas toda la mañana hablando con gente por ahí, y nadie te ha dicho que tienes una mancha de huevo en la cara?
Infante alzó la mano prestamente, y enseguida localizó el trocito de yema delator pegado en la comisura de sus labios.
– Hemos hablado mientras desayunábamos -dijo-. Era un informador que podía saber algo del caso McGowan.
– ¿Te salen las mentiras así, automáticamente? -El tono del sargento no era antipático-. ¿O haces ejercicios para no perder la costumbre hasta que te cases otra vez?
Capítulo 3
El médico joven se tomó su tiempo para elegir el desayuno. Primero señaló una rosquilla, luego una galleta danesa, para finalmente regresar a la rosquilla. A su espalda, Kay Sullivan pudo percibir el placer anticipatorio del médico, y también la manera libre de culpa con la que tomaba su decisión. Al fin y al cabo apenas debía de tener veintiséis o veintisiete años, era flaco como un galgo, y disfrutaba de las descargas de adrenalina propias de su profesión de médico residente. Le faltaban muchos años antes de llegar al momento en que tendría que pensar muy bien qué se llevaba a la boca, suponiendo que ese día le llegase. Había gente que nunca tenía esa clase de preocupaciones, sobre todo entre los hombres, y éste era de los que disfrutaban con la comida. Esa rosquilla enharinada de azúcar iba a ser para él, sin duda, el momento más especial de la mañana, un premio merecido tras una noche larga de trabajo. El placer que experimentaba el médico era tan intenso que Kay tuvo la misma sensación que si hubiese elegido ella esa golosina, de modo que se sintió menos ascética cuando se conformó con el café solo y los dos paquetes de galletas de régimen.
Se llevó el café a una mesa del rincón y se dispuso a tomar una buena dosis de su libro de bolsillo de emergencia, que en esta ocasión sacó del bolso. Kay rellenaba con libros de bolsillo todos los huecos y rincones de su vida: el bolso, la oficina, el coche, la cocina, el baño. Cinco años atrás, cuando el dolor del divorcio era todavía reciente y agudo, los libros empezaron a ser una manera de olvidarse del hecho de que carecía de vida personal. Pero con el paso del tiempo terminó dándose cuenta de que prefería los libros a la compañía de otras personas. Leer no era para ella una derrota, sino un estado ideal del ser. Cuando estaba en casa tenía que hacer un gran esfuerzo para no usar los libros como modo de alejarse de sus hijos. Así que dejaba el libro a un lado y trataba de ver el programa de televisión que Grace y Seth hubieran elegido, sin dejar de lanzar miradas de nostalgia hacia el volumen que tan cerca tenía. En el trabajo, donde hubiese podido reunirse con multitud de colegas durante los ratos de descanso y las comidas, casi siempre se sentaba sola y leía. Los colegas decían a su espalda que era una persona antisocial, o eso era al menos lo que ellos opinaban. Pero para Kay, vivir siempre inmersa en sus libros no suponía perderse nada que valiera la pena.
Esa mañana, por ejemplo, se había enterado de algunos detalles de la historia de la persona que la gente del hospital llamaba la Mujer sin Nombre. Fue a los pocos minutos de llegar y mientras preparaba su mesa de trabajo. Había un consenso generalizado según el cual la mujer fingía, decía cosas absurdas por pura desesperación, aunque era cierto que se había hecho una pequeña herida en la cabeza, y que eso podía haber afectado en varios sentidos su memoria. Iban a someterla a un examen psiquiátrico, pero Kay había abandonado ese departamento hacía más de un año, así que el asunto no le afectaba directamente. Las heridas que presentaba la mujer eran recientes, parecía que se las había producido durante el accidente de coche, y tampoco había dicho que no tuviera un hogar, o un empleo, o que fuese víctima de abusos o violencia de género, que eran los asuntos en los que Kay estaba especializada. Desde luego, la mujer se había negado a explicar si tenía o no algún seguro médico, pero eso no era de momento más que un problema administrativo y económico. Si resultaba que no tenía seguro, y en una situación económica como la de ese momento había un cincuenta por ciento de probabilidades de que no tuviera, eventualmente le correspondería a Kay encontrar el modo de solucionar el pago de los servicios hospitalarios, y ver si se le podía hacer una factura a través de algún programa de ayuda estatal o federal.
Pero por ahora la Mujer sin Nombre no era un problema suyo, sino de otros, y Kay estaba la mar de tranquila metida en el mundo de Charlotte Bronté. Jane Eyre, el libro recomendado del mes en su club de lectores. Kay no sentía un gran interés por ese club, una organización vecinal a la que se asoció cuando su matrimonio estaba a punto de expirar, pero le proporcionaba una civilizada coartada social para su afición a leer a todas horas. «Es del club de lectura-podía responder, mostrando el libro de bolsillo que estuviera leyendo en aquel momento-, y voy atrasada, como siempre.» De hecho ese club de lectura dedicaba más tiempo a los chismorreos y a hablar de comida que al libro que leían todos los miembros cada mes, pero eso a Kay no le preocupaba en lo más mínimo. Raras veces tenía ganas de hablar de lo que leía con los demás. Hablar de los personajes de un libro que le había gustado le parecía como chismorrear acerca de las vidas de unos buenos amigos.
Un grupo de médicos charlatanes y muy jóvenes se sentó a una mesa de distancia. Kay era una experta cuando se trataba de desconectarse del ruido ambiental, pero la única mujer del grupo poseía una de esas voces agudas y estridentes que cortaban el aire como un cuchillo.
– ¡Un asesinato! -exclamó. Kay leyó: «Transcurrió una semana sin que llegaran noticias del señor Rochester; diez días y seguía sin regresar.» La voz estridente continuó-: ¡Como si eso fuese una noticia en Baltimore! ¿Cuántos hay, quinientos asesinatos al año?
«Menos de trescientos contando sólo la ciudad», le corrigió silenciosamente Kay. Y una tercera parte de esa cifra en el resto del condado. En el mundo de Jane Eyre, la joven institutriz luchaba contra los sentimientos que le inspiraba el amo, y que ella sabía que eran impropios. «Llamé inmediatamente al orden a mis sensaciones; y fue maravilloso ser capaz de superar mi grave error temporal, poder corregir el error que fue el suponer que las idas y venidas del señor Rochester eran un asunto en el que yo tenía derecho a interesarme como si en ello me fuera la vida.»
– Mis padres se llevaron un verdadero susto cuando supieron que iba a trabajar aquí. Ya que iba a venir a Baltimore, decían, ¿por qué no ir a Hopkins, al hospital universitario? Les mentí, dije que St. Agnes estaba en una zona residencial muy agradable.