Un comentario que provocó un coro de risillas suficientes. St. Agnes era un buen hospital con una notable dotación presupuestaria, y contaba con un elevado número de empleados que lo situaba en el tercer puesto de la ciudad de Baltimore, pero esa buena suerte no había resultado útil al barrio que lo rodeaba. La verdad era que toda la zona había empeorado bastante en los últimos años, y había pasado de ser una zona obrera tranquila y honrada a convertirse en un barrio problemático y marginal. Los núcleos más próximos, que habían tenido sus mejores momentos en épocas no tan remotas, estaban ahora comprobando dolorosamente que los problemas de la vida urbana no respetan las fronteras imaginarias de los mapas. Las drogas y la delincuencia habían salido disparadas del antiguo centro urbano camino de la periferia de la ciudad. Quienes contaban con medios para hacerlo, habían ido alejando cada vez más su lugar de residencia. Mientras, el centro experimentaba ahora un renacimiento gracias a la llegada de los yuppies, los solterones ricos y la gente mejor pagada de la vecina Washington, que habían decidido que querían vivir en un sitio con vistas al mar y buenos restaurantes. ¿Ya quién le importaba que los colegios de allí fueran una mierda? Kay estaba contenta de haberse agarrado a su casa de Hunting Ridge, por impráctico y ruinoso que hubiese parecido en su momento quedarse en la ciudad. Su valor se había multiplicado por más de tres, y eso le permitía tirar de créditos en los peores momentos. Y su ex corría con los gastos del colegio privado. Era un talento para los grandes negocios, pero no tenía ni la menor idea de lo que costaba el día a día de un niño, ni cuánto suponía al año el comprarle las zapatillas deportivas, la mantequilla de cacahuete con la que untaba el pan o los regalos de cumpleaños.
– Alguien decía que esa mujer tiene… ¿cuántos años… cuarenta? -Una frase pronunciada para subrayar que la cuarentena era equivalente a la ancianidad-. ¿Y anda diciendo que eso ocurrió hace treinta años? ¿Vamos, que mató a alguien cuando tenía solo diez y hasta ahora no se le había ocurrido mencionarlo?
– Me parece que no ha dicho que fuese ella quien mató a alguien -se interpuso la voz más lenta y grave de un hombre-. Sólo ha insinuado que sabe algo acerca de un crimen que quedó sin resolver. Un crimen famoso. O eso afirma ella.
– ¿Algo así como lo del hijo de Lindbergh?
Kay se quedó bastante perpleja al escuchar esa frase. ¿Trataba esa mujer de hacer una hipérbole, o en serio creía que el secuestro del hijo de Lindbergh había ocurrido hacía solamente treinta años? Los médicos jóvenes, por muy brillantes que fueran en su especialidad, podían resultar escandalosamente ignorantes respecto a todo lo demás, sobre todo si se habían concentrado exclusivamente en su objetivo profesional, como ocurría a menudo.
Luego, tan repentinamente como cuando te asalta una migraña, Kay comprendió lo insegura que se sentía la mujer que había cometido aquel desliz. Esa manera de expresarse era la tapadera con la que trataba de protegerse una persona que carecía de la distancia y la frialdad imprescindibles para el desarrollo de su profesión. Seguro que lo iba a pasar bastante mal ejerciéndola. Tal vez lo mejor fuera que eligiera una especialidad como la Pa tología, que trata con pacientes que ya han fallecido, y no por falta de sentimientos, sino por exceso. Emociones desbordadas, pobrecilla. Kay se sintió casi físicamente enferma, exhausta, dolorida como cuando tienes la gripe. Como si esa extraña joven doctora se hubiese sentado en su regazo pidiendo consuelo. Y ni siquiera Jane Eyre podía protegerla en ese momento. De modo que cogió su café y salió del bar.
Cuando era una mujer de veinte y hasta de treinta y pocos años, Kay creía que esos ataques repentinos de intuición se limitaban a comprender lo que de verdad querían o pensaban sus hijos. Los sentimientos de los críos se derramaban sobre ella, se mezclaban con los suyos. Kay experimentaba cada una de las alegrías, frustraciones y tristezas filiales. Pero cuando Grace y Seth fueron haciéndose mayores, Kay comprobó que también tendía puentes con los sentimientos de otras personas, al menos en ciertas ocasiones. Por lo general le ocurría con gente jovencísima, gente que aún no ha aprendido a esconder sus sentimientos. Pero, en ciertas situaciones, también captaba los de ciertas personas adultas. Esta forma de empatía, tan capaz de envolverla completamente, era un problema para una persona que trabajaba de asistente social, y había tenido que aprender a controlarse en situaciones profesionales. Pero en otras ocasiones, cuando estaba tan tranquila, le ocurría a veces que cierta persona no la pillaba en guardia, y se sentía invadida por el oleaje sentimental ajeno.
Regresó a su despacho a tiempo de interceptar a Schumeier, un médico del departamento de Psiquiatría, que estaba en ese momento dejándole una nota en la puerta. Puso cara de compungido al verse descubierto, y Kay se preguntó por qué razón se había arriesgado a encontrársela, cuando podía haberle dicho lo que fuera por medio de un correo electrónico. Schumeier era la prueba viviente de que la psiquiatría atraía con frecuencia a las personas que más necesitaban del tipo de tratamiento que ofrecían sus colegas. Evitaba casi siempre el contacto cara a cara y podría decirse que incluso evitaba el contacto voz a voz, por así decirlo. Los correos electrónicos eran un regalo del cielo para una persona como él.
– Hay una mujer, la trajeron ayer noche -comenzó a decir.
– ¿ La Mujer sin Nombre?
– Sí. -No le sorprendió que Kay hubiese oído hablar de esa mujer, al contrario. Probablemente se había acercado allí confiando en que no hiciera falta dar explicaciones, y que no fuese necesaria una conversación extensa-. Se niega a someterse al examen psiquiátrico. O sea, ha hablado un momento con el médico, pero en cuanto las preguntas comenzaban a tratar de cosas concretas ha dicho que no iba a hablar con nadie sin que estuviera presente un abogado. Pero se niega a tener un abogado de oficio, y dice que no conoce a ninguno.
Kay soltó un suspiro.
– ¿Tiene dinero?
– Dice que sí, pero no es fácil comprobarlo. Ni siquiera quiere decir su nombre. Ha dicho que no hará nada de nada si no es en presencia de un abogado.
– ¿Y quiere usted que yo…?
– ¿No tiene una… una amiga que es abogada? Esa que sale todos los días en los telediarios…
– ¿Gloria Bustamante? La conozco. No somos amigas, pero las dos formamos parte de la dirección de la Casa of Ruth. -«Y no soy lesbiana», habría añadido Kay, convencida de que el cerebro de Schumeier funcionaba de esa manera. Si Gloria Bustamante, la abogada de actitudes sexualmente ambiguas, era conocida de Kay Sullivan, la cual no había salido con ningún hombre desde que su matrimonio terminó, seguro que Kay también era lesbiana. A veces Kay pensaba que lo mejor sería encargar una chapa que dijera: NO ES QUE SEA GAY, SÓLO QUE ME GUSTA LEER.
– Sí, ella. ¿Le importaría telefonearla?
– Antes de hacerlo, digo yo, tendría que hablar con la Mu jer sin Nombre. No voy a hacer venir a Gloria Bustamante a no ser que sepamos que esa mujer estará dispuesta a hablar con ella. Teniendo en cuenta el tipo de tarifas que cobra Gloria, por un simple desplazamiento hasta aquí pedirá al menos seiscientos dólares.
Schumeier sonrió.
– A que siente curiosidad… A que quiere echarle una ojeada a la mujer misteriosa que ha llegado esta noche al hospital…
Kay bajó la cabeza y rebuscó en el bolso, tratando de encontrar un bombón de chocolate y menta de la última vez que se sintió derrochona y llevó a Grace y a Seth a un restaurante. Siempre le había fastidiado la manía de Schumeier de andar diciéndoles a los demás lo que sentían o lo que pensaban. Era otra de las razones por las que pidió que la enviaran a otro departamento. «Por muy psiquiatra que sea usted, eso no le convierte en alguien capaz de leer el pensamiento», tuvo ganas de decirle. Pero se limitó a murmurar: