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No era una mañana de mucho movimiento, de manera que se dedicó a repasar la contabilidad junto con Pepper, haciendo así que la joven comprendiera el negocio más en profundidad que ninguno de los anteriores empleados. Y le propuso además esa mañana que fuese ella la que representara a la tienda en la feria de artesanías de primavera. Pepper soltó un chillido, un chillido de los de verdad, tan encantada con la idea que incluso se mordió un nudillo.

– Pero usted me acompañará, ¿no? ¡Qué miedo me daría tener que elegir yo sola!

– Puedes hacerlo tú sólita, estoy seguro. Tienes muy buena vista, Pepper. Me basta para saberlo tu manera de disponer los artículos en el escaparate y la tienda, la atención que le prestas al aspecto de todo… En serio, incluso a veces, cuando me equivoco y compro algún churro, siempre acabas siendo capaz de venderlo.

– Las cosas que vendemos en esta tienda son auténticos sueños. Visiones de lo que le gustaría ser a la gente. Nadie necesita, en sentido estricto, ninguno de los artículos que vendemos. Ni siquiera la ropa. Por eso hay que agrupar las cosas de modo que juntas cuenten una historia. No sé, seguro que diciendo esto parece que esté completamente loca…

– Lo que dices tiene mucho sentido común. Mira, antes de contratarte, casi nunca me tomaba un día libre. Y ahora, en cambio, puedo permanecer fuera de la tienda hasta… ¡hasta veinte minutos seguidos!

Solían bromear hablando de la dependencia que Dave tenía respecto al trabajo, y Pepper reaccionó ante su comentario lanzando un grito de pura alegría, un grito estridente que sobresaltó al propio Dave. Ella no sabía, sin duda, qué día era, ni siquiera tenía idea de que Dave Bethany tuvo dos hijas o que les había ocurrido algo horrible. Es cierto que en la mesa de despacho de la trastienda había un pequeño marco de plata con una foto de las niñas, pero Pepper era muy discreta y no había preguntado nunca quiénes eran. Dave pensaba que no era por falta de curiosidad sino por discreción, porque no quería meterse a fondo en el pasado del dueño de la tienda, tal vez para evitar que él quisiera tomarse la misma clase de derechos. Dave deseó haber sido capaz de amarla, o de tener sentimientos paternales hacia ella, pero era imposible. Incluso en el supuesto de que Pepper no se hubiese mostrado tan reticente, él jamás se habría permitido tener sentimientos paternales en relación con ninguna joven. Durante los últimos catorce años, Dave habría tenido algunas amantes, se había acostado con varias mujeres. Pero jamás se le pasó ni por la imaginación la idea de volver a casarse, y tampoco le hacía gracia la idea de tener hijas con desconocidas. Pepper era, por tanto, una dependienta, y sólo eso.

Por supuesto hubo rumores de todas clases, gente que creía, sobre todo más adelante, que Pepper era bastante más que una dependienta. Especialmente hubo quienes lo pensaron al día siguiente, cuando los bomberos cortaron la rama del olmo del jardín trasero de Algonquin Lañe de la que Dave se había colgado, la misma rama donde había puesto el columpio de neumático que siguió allí hasta que la cuerda se pudrió. Encontraron una nota que dirigía las pesquisas hacia un montón de papeles que había en su mesa de despacho, la de aquella habitación de su casa en la que había canturreado versículos mientras realizaba las cremaciones de sus ritos a la salida y la puesta del sol. «Nadie necesita ninguno de los artículos que vendemos. Por eso hay que agrupar las cosas de modo que juntas cuenten una historia», había dicho Pepper. Dave confió en que su manera de agrupar ciertas cosas -su cadáver, sus papeles, su talonario de cheques, la casa dolorosamente pulcra- contaran una historia comprensible. La carta que dejó no era oficialmente un testamento, pero sus intenciones quedaban muy claras. Quería que Pepper tomara las riendas del negocio, y que todos sus demás bienes, incluyendo el dinero que sacaran por la venta de la casa, fuese ingresado en una cuenta a nombre de las hijas que todo el mundo creía que estaban muertas, para que más tarde, en 2009, todo ese dinero fuera traspasado a diversas organizaciones benéficas.

– Me siento horriblemente mal -dijo Willoughby hablando por una línea telefónica con mucho ruido de estática, una conferencia internacional, cuando al fin localizó a Miriam gracias a sus antiguos compañeros de trabajo en la agencia inmobiliaria-. Fue justamente el día en que…

– No te sientas culpable, Chet. Yo no tengo ningún sentimiento de culpa. Al menos por lo que a Dave respecta.

– Ya, pero… -La frase, inacabada, resultó muy cruel.

– Tampoco he dejado de recordar -dijo Miriam-. Sólo que recuerdo las cosas de otra manera. Es decir, que no me despierto cada mañana y lo primero que hago es atizarme en la cabeza con una sartén para después preguntarme por qué me duele la cabeza, y ésa es exactamente la solución que encontró Dave. El dolor sigue ahí, y seguirá siempre ahí. No hace ninguna falta avivarlo. Dave y yo elegimos formas diferentes de llorarlas, pero los dos las hemos llorado con la misma intensidad.

– Jamás he pensado que no fuera así, Miriam.

– Estoy estudiando un nuevo idioma, ¿sabes? Tengo cincuenta y dos años, y estoy aprendiendo un nuevo idioma.

– A lo mejor algún día yo hago también algo parecido -dijo él, pero a ella no le interesaba lo que el policía pudiese hacer o dejar de hacer. Willoughby lo notó. «Como mínimo -pensó-, a Dave sí le importaba lo que yo hiciera o pensara.»

– En español las cosas funcionan de otra manera. Donde nosotros diríamos «I need a fork», necesito un tenedor, ellos dicen «Me falta un tenedor». O bien dicen «se me cayó», «se me olvidó». En inglés no nos pasan cosas. En español se sabe que a veces hay cosas que nos ocurren.

– Miriam, deberías saber que jamás he tratado de analizar siquiera el modo en que Dave o tú tratabais de hacer frente a lo que os ocurrió.

– Y una mierda, Chet. Pero siempre te has guardado tu opinión, y te adoro por haber sido tan discreto.

El policía deseó que esas palabras, «y te adoro…», pronunciadas tan al desgaire, sin que su significado fuese profundo, no le hubiesen producido un impacto tan grande.

– No pierdas el contacto -dijo Willoughby-. Con la policía, quiero decir. Si se supiera algo…

– No lo perderé.

– No pierdas el contacto -repitió, suplicó él, sabiendo de sobra que ella acabaría perdiéndolo, tarde o temprano.

Unas semanas después, el día antes de retirarse oficialmente, revisó una vez más la caja que contenía todo el material del caso Bethany. Al devolverlo, no quedaba en él ninguna referencia a la filiación biológica de las niñas Bethany. Dave Bethany había insistido siempre en que ese aspecto de la historia era un callejón sin salida, una pista falsa, un poco a la manera de la casa de Algonquin Lañe, que estaba algo alejada de las partes más civilizadas de Leakin Park, el cual, fuera de esas zonas, era un pedazo de vida asilvestrada en medio de la ciudad. Al principio, poco después de la desaparición de las niñas, se acercaban a la casa en sus coches unos tipos innobles, curiosos, que conducían despacito por delante del edificio, y cuya intención, la pura fisgonería, quedaba delatada cuando daban media vuelta al llegar al final de la calle, que no conducía, en efecto, a ninguna parte. Hubo otros que fueron a la tienda y que compraban cosas baratitas, para enjugar así la culpa. Para Dave, aquellas presencias habían sido muy dolorosas, muy ofensivas. «Soy como la parada de los monstruos», se quejó más de una vez ante Chet. «Apunta la matrícula de los coches», le aconsejó el policía. «Y en la tienda, si pagan con tarjeta de crédito o talonario de cheques, anótate el nombre. Nunca se sabe a quién se le ocurre rondar cerca de ti ni por qué.» Y Dave, porque Dave era Dave, hizo exactamente eso. Se anotó el número de las matrículas, registró todas las llamadas que le hacían para luego no decir ni palabra, agitó su vida personal como si se tratara de una esfera de nieve, la dejó luego en la mesa, y esperó a ver si la escena se veía de otra manera. Sin embargo, por muchos intentos parecidos que llevó a cabo durante catorce años, cada elemento volvía a aparecer en su lugar de siempre: todos, menos Miriam.