– No es que tuviéramos normas específicas sobre maquillaje. Pero yo le decía que las niñas tan pequeñas con los labios pintados estaban ridículas, y que lo dejaba a su criterio. La crema de labios, en cambio, no me parece raro. Es plausible, como mínimo.
– Todo lo que dice esa mujer -suspiró Nancy- suena siempre plausible. Como mínimo todo su relato de lo que pasó ese día. Sólo cuando habla del secuestro y el… -Le tembló la voz.
– El asesinato de Sunny -la ayudó Miriam-. Hasta ahora ha tratado usted de no hablarme de esa parte de los hechos.
– Es tan horripilante… -dijo Nancy-. Como una escena de película de miedo. Mire, todos los detalles de su relato de ese día, todo suena a verdad: lo que tomaron para desayunar, el autobús número quince que cogieron para ir al centro comercial… pero, de nuevo, todas ésas son cosas que salieron en la prensa, como lo del acomodador del cine, que recordó haberlas echado de la sala donde proyectaban Chinatown. Pero cuando empieza con lo de que fueron secuestradas por un policía, que el hombre se las llevó a una casa de campo abandonada, y que decidió retenerla a ella tras haber asesinado a Sunny en su presencia… En cuanto llega a esta parte de la historia comienzan a fallar los detalles, y nada suena demasiado auténtico.
– ¿Quiere decir lo del policía? -dijo Miriam-. ¿Es eso de que el hombre fuese un policía lo que les parece increíble?
Miriam tuvo que admitir que ninguno de los inspectores reaccionó de manera excesivamente precipitada ni alterada ante su observación. Ninguno de ellos juró ante Dios que nada les resultaba más sencillo que suponer que uno de los suyos era un asesino y un depredador sexual. El primero en hablar fue Infante, el poli guapo que había ido al aeropuerto a recogerla.
– En muchos sentidos, lo de que fuese policía posee mucha lógica. Esto es lo que le permite engañar a las niñas y llevárselas, el poder mostrarles la placa, primero a una, luego a la otra, añadir que la otra hermana ha tenido problemas, pero que ya está con él. Cualquier niña iría a donde un policía le dijera.
– Pues a lo mejor no lo harían tan fácilmente en 1975 las hijas de Dave Bethany. Dave solía decir de los polis que eran unos cerdos, al menos hasta que nos encontramos con que le debíamos mucho a la policía, al menos hasta que Chet se convirtió en un amigo en el que confiábamos. -Miriam lanzó este piropo a Chet y lo hizo completamente aposta, tal vez para compensar el corte que le había pegado antes-. Pero entiendo lo que dice.
– El problema está en ese agente en particular. No encaja su perfil -prosiguió Infante-. Estaba especializado en atracos, era un buen tipo, les caía bien a sus compañeros. Ninguno de nosotros le trató personalmente, pero los que trabajaron con él se quedaron pasmados ante la idea de que pudiera haber estado metido en este asunto. Además, ya no se entera de nada, así que es un objetivo perfectamente bien elegido.
– Dunham -dijo Miriam-. Dijo que se llamaba Dunham. ¿Stan Dunham?
– Sí, su hijo se llamaba Tony. ¿Le dicen algo estos nombres?
– Dunham me suena remotamente. Conocíamos a alguien que se llamaba Dunham.
– Nunca me comentaste nada de ningún Dunham -intervino Chet, a la defensiva.
Miriam apoyó la mano en su brazo, tratando de consolarle, pero también con la intención de hacerle callar a fin de poder seguir recordando.
«Dunham. Dunham. Dunham nos está jodiendo…»
Miriam tuvo una visión de sí misma en la cocina de Algonquin Lañe, sentada a la mesa. No era una antigüedad propiamente dicha, sino una mesa vieja y desvencijada, un mueble que les dio BopBop cuando se fue de Baltimore, la había tenido la abuela en su apartamento. No fue un regalo, les obligó a quedársela, otro cachivache en una casa repleta de cachivaches. Hubo días en los que tenía la sensación de no poder atravesar uno de los cuartos sin tropezar con una mesa, un taburete o cualquier otro de los numerosos objetos que Dave iba acumulando. Dave pintó la mesa con laca amarilla como la de los taxis, y luego autorizó a las niñas a que pegaran calcomanías de flores, que al cabo de un tiempo comenzaron a saltar a trocitos, dejando restos de cola que acababa saltando y llevándose consigo peladuras de pintura. El verde del talonario de cheques producía un contraste horrible con el amarillo taxi. O quizá se lo parecía a ella cuando llegaba fin de mes y tenía que extender todos esos montones de cheques para pagar las facturas, y veía cómo se iban hundiendo cada vez más en el pozo, y tenía que jugar al juego de decidir a cuál de los acreedores trataba de engañar ese mes, aplazando el pago, cuál aguantaría sin quejarse demasiado en esa ocasión. Discutían a menudo sobre sus diversos gastos, pero nunca se ponían de acuerdo en cuáles eran los prescindibles. «La mantequilla para los rituales es baratísima», decía Dave cada vez que a Miriam se le ocurría insinuar que todo aquello del Quíntuple Camino era un gasto que la familia no podía permitirse. Y él empezaba con lo de que Miriam podía llevar a Sunny al instituto. «No puedo y lo sabes. Ahora trabajo fuera de casa, y esta familia necesita los ingresos que saco trabajando ahí. No pretenderás que renunciemos a ese dinero para hacerle de chófer a Sunny.»
«Podrías llevarla por la mañana… Pero ¿quién la recogería por la tarde…? Ese tipo nos está jodiendo, ese cabrón ha invertido la ruta por las tardes… Hemos de encontrar el modo de gastar menos.»
Ese año estaban discutiendo acerca de lo mismo cada mes, y cada mes Miriam había vencido, y había acabado firmando el cheque con el que pagaban la cuenta de Autocares Mercer, una empresa de Glen Rock, Pennsylvania. Ni siquiera tenía idea de dónde podía estar eso de Glen Rock. Y cuando los cheques regresaban, endosados por…
– … Stan Dunham… ya me acuerdo. Era el propietario de la empresa privada de transporte escolar. Autocares Mercer, la empresa de transportes que usaba Sunny para ir y volver del instituto cada día.
– La empresa se llamaba Mercer -exclamó, casi chilló, Nancy-. Era una sociedad limitada, hubo un cambio de propiedad y pensé que el propietario era un tal Mercer. En realidad, por lo que dice, Dunham no llegó a vender la empresa a ningún Mercer. Hubo algún cambio de nombre en las escrituras, pero de hecho el dueño seguía siendo Dunham. ¡Cómo se me pudo escapar una cosa así!
– Recuerdo que investigamos al chófer -dijo Chet-. Fue uno de los primeros con los que hablé. Pero tenía coartada, una coartada magnífica el día en que las niñas desaparecieron. Y Stan no era el chófer. -«Nunca me hablaste de Stan, Miriam.»
Miriam comprendió que Chet se sintiera tan frustrado, porque ella compartía ese sentimiento. Cuando investigaron la desaparición de las niñas, no hubo nadie que fuese considerado intocable, no dieron por supuesta la inocencia de nadie. Habían dado la vuelta a sus vidas como si fuesen un calcetín, habían buscado nombres, vínculos. Parientes, vecinos, maestros, lo revisaron todo, incluso investigaron a algunos sin decirles que eran objeto de la investigación. Comprobaron el historial de todos los empleados del centro comercial, miraron si alguno tenía antecedentes de delitos sexuales, aunque fuesen sólo faltas leves. Y los que tenían alguna mancha en su pasado fueron interrogados, como si el hecho de haber tenido tratos con una prostituta condujera necesariamente a secuestrar a un par de niñas. Investigaron a los compañeros de trabajo de Miriam, a los proveedores de Dave. Incluso localizaron al hombre que conducía esa tarde el autobús municipal de la línea 15, el hombre que para Miriam siempre fue quien condujo a sus hijas hasta la muerte, como si fuese Caronte al timón de la barca que cruzaba con los muertos la laguna Estigia. Las sospechas eran infinitas, pero el tiempo y las energías resultaron ser finitas. Dave padeció desde entonces el miedo, el pánico, a no haber hecho absolutamente todo lo que estaba en sus manos, y esa ansiedad hizo que su vida le resultara insoportable, siempre pensaba que todavía había alguna cosa que se podía hacer y no habían hecho, una comprobación, una investigación.