Выбрать главу

Y, finalmente, Dave había tenido razón. «Dunham nos está jodiendo -habían dicho a coro-. El cabrón de Dunham está jodiéndonos otra vez.» El hombre se había mostrado correcto, pero firme, y muy pronto comprendieron que a él no podían ponerle en la ruleta con la que decidían mes tras mes si pagaban o dejaban de pagar una factura. Temían que, si le ofendían, podía decidir que no iba a llevar a Sunny en su autocar. Pero Dunham sólo fue una firma, estampada en tinta negra, endosando un cheque que cada mes les era devuelto por un banco de Pennsylvania.

Capítulo 38

Mientras Lenhardt todavía le daba vueltas a cuál era la propina adecuada a la hora de pagar el brunch, Infante ya estaba telefoneando al juez de guardia para pedirle que les diera una orden de registro para la habitación de Stan Dunham en Sykesville. Fueron a ver al juez al restaurante Cross Keys, donde el magistrado estaba tomando su almuerzo dominical, y antes de una hora Infante y Willoughby se dirigían ya a la residencia. Kevin habría preferido que el poli retirado no le acompañase, pero no supo negarse. Cuando, hacía muchos años, habían llevado a cabo la investigación, se habían saltado un detalle. No era culpa de nadie. Eliminado el chófer, ¿a quién se le iba a ocurrir pensar en un oscuro tipo sin rostro que se limitaba a cobrar cheques desde Pennsylvania? Y sin embargo, Infante notó que Willoughby se fustigaba por no haberlo tenido en cuenta.

– ¿Sabes cómo localizamos la conexión con Penelope Jackson? -preguntó Infante.

Willoughby miraba por la ventanilla, estaban pasando cerca de un campo de golf vecino a la autopista.

– Supongo que con alguna comprobación hecha a través del ordenador.

– Sí, fue Nancy. El primer día yo mismo estuve haciendo las comprobaciones típicas, mirando en todas las bases de datos que se suelen mirar. Pero no se me ocurrió comprobar en la puta prensa, por si acaso esa Penelope Jackson había salido en alguna noticia y, en cambio, no había sido objeto de pesquisas policiales. De no haber sido porque a Nancy se le ocurrió hacer comprobaciones en los diarios, jamás habríamos establecido la conexión entre Tony y Stan Dunham. E incluso luego, sabiendo lo que sabíamos, se nos olvidó fijarnos en la fecha. El abogado de Dunham me dijo que hacía unos cuantos años que había vendido esa propiedad, pero no me empeñé en pedirle que me dijera la fecha. Di por supuesto que hablaba de cuando Dunham le vendió la casa a Mercer S.L., pero él hablaba de la venta de Mercer al constructor.

– Te lo agradezco, Kevin -dijo Willoughby con una voz quebradiza, como si Kevin le hubiese ofrecido una aspirina o algo perfectamente innecesario-. Pero tú te estás refiriendo a que pasaste por alto un dato en las primeras veinticuatro horas de tu investigación de un accidente en el que se produjo la huida de uno de los conductores implicados, y de una mujer sospechosa. Yo estuve trabajando en el caso Bethany durante catorce años, y si la información sobre Dunham resulta finalmente correcta, supondrá que en todo ese tiempo fui incapaz de hacer un solo descubrimiento significativo acerca de la desaparición de las niñas. Piénsalo así. Tantísimo trabajo. Tantísimo tiempo, y nunca logré averiguar nada de nada. Patético.

– Cuando Nancy comenzó a trabajar en el análisis de los casos sin resolver, me dijo que comprobó que el nombre del culpable siempre está en los archivos; de una u otra forma, siempre estaba allí. Pero Stan Dunham no estaba en el archivo. Llamaste a la empresa de autocares, te dieron el nombre del chófer que hacía esa ruta, y llegaste a comprobar que no había sido él. Además, aún no sabemos nada, sólo que existe algún tipo de vínculo entre Stan Dunham y la familia Bethany.

– Un vínculo que una niña no podía conocer, porque ninguna niña de once años se entera nunca de quién endosa un cheque. -La mirada de Willoughby volvió a desviarse hacia el paisaje por el que circulaban, pese a que no había ningún elemento especial-. No estoy seguro de si esto me hace confiar más en la mujer misteriosa, o menos… Podría ser alguien a quien Stan Dunham le hubiese contado algo, por la razón que fuera. O, más probable incluso, que se lo hubiese contado Tony Dunham. Un pariente de ellos, una amiga. Nancy me dijo que esa mujer insistió mucho en que comprobaseis los registros del colegio, que estaba segura de que ibais a encontrar a una tal Ruth Leibig registrada como alumna de la escuela católica de York.

– Sólo que eso no demostraría que ella es Ruth Leibig, sino solamente que hubo una tal Ruth Leibig que fue alumna de ese colegio. Dicen que no se puede demostrar un dato negativo, pero la verdad es que está resultando diabólicamente difícil determinar quién es esa mujer. ¿Y si lleva toda la vida adoptando identidades ajenas, primero una y luego otra y otra? Ruth Leibig ha muerto. Esta mujer es la Reina de los Muertos, el cielo la confunda.

Salieron de la autopista y tomaron la carretera que se internaba hacia el norte. Las urbanizaciones de chalets unifamiliares habían ido creciendo cada vez más al norte en los años transcurridos desde que Infante llegó a Baltimore, pero en la zona de Sykesville quedaban rastros de vida campestre. La residencia de ancianos era un edificio peculiar, de estilo muy moderno, más impresionante a primera vista que la residencia donde vivía Willoughby. ¿Cómo podía permitirse un policía viejo, aunque tuviera una pensión vitalicia, esa clase de lujos? Infante recordó que tras la venta de su propiedad en Pennsylvania, Dunham había conseguido una renta vitalicia, y eso ocurrió siendo el ex policía relativamente joven, según su abogado. El tipo era muy capaz de planificar las cosas. La pregunta era si había planificado sus crímenes tan detalladamente como planificó el respaldo financiero que iba a necesitar durante sus últimos años de vida.

Cuando se encaminaron al edificio que hacía las funciones de clínica terminal, Willoughby se estremeció levemente. Allí era donde estaba ahora Stan Dunham. Infante se sorprendió de la reacción de Chet, pero luego recordó que la mujer de Willoughby había fallecido en un lugar como aquél, con menos de sesenta años había dado el breve paso que conducía de una residencia para gente mayor a una unidad de cuidados intensivos. Para no salir viva de allí.

– El señor Dunham está prácticamente sin habla -dijo la enfermera joven y guapa que les acompañó a verle.

Se llamaba Terrie. Enfermeras… ¿Por qué no salía más a menudo con enfermeras? Encajaban muy bien con la vida de los policías. Era una pena que cada vez más a menudo las enfermeras hubiesen abandonado la tradición de los uniformes blancos, muy ajustados en la cintura y con esa especie de cofia con alas en la cabeza. Ésta llevaba pantalones verde- menta, blusa floreada y unos espantosos zuecos verdes, y aun así estaba buenísima.

– Emite algunos sonidos -añadió Terrie-, a veces nos indica de esa manera cómo se siente, pero apenas si puede comunicar sus necesidades más elementales. Está en la fase terminal.

– ¿Por eso le trasladaron a este sitio, al hospicio? -preguntó Willoughby, mostrando cierta dificultad para pronunciar la última palabra.

– Los trasladamos solamente cuando el diagnóstico les da menos de seis meses de vida. Hace tres meses, al señor Dunham le diagnosticaron un cáncer en fase cuatro, pobrecillo. Ha tenido muy mala suerte.

«Eso, pobrecillo», pensó Kevin.

– Tenía un hijo, ¿venía a visitarle? -preguntó.

– No sabíamos que su hijo viviera. El único contacto que tenemos es con su abogado. Tal vez no se llevaban bien. Ocurre a veces.

«Tal vez el hijo no quería saber nada del padre. Tal vez el hijo sabía qué cosas pasaban en su casa, hacía ya muchos años, tal vez se lo contó a Penelope, su novia, y ésta se lo contó a alguien, a alguien que casualmente conducía el coche de la tal Penelope.»