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– Está prohibido -dijo, mirando a Infante con gesto preocupado-. No nos permiten tocar a los pacientes así. Pero es el hombre más encantador de la tierra, mi preferido de todos los que tengo a mi cuidado. No se puede imaginar.

– No -dijo Kevin-. No puedo imaginármelo.

«No, tú podrías imaginar lo que te habría hecho él cuando eras una adolescente.»

Chet había seguido revolviendo el contenido de la caja, mirando papeles, hasta que en ese momento estudió de nuevo, a través de sus gafas de concha, el certificado de matrimonio.

– Aquí hay algo que falla, Kevin. No es fácil decirlo de manera terminante, pero si nos basamos en esto, es altamente improbable que Ruth Leibig sea Heather Bethany.

Capítulo 39

El comedor de Kay estaba separado de la sala por unas puertas acristaladas, y a lo largo de los años había llegado a comprender que sus hijos creían ser invisibles cuando les separaban de ella esos cristales. Cosa que Kay aprovechaba a veces, se sentaba en su butaca preferida y de vez en cuando alzaba la vista para contemplar a Grace o a Seth actuando sin ninguna timidez, algo que resultaba cada vez más difícil a medida que pasaban los años. La adolescencia era como una costra, como un tejido generado por una cicatriz, que poco a poco iba ocultando el alma, que a esa edad era muy frágil para permitir que batiesen contra ella los elementos. A Kay le hacía gracia ver a Grace mordisqueando la punta de sus cabellos mientras resolvía uno de aquellos complicados problemas de matemáticas. También ella, de pequeña, había tenido esa costumbre. Seth, con once años cumplidos, todavía hablaba solo, y se narraba su propia vida usando un monólogo lento y pausado que a Kay le recordaba el modo de hablar de los locutores de los torneos de golf. «Merienda, ésta es mi merienda», decía por ejemplo su hijo mientras disponía en filas y dibujos bien ordenados las galletas. «Son galletas Oreo, de las de verdad, si no lo son se nota enseguida. Y esto es la leche, marca Giant, semidescremada, la leche es leche. ¡¡¡Eso eees!!!» Cuando decía lo de la leche a Kay le parecía estar viendo regresar un boomerang, el eco de su actitud en los primeros momentos después del divorcio, cuando decidió ahorrar y no volver a comprar cosas de marca, y decidió que sólo metería en el carrito artículos de marca blanca. Incluso llegó al extremo de obligar a sus hijos a hacer pruebas de cata a ciegas, a fin de demostrarles que eran incapaces de notar la diferencia entre las distintas marcas de patatas fritas o de galletas.

Resultó que sí, que podían notar las diferencias, de manera que al final trató de llegar a una solución de compromiso. Marcas reconocidas para las galletas, las patatas fritas y los refrescos, y marca blanca para la leche, la pasta, el pan y la comida en lata.

A veces sus hijos la sorprendían cuando ella los miraba a través de los cristales, pero no parecía importarles apenas. Tal vez les gustara, porque en momentos así Kay no les tomaba el pelo ni se reía de ellos. Se encogía de hombros, sintiéndose culpable, y volvía a su libro como si fuese ella la que había sido pillada in fraganti.

Quien se encontraba ese día al otro lado de los cristales era Heather, y frunció el entrecejo cuando captó la mirada de Kay desde el otro lado, pese a que Heather estaba sencillamente leyendo el diario dominical mientras Kay pensaba lo bonita que estaba bajo aquella luz tan tenue. Leía el diario, que sostenía al extremo de los brazos estirados del todo, como si tuviera vista cansada, y Kay se fijó en que no había ninguna arruga en su frente y que la piel de la mandíbula inferior se mantenía tensa y suave. Lo único que traicionaba su concentración era la línea vertical que había entre sus dos cejas.

– ¿Cuándo dejaron de poner la tira del Príncipe Valiente? -preguntó cuando Kay entró en el comedor con una cafetera llena, moviéndose como si no tuviera intención alguna de molestarla. Pero antes de que Kay tuviese tiempo de responder, y en realidad no habría sabido qué contestar, Heather sacó sus propias conclusiones-: No era el Beacon, claro. El diario que publicaba la tira del Príncipe Valiente era el Star. Entre semana nos traían el Beacon, pero los domingos teníamos los dos. Mi papá era un loco de las noticias.

– Hace años que no oía mencionar el Beacon. En los años ochenta se fusionó con el Light, más o menos cuando cerró el Star. Pero esta ciudad es especial, y la gente todavía habla del Beacon como si aún existiera. Ahora mismo, oyéndote hablar, lo hacías como una auténtica vecina de Baltimore.

– Y es que lo soy -dijo Heather-. O lo fui durante años. Ahora ya soy de otro sitio, supongo.

– ¿Naciste aquí?

– ¿No me digas que no has encontrado ese dato buscando a través de Google? ¿Lo preguntas por ti, o en nombre de ellos?

– No es justo, Heather -dijo Kay sonrojándose-. No he tomado partido en ningún momento. Permanezco neutral.

– Mi padre solía decir que la neutralidad no existe, que incluso cuando alguien trata de ser neutral, ya está tomando partido.

La actitud era desafiante, pensó Kay. Era como si estuviese acusándola de alguna cosa, pero no supo de qué.

– No le dije a nadie que ayer nos paramos en el antiguo centro comercial.

– ¿Y por qué habrías tenido que hacerlo?

– No tenía por qué, pero… Ya te imaginas que podrían haberse mostrado interesados. Quiero decir que si hubieran sabido…

Sonó el teléfono y Kay dio las gracias porque estaba tartamudeando, muy confundida, aunque no habría sabido decir por qué razón era ella la que estaba sintiéndose abochornada. Desde algún lugar del piso superior sonó la voz de Grace, que siempre se emocionaba una barbaridad cuando alguien llamaba por teléfono.

– ¡Ya lo cojo yo!

Y al poco rato se oyó otra vez su voz, en un tono decepcionado, neutro, el tono de quien ha visto aplastadas todas sus expectativas.

– Es alguien que dice llamarse Nancy Porten Quiere hablar con Heather.

Heather se dirigió a la cocina y cerró la puerta batiente a su espalda, sin disimular. Pero Kay pudo oír sus respuestas, secas, breves. «¿Qué?» «¿Y por qué tantas prisas?» «¿No podemos dejarlo para mañana?»

– Quieren que vuelva allí -dijo Heather empujando la puerta tan fuerte que se quedó abierta-. ¿Te importaría llevarme? Dicen que dentro de media hora he de estar allí.

– ¿Han de hacerte más preguntas?

– No estoy segura. Es difícil creer que podría haber más preguntas después de todo lo que tuve que aguantar ayer. Pero dicen que ha llegado mi madre y quieren que nos veamos ahora. Una reunión muy bonita, ¿no? Nada menos que en una sala de interrogatorios de la policía, en un sitio donde van a poder grabar y escuchar cada una de nuestras palabras. Seguro que se han pasado toda la mañana haciéndole preguntas a ella, contándole que en su opinión yo soy una mentirosa, rogándole que les ayude a demostrar que no soy quien digo ser.

– Tu madre te reconocerá -dijo Kay, pero Heather pareció ignorar el tono tranquilizador en que lo dijo, la promesa implícita de su neutralidad. En realidad, Kay no era neutral, la creía a ella. A Kay se le pasó por la cabeza la idea de que Heather era más creíble cuando no trataba de demostrar hasta qué punto era de fiar. Cuando hablaba de los diarios del domingo y de las cosas que solía decir su padre, Heather era Heather sin necesidad de esforzarse por parecerlo.