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– Mira, voy a mi cuarto, me cepillo el pelo y los dientes, y nos vamos, ¿te parece? Nos encontramos otra vez aquí en un momento.

Avanzó por el sendero de losas que cruzaba el patio de atrás y conducía al garaje, que se encontraba al fondo del terreno, junto al camino. Había sido una estupidez decir lo de Google. ¿Y si alguien se metía en el ordenador de Kay y seguía la pista de los movimientos de su invitada? Cualquier informático experimentado podía abrirse paso hasta la página web de su empresa y leer el correo electrónico que había enviado a su jefe. Se preguntó si Kay estaba observándola, si valía la pena subir a lo que era su habitación esos días. ¿Para qué, si no necesitaba nada de allí? El mismo día en que la detuvieron, la policía se quedó con sus llaves. Se sintió aliviada pensando que aquel llavero no iba a traicionarla. Una turquesa sin tallar montada sobre una pieza de plata. Un objeto encontrado en una tienda de regalos, carente de significado. Por motivos obvios, jamás había personalizado ninguna de sus pertenencias, nunca había bordado las iniciales en su ropa, a pesar de que en su adolescencia le enseñaron a hacerlo en los delantales del colegio y en las servilletas, cuando era la «novia» de Tony Dunham. «Claro que sí, tía, no hay nada en el mundo que desee más que comenzar a preparar mi jodido ajuar.» Lo de «jodido» le mereció una sonora bofetada, aunque nunca se la ganó por joder, precisamente. Menuda familia. Menudo embrollo de familia se ocultaba detrás de aquellas cortinas a cuadros y aquellas macetas rebosantes de petunias en los alféizares.

Deseó tener algo de dinero o una tarjeta de crédito. Ojalá no hubiera extraviado el billetero, aunque ahora estaba convencida de que en realidad se lo había robado Penelope: era una de esas personas que andaba siempre tramando cosas, un ser incapaz de mostrar ni la menor gratitud. Y esa primera noche, ella no estaba apenas confusa ni desorientada como le dio a entender al policía. Habría podido perfectamente convencer a ese primer agente de que en realidad no había cometido ninguna infracción, por mucho que no llevara permiso de circulación y el coche estuviera registrado a otro nombre. Aunque, por lo que sabía de Penelope, era perfectamente posible que la matrícula hubiera caducado, o que tuviera una lista enorme de multas de aparcamiento sin pagar, bien guardadas en el ordenador de algún municipio de algún estado.

Miró hacia atrás. Kay seguía en la cocina, tomando sorbos de café junto al fregadero. Mierda. Tendría que subir. ¿Y luego?

No fue sencillo abrir la ventana del baño con un solo brazo, aquella madera vieja estaba hinchada y combada y ofrecía mucha resistencia, pero todavía le costó más trabajo colarse por la estrecha abertura y después saltar un piso hasta el suelo. Pero lo consiguió. La adrenalina era fantástica. Se sacudió la tierra de los pantalones, unos pantalones de Grace que, por fortuna, eran de su talla -a pesar de que si una cosa le dolió fue llevarse los pantalones favoritos de una adolescente, y encima dejarles las rodillas sucias- y trató de orientarse. La calle comercial más próxima era Edmonson, y quedaba a su derecha. Llevaba directamente a la carretera de circunvalación, pero una vez allí no iba a poder hacer autostop. Mejor probar en la Ruta 40, que, sin embargo, iba de este a oeste, mientras que ella necesitaba dirigirse al sur. En fin, se las arreglaría. Llevaba muchos años arreglándoselas.

Comenzó a caminar a buen paso, frotándose los brazos. Cuando el sol se pusiera del todo haría frío, pero tal vez tuviera suerte y a esa hora estuviese ya en casa. Bastaría llegar al aeropuerto y una vez allí dirigirse a la estación de ferrocarril. Se preguntó si las líneas de cercanías funcionaban los domingos, como las de Amtrak. Si conseguía llegar a New Carrollton sin que la pillaran, problema resuelto. Estaba segura de que, incluso en un tren de cercanías, era perfectamente capaz de enrollarse con el revisor y conseguir que le permitiera ir sin billetes unas cuantas estaciones, convencerle de que había perdido el billete, o incluso decirle que la habían asaltado y robado todo lo que llevaba encima, aunque esta última posibilidad tenía un riesgo, y es que iban a exigirle que fuese a presentar denuncia a una comisaría. «Si hubiese cogido el tren el pasado martes, que era lo que había tenido intención de hacer originalmente…» Se le ocurrió una idea mejor, decirle al revisor que se había peleado con… con su novio, y que él la echó del coche de un empujón, eso es, y que se había quedado en mitad de ninguna parte, y que sólo quería volver a su casa. Era una buena historia, convincente. Recordó la historia de una mujer de Richmond. La habían desahuciado y consiguió hacer todo el recorrido hasta Washington sin billete, explicándole a todo el mundo que no cejaría hasta conseguir que la dejasen hablar con el presidente. Sí, a nadie la echaban de un tren en marcha, así que tenía que llegar a la estación de la línea Unión, y con eso ya estaría. Podía telefonear a alguno de sus compañeros de trabajo, o incluso a su jefe directamente, o tal vez saltarse el torniquete de entrada en el metro, cualquier cosa con tal de estar de nuevo en casa. Pensando así refrenó el impulso de ponerse a correr hacia la calle comercial, que estaría llena de coches avanzando velozmente en ambas direcciones. Era como ir hacia un mundo en el que reinara el movimiento, la confusión, un mundo en el que podría de nuevo desaparecer y recobrar la tranquilidad. Tenía que meterse lo antes posible en ese mundo y una vez allí romper el muro que lo separaba de ese otro mundo imaginario en el que había vivido durante los últimos cinco días.

Sin embargo, cuando estaba llegando ya al final del camino surgió de la nada un coche patrulla y le cortó el paso. Y salió del coche aquella mujer policía, aquella inspectora rolliza y presumida que la había interrogado.

– He intentado localizarla por teléfono -dijo Nancy Porter-. No estábamos seguros de que trataría de huir, pero queríamos averiguar qué reacción tendría usted cuando le dijéramos que iba a tener un encuentro cara a cara con Miriam. Infante está al otro extremo de la calle. Y en la fachada de la casa hay un agente uniformado.

– Había salido a dar un paseo -dijo ella-. ¿Estoy infringiendo alguna ley?

– Esta tarde Infante ha visitado a Stan Dunham y ha averiguado unas cuantas cosas interesantes.

– Stan Dunham no está en condiciones de contarle nada a nadie.

– Vaya, es curioso que conozca usted ese dato, porque ayer logró no mencionar que lo conocía, cuando hablaba conmigo, y yo procuré no decírselo, quería que usted temiera que él pudiese contradecirla. En realidad, me dijo usted que hacía muchos años que no había tenido ningún contacto con él.

– Y así es.

La inspectora abrió la puerta trasera del coche. Era un coche patrulla con todas las de la ley, incluyendo una mampara de plástico que separaba los dos compartimentos.

– No quiero esposarla. Por cómo tiene el brazo, y porque no ha sido acusada de nada… todavía. Pero ésta va a ser, Ruth, la última ocasión que vamos a darle de que nos diga qué ocurrió realmente con las niñas Bethany. Suponiendo que lo sepa.

– Hace muchísimos años que no soy Ruth -dijo ella, entrando en el coche-. De todos los nombres que he usado, Ruth es el que más he odiado. Ruth es el que más he odiado.

– Y bien, hoy tendrá que decirnos cuál es su verdadero nombre, o tendrá que pasar la noche en comisaría. Le hemos dado cinco días de margen, pero ahora ya no le queda ni un día más. Va a decirnos quién es usted, y va a decirnos todo lo que sabe de la familia Dunham y de las niñas Bethany.

De haberle pedido alguien que le pusiera un nombre a lo que sentía en ese momento, habría dicho tal vez que se sentía aliviada. Aliviada de saber que aquello iba a terminar de una vez por todas. Pero también habría podido decir otra cosa. Que lo que sentía era pánico. Un pánico ilimitado.

Capítulo 40