Выбрать главу

La mujer alzó la vista y Miriam captó su mirada. No pretendía mirarla a los ojos, pero se dio cuenta de que no podía apartar su mirada. Se puso lentamente en pie, cerró el camino del trío, y no le importó que Infante y Nancy se mostraran tensos. Nadie le había dicho que actuara así. Sus instrucciones eran que debía quedarse sentada, mirando. Lo había prometido. Los policías debieron de temer que le diera una bofetada a la mujer, o un empujón, que la insultara, que escupiera una sarta de improperios dirigidos contra la última impostora, la última charlatana que trataba de divertirse metiéndose en la vida de Miriam.

– Mir… Señora -tartamudeó Infante, tratando de ocultar el nombre-. Estamos conduciendo a una persona detenida. No lleva esposas porque tiene esa herida en el brazo. Haga el favor de cedernos el paso.

Miriam le ignoró, cogió la mano izquierda de la mujer misteriosa entre las suyas, la apretujó levísimamente, como diciendo «No te haré ningún daño», y procedió a subirle la manga del jersey de punto, procurando no forzar el brazo vendado. Siguió arremangando el jersey y llegó hasta el brazo, y una vez allí miró hasta encontrar la marca que buscaba, la cicatriz ancha aunque leve que se había hecho cuando saltó la costra con un golpe de matamoscas. La mosca se salvó, pero al saltar la costra brotó un poco de pus mezclado con sangre, y la herida tardó varias semanas en curarse porque ella estuvo rascándosela a menudo, por mucho que le dijeran que no se la tocara, que si no la dejaba en paz acabaría quedándole una cicatriz bastante grande y permanente. Y allí estaba, era una marca fantasmal, tan imperceptible que nadie más la habría notado. De hecho, tal vez no había ninguna marca, tal vez sólo Miriam la veía. Miriam encontró la marca.

– Pero, Sunny -dijo Miriam-, ¿se puede saber qué es lo que pasa?

Capítulo 41

«Las ruedas del autobús giran y giran, giran y giran, giran y giran.»

Querían saber en qué pensaba, qué era lo que daba vueltas en su cabeza, y era eso, exactamente eso, la canción infantil que de repente recordó la tarde en que iba en el autobús de la línea 15, con Heather sentada al otro lado del pasillo y tarareando como solía, fastidiosamente contenta, alegremente fastidiosa. Heather no era todavía más que una cría, una niña pequeña. Sunny había dejado de serlo. Sunny estaba a punto de ser mujer. Ese autobús, el de la línea 15, llevaba a otras personas al centro comercial para ir de compras o hacer recados normales y corrientes. A ella no, a ella la llevaba a reunirse con quien iba a ser su marido.

Los autobuses eran especialmente mágicos. Fue otro autobús el que la llevó a ocupar su lugar en la vida, el que la condujo al momento en el que todo iba a cambiar. Huía de casa de la misma manera que su madre lo había hecho. Su madre de verdad, la madre de pelo rubio y ojos azules como los de ella. Su madre de verdad sí hubiera entendido lo que estaba haciendo, a ella hubiese podido contarle todas las cosas que ahora tenía que guardar bien encerradas en su corazón, aquellos secretos tan explosivos que no había llegado a escribir en ningún sitio, ni siquiera en su diario. Sunny Bethany tenía quince años y estaba enamorada de Tony Dunham, y todas las canciones que oía y todos los sonidos que oía, parecían latir haciéndose eco de esa circunstancia, incluso el ruido de las ruedas del autobús.

«Las ruedas del autobús giran y giran, giran y giran, giran y giran.»

Todo había empezado en otro autobús, el autobús de la escuela, cuando cambiaron el sentido de la ruta de regreso por culpa de la insistencia de los padres de los otros colegiales, y una vez que cambiaron la ruta le tocó a ella hacer el tramo final del recorrido completamente sola.

– ¿Te importa si pongo la radio? -le preguntó un día el chófer. Era el sustituto del chófer de siempre, y era joven y guapo, muy distinto del señor Madison, que solía encargarse de esa ruta-. Pero sólo la pondré si me guardas el secreto. No nos permiten poner la radio. Mi padre, que es el dueño de la empresa, es muy estricto.

– Puedes ponerla -dijo ella, avergonzada porque su voz le sonó algo chillona-. No diré nada.

Y más tarde, no al día siguiente, ni después de dos días, sino al

cuarto día, en noviembre, cuando comenzaba a hacer más fresco, el mismo chico le dijo:

– ¿Por qué no te acercas? Siéntate aquí delante y háblame, así me harás compañía. Sentado aquí delante me siento horriblemente solo.

– Pues, claro -dijo ella cogiendo los libros y apretándolos contra el pecho, y sintiéndose muy tonta cuando el autobús pilló un bache y se dio un golpe con la cadera contra uno de los asientos.

Pero Tony no se rio de ella, no le tomó el pelo.

– Disculpa -dijo-. Intentaré evitar toda clase de sobresaltos de aquí en adelante, princesa.

Y en otra ocasión, tal vez fuese la quinta, o la sexta… los encuentros eran ya tan frecuentes que se le entremezclaban los unos con los otros, y eso que apenas le veía un par de veces al mes, como mucho, él le dijo:

– ¿Te gusta esta canción? Se llama Chica solitaria. Cuando la escucho me acuerdo de ti.

– ¿Enserio?

Sunny no estaba convencida de que le gustara esa canción, pero se fijó mucho en la letra, sobre todo el último verso, que hablaba del «chico solitario». «¿Significa eso que…?» Pero Sunny mantuvo la vista clavada en el cuaderno de tapas azules. Algunas de sus compañeras escribían el nombre de los chicos de los que se enamoraban en la tapa, pero ella no se había atrevido nunca a hacerlo. Al cabo de unas semanas escribió, muy pequeñitas, las iniciales «TD» en la esquina de abajo a la derecha.

– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Heather, la fisgona de Heather, siempre espiando.

– TienDa, es la tienda de papá -contestó Sunny. Al cabo de unos días transformó las letras y les dio relieve gracias a los trucos que había aprendido en clase de geometría.

Tony comenzó a hablarle de sí mismo cada vez más, mientras sonaba la música. Había intentado alistarse en el ejército e ir a Vietnam, pero no le admitieron, lo cual fue un alivio muy grande para su madre, pero a él le produjo una enorme decepción. Sunny no tenía ni idea de que pudiese haber personas que desearan ir a la guerra. Tony tenía algún defecto en el corazón, dijo algo de un prolapso en la válvula mitral. A Sunny le pareció imposible que tuviera algún problema en el corazón. Su pelo era ligero y se lo peinaba a menudo con un cepillo pequeño que llevaba en uno de los bolsillos de los vaqueros, y le colgaba una cadena de oro del cuello. Fumaba Pall Malí, pero no encendía ningún pitillo hasta que se apeaban del autobús todos los demás colegiales.

– No me delates -dijo Tony, guiñándole el ojo a través del retrovisor-. Eres muy guapa. ¿No te lo habían dicho nunca? Tendrías que peinarte como Susan Dey. Pero no te hace falta, como lo llevas ya estás monísima.

«Las ruedas del autobús giran y giran.»

– Me encantaría que pudiéramos pasar un rato juntos. Un rato de verdad, no sólo cuando estamos en el autobús. ¿No te encantaría? ¿No sería maravilloso estar solos en algún sitio?

Sunny pensaba que sí lo sería, pero no tenía ni idea de cómo organizar las cosas para poder hacerlo. No hacía ninguna falta preguntarles a sus padres. Por mucho que fueran abiertos y tolerantes, por mucho que creyeran serlo, seguro que no iban a dejarla salir con un chico de veintitrés años, el chófer del autobús de la escuela. No sabía muy bien qué era lo que más les iba a disgustar, que tuviera veintitrés años o que fuera conductor de autobús, o que hubiera querido alistarse e ir a Vietnam.