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Hasta que un día Tony le dijo que quería casarse con ella, que si un sábado se reunía con él en el centro comercial, irían en coche a Elkton, y allí se casarían en una capilla a la que solían ir a casarse las parejas de Nueva York, allí no te hacían esperar ni te hacían análisis de sangre. Ella le contestó que no, que no creía que estuviese hablando en serio.

– Te hablo en serio, completamente en serio. Eres muy bonita, Sunny. No creo que exista en el mundo nadie que no quisiera casarse contigo.

Y ella se acordó de su madre, de la de verdad, la que se había escapado de casa a los diecisiete años para casarse con el chico del que estaba enamorada, el chico que era el verdadero padre de Sunny, y pensó que la gente ahora se hacía mayor mucho antes. Sus padres lo decían a menudo. «Hay que ver los niños de hoy en día, se hacen mayores mucho antes.»

En su siguiente encuentro, la semana del 23 de marzo, Sunny le dijo que sí, que se reuniría con él donde dijera. Y ahora, apenas seis días más tarde, iba en un autobús que no era el que conducía él, pero iba a reunirse con Tony. Aquella noche iba a ser su luna de miel. Tembló un poco al pensarlo. Apenas habían llegado a tener la oportunidad de darse un beso, y breve, pero toda ella se había estremecido por dentro.

El padre de Tony conocía perfectamente los horarios del trayecto de su hijo, le interrogaba si llegaba con retraso, olisqueaba el interior del autobús para averiguar si había fumado. Era curioso, pero el hecho de ser hijo del dueño de la empresa de autobuses no le confería ningún privilegio, al contrario. El único motivo por el cual Tony, con veintitrés años, vivían aún con su familia, era según él que, si no lo hacía, a su madre le daría un ataque.

– Pero cuando ya nos hayamos casado -dijo Tony- no viviremos con ellos. Ni siquiera mi madre creería que iba a ser así. Alquilaremos un apartamento en la ciudad, o quizá nos iremos al norte y viviremos en York.

– ¿Como Peppermint Patty?

– Igual que Peppermint Patty, la de los Peanuts.

«La ruedas del autobús giran y giran.»

Y entonces apareció Heather, dispuesta a estropearlo todo, empeñándose en seguir a Sunny no sólo al centro comercial sino hasta la sala donde echaban Chinatown. Justo donde tenía su cita con Tony. Así lo había llamado él, su «cita». Cuando las echaron del cine, Sunny se largó corriendo sin saber adónde ir. ¿Cómo encontrar a Tony? Se dirigió a la tienda de discos. Al fin y al cabo, la música les había unido, era su vínculo. Seguro que Tony acabaría encontrándola, pero estaba furiosa y desconcertada, tenía la sensación de que toda la culpa de que el plan hubiera fracasado era suya y sólo suya. Y luego Heather les vio a los dos, localizó a Sunny cogida de la mano de un hombre, justo delante de Who Records. Heather empezó a armar un auténtico jaleo, comenzó a decir que ese hombre era el mismo que había tratado de hablar con ella cuando se encontraba delante de la tienda donde vendían órganos. Insistió en que ese hombre era malo. Dijo que iba a contarlo todo. Y se empeñó en ir con ellos dos. Así que Sunny le dijo a Tony que, si la dejaba sola, Heather iría con el cuento a sus padres y les estropearía todos sus planes. Entonces le prometieron caramelos y dinero a Heather, le dijeron que la dejarían volver a casa después de que ellos ya se hubiesen casado, que podía hacer de madrina y llevarle a su hermana el ramo de flores, que sería testigo de la ceremonia. Lo de llevar el ramo de flores parecía estar a punto de convencerla. Pero una vez en el aparcamiento Heather cambió de opinión, dijo que no quería ir, y Tony la agarró de mala manera y a empujones la metió en el coche. En medio de la refriega a Heather se le cayó el bolso, pero Tony se negó a regresar para ir a buscarlo. Y desde ese momento Heather estuvo gimoteando y llorando por el bolso.

– He perdido el bolso. Y llevaba dentro la crema de labios. Y el cepillo del pelo, que era un souvenir de Rehoboth Beach. He perdido el bolso… -gimoteaba todo el rato.

Encima, cuando llegaron a Elkton no hubo boda. El juzgado estaba cerrado y no podían obtener la licencia de matrimonio. Tony fingió sorprenderse, aunque de hecho ya había reservado una habitación en un motel de Aberdeen, cerca de allí. «¿Cómo es que llamaste para reservar una habitación y no llamaste para asegurarte de que el juzgado estaba abierto?» Sunny notó fuertes náuseas, fue muy desagradable y no se parecía en nada a los temblores que sentía cuando se daba besos con Tony. Una vez que se encontraron los tres en la habitación, viendo a Tony frustrado por no poder estar a solas con Sunny y a Heather gimoteando por el bolso, Sunny se sintió atrapada, confundida. No sabía si estaba furiosa o aliviada por el hecho de que Heather le hubiese estropeado la luna de miel. Una luna de miel que comenzaba a parecerle una idea la mar de estúpida. Porque Sunny soñaba con ir al instituto primero, luego a la universidad, y finalmente, con la mochila a la espalda, como su padre, ir por ahí a correr mundo. Se ofreció a ser ella quien fuera al otro lado de la calle a comprar cena para los tres. Decidió que lo mejor sería no explicar que pensaba pagarla con el dinero que había sacado de la caja de Heather.

Había un restaurante cochambroso que se llamaba New Ideal, uno de esos sitios anticuados que tanto le gustaban a su padre, no tenían nada precocinado. Las hamburguesas tardaban bastante más en estar listas, pero también estaban mucho más buenas. Su padre sólo comía hamburguesas en esa clase de antros. «Los locos de la salud también tenemos derecho a relajarnos de vez en cuando», decía. Por la mañana les había preparado tortitas de chocolate, y ella no se había terminado la suya. Ojalá lo hubiera hecho. Ojalá pudiera retroceder a esa mañana, pero no era posible. Pero le quedaba una sola salida, volver a casa. Volver a su habitación. Le diría a Tony que las dejara en casa, y allí contaría alguna mentira, y conseguiría que Heather no la traicionase, le compraría el favor pagando a su hermana con el dinero que le había robado.

Pagó las hamburguesas con queso, y en la vida se le habría ocurrido pensar que, mientras ella esperaba la comida en el New Ideal Diner, la vida de Heather pudiera haber terminado.

Cuando Sunny regresó a la habitación, Heather yacía tendida en el suelo, muy quieta.

– Un accidente -dijo Tony-. Estaba dando saltos encima de la cama, le he dicho que se estuviera quieta y dejara de armar tanto jaleo, la he cogido del brazo y al soltarse se ha caído.

– Llamemos a un médico, llevémosla al hospital, a lo mejor no está muerta del todo.

Pero eran palabras inútiles pronunciadas ante el cadáver de Heather, que estaba indudablemente muerta, con la nuca tan aplastada como una calabaza al día siguiente de Halloween, con la sangre empapando una toalla que había debajo de su cabeza rubia. ¿Por qué le había colocado Tony esa toalla debajo de la cabeza? ¿Cómo puedes darte un golpe tan descomunal al caerte de la cama? Pero ésas eran preguntas que durante muchos años Sunny no se atrevió a formularse ni siquiera interiormente.

– No vale la pena -dijo Tony-. Ha muerto. Llamemos a mi padre. El nos dirá qué podemos hacer.

Stan Dunham resultó ser mucho más amable que el tirano del que había hablado su hijo durante los meses de confidencias en el autobús. No chilló, no gritó, no les dijo, como acostumbraba a decirle su madre, «¿Se puede saber en qué estabas pensando, Sunny? ¿Por qué no utilizas a veces la cabeza?»

Sunny comprendió que, por muy estricto que pudiera ser a veces, aquel hombre no era una persona que pudiese atemorizar a nadie, a nadie. Si estabas metida en un buen lío, era la clase de persona con la que tendrías ganas de hablar.

– Veo las cosas así-dijo Stan Dunham, sentado en la cama de matrimonio del motel, con las manos apoyadas en las rodillas-. Hemos perdido una vida, y no vamos a poder recuperarla. Si llamamos a las autoridades, detendrán a mi hijo, le acusarán de homicidio. Nadie va a creerse que ha sido un accidente. Y Sunny tendrá que vivir el resto de sus días junto a sus padres, y ellos la acusarán de ser la responsable de la muerte de su hermana.