– Pero sí me pareció claramente capaz de matar a alguien. Su mirada era muy malvada. Desde el primer momento supe que era capaz de obligarme a hacer lo que ella quisiera.
Hablaron también del inspector Willoughby, que seguía enviando correos electrónicos en los que, mediante toda clase de complicados rodeos, insinuaba que cualquier día bajaría a México para jugar al golf, y preguntaba si había algún buen campo cerca de San Miguel de Allende. Miriam dijo que no tenía la menor intención de animarle a viajar hasta allí. Y Sunny replicó que debería hacerlo, al fin y al cabo, tampoco pasaba nada por tenerle de vecino una temporada.
Al final -no fue al día siguiente, ni tampoco al otro, sino al cabo de unos cuantos días, cuando estaban sentadas en el jardín de Las Mañanitas, viendo pasear a los pavos reales blancos-, Sunny le preguntó a Miriam si le parecía verdad una afirmación que le había oído a Kay, hacía ya un montón de tiempo. Eso de que las tragedias servían para revelar los puntos fuertes y los puntos débiles de las personas, de las familias. Las «fisuras», ésa era la palabra que empleó Kay.
– Lo que me estás preguntando en realidad -dijo Miriam- es si fue por tu culpa que tu padre y yo terminamos separándonos, me parece. Mira, Sunny, las separaciones no son jamás por culpa de los hijos. En cualquier caso, vuestra desaparición sólo acabó retrasando la fecha en que me fui. Hacía años que lo estaba pasando muy mal.
– Pero me refiero justamente a eso -dijo Sunny-. Volviendo la vista atrás, durante todos los años de lejanía, siempre me decía a mí misma que la nuestra era una familia feliz, que yo había sido muy tonta cuando anhelaba otra clase de familia. ¿Te acuerdas del día en que encontramos entre las raíces de los árboles aquel montón de platitos de una vajilla de muñecas? ¿Recuerdas la vez que papá compró dos ejemplares del libro ¿Dónde se encuentra la vida silvestre?, les arrancó las tapas y utilizó las ilustraciones para decorar la habitación de Heather con la historia de Max y su viaje? La casa de Algonquin Lañe estaba llena de magia, siempre lo creí, y sin embargo para ti era una cárcel. O yo me equivocaba, o te equivocabas tú.
– No es necesariamente así -replicó Miriam-. Por cierto, quien puso las ilustraciones del libro, una por una, en la habitación de Heather fui yo. Pero si en lugar de decírtelo me lo callase, ¿cambiaría tus recuerdos? ¿Significaría que tu padre no os quería tanto como tú pensabas? En absoluto.
Al final de la jornada, cuando ya se había hecho oscuro, tan oscuro que ya no se veían los rostros y no quedaba nadie más en todo el jardín, y tenían la sensación de estar completamente solas en aquel lugar, por fin se decidieron a hablar de Stan Dunham.
– Si tú o Heather hubieseis hecho alguna cosa mala, vuestro padre habría actuado del mismo modo -dijo Miriam.
– Yo pensaba… -empezó a decir Sunny. Pero su madre no tenía intención de dejarla hablar en ese momento.
– Eso es lo que suelen hacer los padres, Sunny, tratan siempre de rectificar los errores cometidos por sus hijos, tratan siempre de protegerles. Para que, aunque los padres se sientan muy desgraciados, los hijos puedan seguir siendo felices. Ningún padre puede ser feliz si su hijo se siente desdichado.
Sunny le dio vueltas mentalmente a esa frase. Y no iba a quedarle más remedio que aceptar la palabra de su madre. Si sabía algo acerca de sí misma es que no se sentía preparada para ser madre. No le gustaban nada los niños. Casi todos la fastidiaban, como si le hubiesen robado su vida. Pensaba así, por mucho que supiera que eso carecía de lógica. Era ella quien se había dedicado a robar vidas ajenas, la que se había apropiado de los nombres y de la historia de unas pobres niñas que jamás habían llegado a vivir más allá del jardín de infancia.
– De todos modos, siempre he pensando que vuestro padre jamás le hubiera causado a nadie tantísimo daño como el que Stan Dunham nos infligió a nosotros -dijo Miriam-. Dices que fue amable contigo, y me alegro de que fuera así, se lo agradezco. Pero no le puedo perdonar que nos hiciera lo que nos hizo, ni siquiera ahora que ya está muerto.
– En cambio me has perdonado a mí.
Ése era exactamente el golpe que no podía dejar de toquetearse Sunny, de la misma manera que de pequeña fue incapaz de dejar de andar tocándose la costra de la vacuna, y por eso, porque no la había dejado en paz, estaba tan tierna y fue por lo tanto tan vulnerable al golpe que le dio Heather con el matamoscas.
– Tenías sólo quince años, Sunny. No hay nada que perdonar. No eres responsable de nada. Y tu padre, si todavía viviese, tampoco te echaría a ti ninguna culpa. No, Sunny, no eres culpable de nada.
– Heather sí me echaría la culpa.
Sunny se quedó pasmada cuando vio que esa frase provocaba una carcajada por parte de su madre.
– Mira, puede que sí. Heather se agarraba a sus resentimientos con la misma fuerza que a una moneda de un centavo. Pero me parece que ni siquiera Heather podría negar que tú no le deseaste nunca ningún daño.
Se oyó el chillido casi humano y estremecedor de un pavo real. Sunny pensó en la mera posibilidad de que Heather pudiese expresar su opinión. Por mucho que su madre creyese que Heather pensaría así, Sunny supo que jamás en la vida estaría segura de que su hermana habría bendecido su comportamiento.
Pero todas estas conversaciones no llegarían hasta mucho después, conforme los viajes, el tiempo y la oscuridad permitieron que llegaran a tener momentos de mucha intimidad.
En ese momento se encontraban aún en la tienda de San Miguel, todavía se sentían extrañas, como dos personas que no se conocieran demasiado bien. Y justo entonces, por encima de la figura bajita de la clienta, Miriam hizo un gesto de burla, puso los ojos en blanco y sacó la lengua sin que la mujer se diera cuenta. «La misma cara que pongo yo -pensó Sunny-, cada vez que alguien se carga el sistema porque ha descargado lo que no debía, y tengo que ponerme a arreglarlo porque no tienen ni idea y tocan lo que no tendrían que tocar.»
– Sí, salió a su padre -contestó Miriam a la observación de aquella cliente antipática-. Es la primera vez que viene a México, y vamos a pasar las Navidades en Cuernavaca, en el hotel Las Mañanitas.
– No iría a Cuernavaca aunque me pagaran -dijo la señora-. Las Mañanitas, unos precios exagerados, la verdad.
Y dicho esto se apartó del mostrador ayudándose de un empujoncito, lo mismo que quien se aparta de una mesa tras haber comido de forma tan excesivamente copiosa que no ha acabado de gustarle, y con su paso bamboleante se largó de la tienda sin tomarse siquiera la molestia de decir gracias ni adiós.
– Y pensar -dijo Miriam mientras rodeaba el mostrador para acercarse a Sunny y abrazarla- que he estado a punto. ¡A punto de invitar a esa mujer tan encantadora a venir con nosotras a Cuernavaca!
»¿Qué tal te ha ido el viaje, Sunny? ¿Estás muy cansada? ¿Prefieres ir a mi "casita" y echar la siesta, o prefieres que vayamos primero a comer?
»¿A qué hora te has tenido que levantar esta mañana? Menudo viaje, seguro que se te ha hecho interminable…
«Sólo he tardado treinta años», estuvo a punto de decir Sunny. Treinta años, y una mancha de aceite en la carretera.
Pero decidió decir algo más sencillo, algo que sabía que su madre iba a comprender a la primera, expresar una necesidad que una madre, que cualquier madre, entendería enseguida. Al igual que Max, el personaje del libro que iba en busca de los lugares donde se encontraba la vida salvaje, que acabó cansado de aquella expedición, que navegó de vuelta a su casa y se quitó el disfraz de lobo. Eso quería Sunny, estar de una vez en un lugar en donde alguien la quisiera de verdad, a pesar de que ella estaba aún convencida de haber perdido todo derecho a esa clase de amor sin condiciones.
– Tengo hambre -dijo-. En los aviones ya no te dan ni siquiera comida, al menos en clase turista. En realidad, no me había subido a un avión desde que fui a Ottawa contigo, y entonces era una cría.