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De repente se vio a sí misma y a Heather, las dos con los vestiditos iguales, el de Sunny manchado de los M &M que habían ido repartiéndose durante el vuelo, y el de Heather, en cambio, impecable y sin arrugas, como si fuesen sendas copias femeninas de los personajes de aquel antiguo cómic de Goofus y Gallant. Qué diablos, Sunny tuvo que admitir interiormente que Heather supo que Tony era un mal bicho, y lo supo desde la primera vez que le vio. Apenas era una cría de once años, a punto de cumplir los doce, y ya era muchísimo más espabilada que ella, que ya tenía quince.

– ¿Vamos a comer por ahí? -dijo finalmente Sunny.

Se cogieron del brazo y salieron a la calle, animadísima y llena de gente, bañada de luz, y Javier les dijo algo, a voz en grito porque en ese momento pasaba por allí un autobús muy ruidoso. Sunny no entendió nada de nada, pero interpretando los complicados ademanes con los que acompañó sus palabras, dedujo que lo que les decía era que daba gusto verlas, que qué par de mujeres tan guapas, madre e hija, juntas al fin. Entrelazó los dedos, para expresar así lo muy unidas que estaban. Y Sunny se acordó de un juego de los carnavales en el que tenías que ir con cuidado de no apretar demasiado unas pajitas para evitar que te quedasen los dedos atrapados.

Miró a Javier a los ojos, y esta vez ya no sintió temor alguno por la deformidad del rostro de aquel hombre, porque ahora ya sabía dónde estaba su defecto, aquel agujero, aquella falta de algo, porque ahora ya sabía también cómo podía enfrentarse al mundo, que era lo que le faltaba a ella. Todos podían mirarla ahora a los ojos, nadie iba a tener que desviar la mirada para no ver cierta ausencia.

– Gracias -le dijo a Javier en español, y supo que ésa era la más importante de todas las palabras, la que mejor suena a los oídos de cualquiera, la que tanto había necesitado escuchar ella, aunque no fuese de verdad, aunque no se la mereciera. Fingiendo que era Heather, Sunny había conseguido devolverla a la vida, la Heather de siempre, testarudamente segura de sí misma, y jamás en la vida lamentaría haber actuado así. Había sido muchas personas diferentes a lo largo de su vida, y tal vez aún tendría que ser unas cuantas más, pero de todas ellas su preferida era y sería siempre Heather Bethany-. Gracias, Javier.

Nota de la Autora

El día de la inauguración de la temporada de béisbol del año 2005, fui con un grupo de amigos a ver el partido de los Nationals de Washington. Éramos todos gente de unos cuarenta y tantos años y habíamos crecido en la zona de Baltimore y Washington. Al pasar delante del centro comercial de Wheaton Plaza, la conversación, muy animada hasta entonces, se interrumpió bruscamente, y nos quedamos todos mirándonos los unos a los otros.

– Os acordáis… -empezó a decir uno de nosotros.

Todos nos acordábamos. Éramos adolescentes cuando dos hermanas, Sheila y Katherine Lyon, desaparecieron en las proximidades del centro comercial de Wheaton Plaza el 25 de marzo de 1975. El misterio de su desaparición no se ha resuelto jamás. Dejaron atrás a sus padres y a dos hermanos varones, una familia que no tiene nada que ver con la familia Bethany. ¿Por qué elegí una fecha situada apenas cuatro días más tarde para crear esta historia, completamente ficticia, sobre dos hermanas desaparecidas?

No fue ésa mi intención inicial. Aunque pretendía situar el arranque de este relato en un fin de semana de Pascua, me pareció que me iba bien cualquier año de mediados de los setenta. Sin embargo, tras haber leído periódicos de esa época, resultó que el año 1975 era el que mejor encajaba con la historia que pretendía narrar. Sería una negligencia por mi parte no insistir en que esta novela no tiene absolutamente nada que ver con la tragedia de la familia Lyon. Pero sería una bobada que no reconociera la similaridad de las fechas.

No debería hacer falta subrayar que la editorial con la que publica un escritor siempre tiene un papel clave en su trabajo, pero en este caso debo decir que mi editora, Carrie Feron, al igual que su ayudante, Tessa Woodward, superaron con creces las exigencias propias de su oficio en lo que a este libro se refiere, y lo hicieron contando con todo el apoyo de la gente de Morrow y de Avon, en especial el de Lisa Gallagher, Lynn Grady, Liate Stehlik y Sharyn Rosenblum. Y les debo un agradecimiento especial a todos los hombres y todas las mujeres que trabajan en el centro de distribución de Harper Collins de Scranton, Pennsylvania, por el esfuerzo y el empeño demostrados por todos ellos.

Me brindaron sus consejos técnicos y su apoyo moral Vicky Bijur, David Simón, Jan Burke, Theo Lippman Jr., Madeline Lippman, Susan Seegar, Alison Gaylin, Donald Worden, Joan Jacobson, Linda Perlstein, Marcie Lovell, Bill Toohey, Duane Swierczynski, Sarah Weinman, Joe Wallace, James R. Winter, así como todos los colaboradores del Memory Project, que compartieron generosamente conmigo sus recuerdos del año 1975. Debo también dar las gracias a la Biblioteca Enoch Pratt por lo muy accesibles que son sus archivos hemerográficos en forma de microfichas, y también a Kristine Zornig, de la Maryland Room. Y voy a permitirme decirles algo a los que suelen rebuscar datos y comprobar su exactitud. No se olviden de que era frecuente que se redistribuyeran las películas en esa época, sobre todo las que ganaban algún Osear, y que, en efecto, Chinatown se proyectó en una sala del centro comercial de Security Square en 1975, y que Sonrisas y lágrimas podía verse en un cine del centro de la ciudad cuando cayó el temporal de nieve de 1966. Para los lectores que viven en los estados del sur, un ruego: no tengo más que aprecio por la ciudad de Brunswick, Georgia. Se trata, nada menos, del lugar donde nació mi padre. Las palabras nada amables con las que Kevin Infante habla de ese sitio no son más que la expresión del mal humor que tenía ese día un inspector del norte del país. Yo soy una entusiasta de esa zona, y de hecho la visito cada primavera.

Dedico este libro a dos mujeres que me han proporcionado su apoyo y su amistad desde mis primeros tiempos como novelista. Como era de esperar Fellows es profesora, y Norris, bibliotecaria. Pero son, sobre todo y en primer lugar, grandes lectoras. Destaco sus nombres para, de esta manera, dedicar este libro a todas las personas a las que les gusta leer.

Laura Lippman

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