La rebelión de Occidente (me siento orgulloso de decirlo), se inició en Hispania, en mi propia ciudad natal, Tarraco. El valeroso y diligente Flavio Rómulo, hijo de un pastor y que bien pudo haber sido analfabeto, reclutó un ejército de hombres tan desharrapados como él, derrocó el gobierno provincial y se autoproclamó emperador. Esto fue en el año 2193. Tenía veinticinco o treinta años de edad.
Nicéforo, el emperador occidental, optó por considerar el alzamiento hispánico como un insignificante tumulto local y es dudoso que llegaran las más mínimas noticias de él hasta el basileo León XI en Constantinopla. Pero muy poco después, la provincia cercana de Lusitania juró lealtad al rebelde. Y también la isla de Britania, y luego la Galia.Y así, uno a uno, todos los territorios occidentales retiraron su fidelidad al irresponsable gobierno de Roma hasta que, finalmente, Flavio Rómulo marchó hasta la capital, ocupó el Palacio Imperial y envió tropas al sur para arrestar a Nicéforo y conducirlo al exilio en AEgyptus. El Imperio Oriental también cayó, en el año 2198. León XI hizo su famoso y triste peregrinaje desde Constantinopla hasta Rávena para firmar un tratado por el que reconocía a Flavio Rómulo no sólo como el emperador occidental, sino también como monarca de los territorios orientales.
Flavio gobernó otros treinta años. No contento con haber reunificado el Imperio, se distinguió por una segunda y asombrosa hazaña: un viaje alrededor de África que lo llevó hasta las orillas de la India y, posiblemente, incluso a las tierras desconocidas de más allá. Fue el primero de los emperadores marítimos, y dejó un noble ejemplo para Trajano VII, un viajero incluso más extraordinario, dos generaciones después.
Los romanos hemos realizado viajes por tierra hasta el Lejano Oriente, Persia e incluso la India desde tiempos tan remotos como los del primer Augusto. Y en la época del Imperio Oriental, los bizantinos navegaban frecuentemente a la costa occidental de África para mantener relaciones comerciales con los reinos negros de aquel continente, lo que estimuló a algunos de los más audaces emperadores de Occidente a enviar sus propias expediciones a rodear toda África en dirección a Arabia y, desde allí, de vez en cuando, hasta la India. Pero ésas habían sido aventuras esporádicas. Flavio Rómulo quiso establecer relaciones permanentes con los territorios asiáticos. En su gran periplo, se llevó a miles de romanos hacia la India por la ruta africana y los dejó allí para que fundaran colonias mercantiles. A partir de entonces, estuvimos en contacto comercial permanente con los pueblos de piel oscura de aquellas tierras remotas. No sólo eso. Él o uno de sus capitanes (eso no está claro), rebasaron la India y navegaron hasta los reinos incluso más lejanos de Catay y Cipango, donde habita el pueblo de piel amarilla. Así se iniciaron las relaciones comerciales que nos proporcionarían la seda y el incienso, las gemas y las especias, el jade y el marfil de aquellas tierras misteriosas, su ruibarbo y sus esmeraldas, sus rubíes, pimienta, zafiros, canela, tintes y perfumes.
La ambición de Flavio Rómulo no tenía límites. Soñó también con nuevos viajes hacia el oeste hasta los dos continentes de Nova Roma, al otro extremo de la mar Océana. Cientos de años antes de su época, el temerario emperador Saturnino había acometido el insensato intento de conquistar México y Perú, los dos grandes imperios del Nuevo Mundo, gastando una enorme suma y sufriendo una derrota abrumadora. El fracaso de esta empresa nos debilitó en tal medida militar y económicamente que, para los griegos, fue luego fácil hacerse con el control del Imperio antes de que transcurrieran cincuenta años. Flavio sabía por aquel penoso precedente, que nunca lograríamos conquistar aquellas fieras naciones del Nuevo Mundo, pero al menos confiaba en iniciar contactos comerciales con ellos; y desde los primeros años de su reinado, hizo esfuerzos con ese propósito.
Su sucesor (él sobrevivió a sus hijos), fue otro hispano deTarraco, Cayo Julio Flavilo, un hombre de nacimiento más noble que Flavio cuya fortuna familiar bien pudo haber financiado la original revuelta flaviana. Cayo Flavilo era un hombre con carácter por méritos propios y un admirable emperador, pero al reinar entre dos figuras tan poderosas como Flavio Rómulo y Trajano Draco, da la impresión de ser más un continuador que otra cosa. Durante su reinado, que abarcó el período comprendido de 2238 hasta 2253, prolongó la política marítima de su antecesor, aunque poniendo más énfasis en los viajes al Nuevo Mundo que hacia África y Asia, al tiempo que luchó por crear una mayor cohesión entre las mitades latina y griega del Imperio, algo a lo que Flavio Rómulo había prestado relativamente poca atención.
Fue durante el reinado de Cayo Flavilo que Trajano Draco empezó a ser conocido. Según parece, sus primeros encargos militares fueron en África, donde ascendió por su heroísmo al sofocar una rebelión en Alejandría y, más tarde, por acabar con los saqueos de los bandidos en el desierto al sur de Cartago. No está claro cómo captó la atención del emperador Cayo, aunque es posible que sus orígenes hispánicos tuvieran algo que ver con ello. Sin embargo, en 2248, lo encontramos al mando de la Guardia Pretoriana. Él contaba entonces con solamente unos veinticinco años de edad. Pronto adquirió el título adicional de Primer Tribuno y, poco después, el de cónsul, y en 2252, el año antes de la muerte de Cayo, éste lo adoptó como hijo y lo proclamó su heredero.
Cuando Trajano Draco recibió la púrpura de los emperadores bajo el nombre de Trajano VII fue como si Flavio Rómulo hubiera resucitado. En lugar del distante patricio Cayo Flavilo llegó al trono un segundo hispano de orígenes campesinos, lleno de la misma embravecida energía que catapultó a Flavio a la grandeza. A todos los rincones del mundo llegó el sonido estentóreo de su poderosa carcajada.
De hecho, Trajano era como el mismo Flavio pero a una escala mayor. Los dos eran de grandes proporciones, pero Trajano era un gigante. (Yo mismo, su remoto descendiente, soy bastante alto). Su oscura melena le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su frente era amplia y noble. Su mirada brillaba como la de un águila; podía oírse su voz desde el monte Capitolino hasta el Janículo. Podía beberse un barril de vino de una sentada y no sufrir ninguna molesta consecuencia. Durante los ochenta años de su vida, tuvo cinco esposas (he de apresurarme a añadir que también innumerables amantes). Engendró veinte hijos legítimos, el décimo de los cuales fue mi propio antepasado, y una cantidad tal de bastardos que hoy día no resulta nada raro ver algún semblante con el rostro aguileno de Trajano Draco sosteniéndote la mirada en cualquier calle de cualquier rincón del mundo.
Era un amante no sólo de las mujeres, sino también de las artes, especialmente de la escultura, la música y las ciencias. Disciplinas como las matemáticas y la astronomía y la ingeniería habían estado desatendidas durante los doscientos años de sumisión occidental a los griegos, blandos y entregados al lujo. Reconstruyó la antigua capital de Roma de un extremo a otro, llenándola de palacios, universidades y teatros, como si allí tales cosas no hubiesen existido nunca antes; y quizá por temor a que eso pudiese parecer insuficiente, se trasladó hacia el este, a la provincia de Panonia, a la pequeña ciudad de Vindobona, sobre el río Danubio, y él mismo construyó allí lo que en esencia fue una segunda capital, con su propia gran universidad, gran cantidad de teatros, un gran edificio para el Senado y un palacio real que es una de las maravillas del mundo. Su argumento fue que Vindobona, aunque más sombría y lluviosa que la soleada Roma, se hallaba más próxima al corazón del Imperio. No volvería a consentir la partición de éste en los reinos occidental y oriental, por inmensa que fuera la tarea de gobernarlo todo a un tiempo. El situar la capital en una ubicación central como Vindobona le permitía observar mejor el oeste (Galia y Britania), el norte (los territorios teutónicos y los de los godos) y el este (el mundo griego), al tiempo que mantenía las riendas del poder completamente en sus manos.