Poco después de aquello, cuando las condiciones invernales llegaron a extremos que ningún hombre había visto nunca antes, se produjo un auténtico motín. Los capitanes de dos navios anunciaron que se iban a retirar de la expedición. «Me invitaron a reunirme con ellos para discutir la situación», escribía Trajano. «Sencillamente, yo iba a ser asesinado. Envié cinco hombres de confianza al primer buque rebelde con un mensaje mío y mandé secretamente veinte hombres más en otro bote. Cuando el primer grupo subió a bordo y el capitán rebelde les recibió sobre cubierta, mis embajadores lo mataron de inmediato y, a continuación, los hombres del segundo bote subieron a bordo.» El motín fue sofocado. Los tres cabecillas fueron ejecutados en seguida y otros once hombres fueron desembarcados en la orilla de un islote frígido que carecía de una mínima brizna de hierba. No esperaba de Trajano Draco que tratara a los conspiradores con tibieza, pero las palabras serenas con las que relataba el abandono de aquellos hombres a una terrible muerte eran verdaderamente escalofriantes.
Los viajeros continuaron. En los inhóspitos territorios meridionales descubrieron una raza de gigantes desnudos (de ocho pies de altura, dice Trajano), y capturaron dos de ellos para llevarlos a Roma como curiosidades. «Bramaban como toros y gritaban a los demonios a los que rendían culto. Los encadenamos y los pusimos en barcos distintos. Pero no probaron bocado de lo que les ofrecíamos y murieron poco después.»
A través de las tormentas y la oscuridad invernal, continuaron en dirección hacia el polo sin hallar aún una ruta hacia el oeste, e incluso Trajano empezaba ya a pensar que quizá debieran abandonar la búsqueda. El mar era prácticamente infranqueable a causa del hielo. Sin embargo, encontraron otro grupo de aquellos pájaros rollizos que no volaban y establecieron el campamento de invierno en la orilla. Permanecieron allí tres meses, lo que redujo mucho sus provisiones de alimentos. Pero cuando el tiempo mejoró, aunque seguía siendo bastante desapacible, y finalmente decidieron continuar, llegaron casi en seguida a lo que ahora se conoce como el estrecho deTrajano, cerca del punto más meridional del continente. Trajano envió a uno de sus capitanes a inspeccionar y comprobó i que era estrecho pero profundo, con un fuerte régimen de mareas y I agua completamente salada. ¡No era un río, era un paso hacia el mar de Occidente!
El viaje a través del estrecho fue angustioso, pasando por rocas afiladas como agujas, a través de nieblas impenetrables, sobre unas aguas que se elevaban sorprendentemente entre las paredes del canal. Pero ya se veían árboles verdes y también la luz de las hogueras de los indígenas, y no pasó mucho antes de que arribaran al otro mar: «El cielo era extraordinariamente azul, las nubes eran algodonosas y las olas del mar no eran más que unas ondas rizadas, bruñidas por el sol brillante». La escena era tan plácida que Trajano dio al nuevo mar el nombre de Pacífico, en honor a su tranquilidad.
Su plan ahora era navegar hacia el oeste, pues a él le parecía probable que, de penetrar en este mar sin cartografiar, se encontraran con Cipango y Catay a una distancia corta en aquella dirección. Tampoco quería aventurarse hacia el norte a lo largo del litoral del continente, porque eso le conduciría al territorio de los belicosos peruanos y sus cinco navios no estarían a la altura de un imperio entero.
No obstante, una ruta inmediata en dirección al oeste demostró ser impracticable debido a los vientos en contra y las corrientes hacia el este. De modo que acabó dirigiéndose hacia el norte durante un tiempo, navegando próximo a la orilla y vigilando de cerca el territorio peruano. El sol brillaba severamente en el cielo sin nubes. No había lluvia. Cuando por fin pudieron desviarse hacia el oeste de nuevo, el mar se mostró por completo despejado de islas y vasto más allá de todo lo imaginable. Por la noche, aparecieron extrañas estrellas, sobresaliendo cinco en forma de cruz entre todas las demás. Los suministros de alimentos que quedaban menguaron rápidamente; las tentativas de pesca fueron vanas y los hombres llegaron a comer astillas de madera y puñados de serrín, y cazaron las ratas que infestaban las bodegas. El agua quedó racionada a un solo sorbo al día. El riesgo, ahora, ya no era un motín sino la inanición más absoluta.
Por fin llegaron a unas pequeñas islas, pobres, en las que no crecía otra cosa que arbustos raquíticos y retorcidos. Pero también estaban pobladas: quince o veinte individuos de gentes ingenuas y desnudas, pintados con rayas. «Nos dieron la bienvenida con una salva de piedras y flechas. Dos de nuestros hombres cayeron y no nos quedó otro remedio que acabar con todos ellos. Y después, en vista de que no había nada de comida en la isla excepto algunos tristes peces y cangrejos que esta gente había capturado aquella mañana y ninguna otra cosa de tamaño y sustancia considerables, asamos los cadáveres de los muertos y nos los comimos; de otra manera habríamos muerto de hambre.»
No sabría decir cuántas veces he leído y releído estas líneas esperando que me dijeran algo distinto de lo que me decían. Pero siempre repetían lo mismo.
Al cuarto mes de viaje a través del Pacífico, aparecieron otras islas, fértiles esta vez, y cuyos pobladores cultivaban algún tipo de dátiles con los que hacían pan, vino y aceite. También disponían de ñames, bananas, cocos y otros alimentos tropicales con los que ahora estamos familiarizados. Algunos de estos isleños se mostraron amistosos con los marineros, pero no la mayoría. El diario de Trajano se convierte aquí en un inventario de atrocidades. «Los matamos a todos; incendiamos sus aldeas como un ejemplo para sus vecinos, y cargamos nuestros navios con sus productos.» Las mismas frases se repetían sin cesar. No existe ni una expresión de disculpa o arrepentimiento. Era como si después de haber probado carne humana se hubieran transformado en monstruos ellos mismos.
Más allá de estas islas se extendía más vacío todavía. Trajano advertía ahora que el Pacífico era un océano cuyo tamaño estaba más allá de toda comprensión, en comparación con el cual incluso la mar Océana era un simple lago. Y después, tras otra sucesión descorazonadora de muchas semanas, llegó el descubrimiento del gran grupo de islas que nosotros llamamos las Augustinas: siete mil islas grandes y pequeñas que se extendían formando un vasto arco de casi dos mil kilómetros del Pacífico. «Se acercó a nosotros un cacique, una figura de porte majestuoso con marcas en el rostro y una camisa de algodón con flecos de seda. Llevaba una jabalina, una daga de bronce con incrustaciones de oro y un escudo que centelleaba también por el dorado metal. Asimismo llevaba pendientes, pulseras y brazaletes de oro.» Su pueblo le ofreció especias —canela, jengibre, clavo, nuez moscada y macis—, y también rubíes, diamantes, pepitas de oro, a cambio de las chucherías que los romanos habían llevado a tal efecto. «Mi propósito se había cumplido», escribió Trajano. «Habíamos descubierto un nuevo y fabuloso imperio en medio de la inmensidad de este mar.»
Y ellos procedieron a conquistarlo de la manera más brutal. Aunque al principio los romanos mantuvieron pacíficas relaciones con los indígenas de las Augustinas mostrándoles el funcionamiento de los relojes de arena y las brújulas, impresionándolos haciendo disparar los cañones de los buques, representando parodias de combates entre gladiadores en los que luchaban hombres con armaduras contra otros con tridentes y redes, las cosas rápidamente adoptaron un funesto cariz. Algunos de los hombres de Trajano que habían bebido demasiado vino de dátiles, se abalanzaron sobre las mujeres de la isla y las violaron con todo el ardor que suelen mostrar los hombres que no han tocado los pechos de una mujer durante casi un año. Las mujeres, cuenta Trajano, parecían mostrarse bastante dispuestas en un principio, pero la tripulación las trató con tal vergonzosa violencia y crueldad que se resistieron, y entonces estallaron las reyertas cuando llegaron los isleños para protegerlas (algunas de ellas apenas habían cumplido los diez años); al final se produjo una sangrienta masacre que culminó con el asesinato del cacique de la isla.