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El espectáculo era al mismo tiempo delicado y atroz, sutil y obsceno, verdadero y falso, incluso orgánico y espiritual. La mujercilla permanecía en su celda en una actitud pasiva, aunque sólo en apariencia, pues pronto advertí que se trataba de una pasividad ágil, de una quietud móvil, de un sosiego feroz. Como en la ocasión anterior, sólo llevaba encima aquella ropa interior sutil cuyo tejido, que era somático, se relacionaba con su sexo y con sus pechos de un modo inexplicable, pues aunque formaba parte de ellos, su elasticidad le permitía desplazarse para dejar al descubierto la vulva o los pezones.

La mujercilla se dirigió por medios telepáticos al hombrecillo invitándole a subir a su celda, pues había sido elegido de nuevo para consumar la cópula. La comunión entre el hombrecillo y yo continuaba siendo de tal naturaleza que en realidad fui yo quien, sin dejar de permanecer tumbado en el diván de mi cuarto de trabajo, me vi ascendiendo hacia la mujercilla por una suerte de escaleras que conducían a su aposento. Ella me esperaba anhelante, como jamás nadie me había esperado nunca, como nadie, nunca, volvería a esperarme. Al tomarla entre mis brazos y comprobar que nuestros cuerpos se acoplaban entre sí con una plasticidad asombrosa, intenté tomar conciencia de lo que ocurría segundo a segundo, para no olvidarlo jamás. Por otra parte, como ya tenía algo de experiencia, intenté conducir los acontecimientos en vez de ser conducido por ellos. Dado que mi ropa, en aquella versión de mí, era orgánica, no necesitaba desprenderme de ella para liberar el pene, que hizo su aparición enseguida, completamente erecto, por una entretela de la que no era consciente.

La mujercilla me invitó con su actitud a que yo mismo le retirara las bragas, lo que hice con sumo cuidado (en realidad, con sumo amor) para no provocar ningún desgarro en aquel extraño conjunto de ropa y piel. Como en la ocasión anterior, examiné su sexo con la intensidad dolorosa del que observa una imagen pornográfica intentando encontrar en ella un significado. Sin necesidad de que yo se lo pidiera, la mujercilla separó con sus dedos los labios vaginales exteriores para facilitar mi examen, pero también -me pareció- en busca de mi beneplácito, como si yo fuera una especie de inspector encargado de comprobar que no faltaba ninguno de los accidentes propios de aquella región orgánica cuyos penetrales exudaban un jugo que ella misma me daba a probar con sus dedos, al tiempo que los míos jugaban con los pliegues de aquellas formaciones húmedas, temeroso de que al dejar de verlas o tocarlas olvidara su aspecto o su textura. De vez en cuando levantaba la vista y nuestras miradas se encontraban.

– Dame más -le suplicaba yo entonces. Y ella recogía con los dedos parte de los jugos que se derramaban por la cara interna de sus muslos y los llevaba hasta mi lengua, que jamás había probado nada parecido, pues ni el sabor ni la textura de aquel elixir pertenecían a este mundo.

Sobra decir que copulamos con desesperación y tranquilidad al mismo tiempo, en un acto que tenía todas las características de los sucesos reales y de los acontecimientos imaginarios, pues ambos territorios se habían fundido una vez más de un modo inexplicable. Y mientras copulábamos yo jugaba con su sujetador orgánico y con sus pezones, cuidándolos y maltratándolos al mismo tiempo, vengándome de ellos -como si me debieran algo- y dándoles las gracias por entregarse de aquel modo gratuito. Y pese a la violencia pacífica con la que los trataba no se produjo ningún desgarro en la frontera por la que la piel y la ropa interior se unían.

También exploré sus labios y su boca, en cuyo interior, tras una empalizada de dientes diminutos, había una lengua afilada, como de pájaro, cuya capacidad de penetración resultaba sorprendente. Alcanzamos el éxtasis a la vez, sin frontera alguna entre su orgasmo y el mío, y con los ojos abiertos, mirándonos el uno al otro en actitud implorante, como si nos pidiéramos perdón. El resto de la población de hombrecillos disfrutó tanto como yo de aquella cópula pequeña, una cópula como de casa de muñecas, en la que, en vez de gemir, piábamos como pájaros.

15

Tras descansar unos instantes, y cuando el pene regresó al interior de los pantalones orgánicos, me aparté del cuerpo de la mujercilla, que me invitó entonces a bajar a la plaza, donde los hombrecillos jadeaban aún por aquel esfuerzo amatorio colectivo. La mujercilla, entre tanto, se ajustó la ropa interior y se recostó, aguardando la bajada del primer huevecillo. Deduje, por el poco tiempo transcurrido entre la cópula y la puesta, que los huevecillos estaban ya en su interior, a la espera únicamente de ser fecundados. Quizá su aparato genital disponía, como el de algunos insectos, de una espermateca que los fertilizaba en el instante mismo de salir.

El proceso siguió la rutina de la ocasión anterior, pues al poco de la puesta (quizá el tiempo en esa dimensión tuviera una naturaleza distinta de la que posee en la de los hombres grandes) las cáscaras se quebraron y empezaron a aparecer hombrecillos completamente terminados que se pusieron en cola para tomar de las mamas de la mujercilla aquel elixir que paladeábamos todos y cada uno de los hombrecillos de la colonia, como si todos y cada uno acabáramos de nacer y necesitáramos de sus nutrientes. Cada vez que un recién nacido se agarraba al pezón de la mujercilla, sentíamos en nuestros labios su calor y percibíamos con ellos su textura. A veces, el desmayo con el que mamábamos era tal que perdíamos por la comisura parte de aquel líquido mágico.

Cuando me encontraba paladeando el bebedizo obtenido por la boca del cuarto o quinto hombrecillo que pasaba por los pechos de la mujercilla ovimamífera, se cortó de súbito la comunicación entre el hombrecillo y yo, como si uno de los dos hubiera entrado en una zona de sombra, y me descubrí en mi dimensión de hombre grande, tumbado indecentemente en el diván de mi cuarto de trabajo. Tenía las ingles inundadas de semen y había empapado también el pijama y la bata, pues la cantidad de aquella polución no se correspondía de ninguna manera con mi edad. Por lo demás, la copa de vino se había derramado y el cigarrillo se había apagado en el suelo, dejando una marca en el parqué.

Me sentí sucio y agradecido a la vez. También pleno y vacío. Pero lejos de entregarme al abandono propio de las situaciones poscoitales, me levanté raudo, empujado por un sentimiento de culpa muy propio de mi carácter, dispuesto a borrar las huellas de aquel desliz (de aquellos deslices, si a la práctica del sexo añadimos el consumo de tabaco y alcohol). Limpié todo de forma minuciosa y corrí ligeramente el diván para ocultar la quemadura del parqué. Pensé que en cualquier caso, si mi mujer la descubriera, yo pondría cara de sorpresa, como si para mí mismo resultara también inexplicable. El mundo está lleno de misterios.

Aunque había fumado con la ventana de la habitación abierta, busqué uno de los ambientadores a los que tan aficionada era mi mujer para borrar cualquier huella olfativa. Y mientras realizaba todas estas tareas, evocaba la aventura sexual (y amorosa) recién vivida y volvía a excitarme sin remedio. No lograba que se fueran de mi cabeza la forma de los pechos de la mujercilla ni el bulto de sus pezones dibujándose por debajo de la ropa interior orgánica. Tampoco sus poderosas nalgas ni el agujero de su culo, tan cercano al de su vagina. Mi pene había errado indistintamente de uno a otro sabiendo que ambos conducían a dimensiones fabulosas.