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Cuando lo hube recogido todo, me di una ducha larga (masturbándome bajo el agua caliente con el recuerdo de lo que había hecho con la mujercilla), me puse ropa limpia y regresé a mi mesa de trabajo, donde tropecé con el paquete de Camel y el mechero. En mi juventud se decía que la ilustración del paquete, si uno se fijaba bien, representaba a un león sodomizando a un camello y que tal era uno de los atractivos inconscientes de aquella marca. Aunque jamás había prestado atención a esa leyenda porque me parecía una grosería, ahora sin embargo me fijé bien y comprobé que era verdad. Podía distinguir perfectamente al león encaramado a la grupa del camello para consumar la cópula. Tras envolver el paquete de Camel en una cuartilla que pegué con cinta adhesiva, lo escondí en las profundidades de unos de los cajones (el que más papeles tenía), junto al mechero. Luego me puse a escribir el artículo que debía entregar al día siguiente. Saqué adelante un texto pobre, previsible, sobre los últimos movimientos de la Bolsa. Mis intereses estaban en otra parte.

Por la tarde, cuando llegó mi mujer, fui con ella más solícito de lo habitual, como suelen hacer los hombres que se sienten culpables. Ella lo detectó y preguntó si me ocurría algo.

– ¿Qué me va a ocurrir? -dije volviendo el rostro, pues aunque prácticamente me había desinfectado la boca para borrar cualquier rastro del vino y el tabaco, temí que mi aliento me delatara.

Tras cenar y ver un rato juntos la televisión, ella decidió retirarse, pues estaba cansada, y yo regresé a mi cuarto de trabajo con la idea de retocar el artículo. Una vez sentado a la mesa, recordé el paquete de Camel escondido en uno de los cajones (y también en las profundidades abisales de mi cerebro) y supe que no podría irme a la cama sin dar al menos un par de caladas. Sólo para tranquilizarme un poco, me dije. Con movimientos clandestinos, por si apareciera de repente mi mujer, rescaté el paquete, lo desenvolví con sumo cuidado y nada más quitarle el papel con el que lo había protegido llegó hasta mi olfato el dulce olor del tabaco rubio, pues las hebras tenían el punto de humedad justo para propagar su aroma.

Con el corazón en la garganta, como si estuviera cometiendo un crimen, cogí un cigarrillo y el mechero y salí al pasillo para comprobar que todo estaba en orden. La puerta del dormitorio se encontraba, en efecto, cerrada y el silencio era total, por lo que supuse que mi mujer estaría ya acostada, quizá incluso dormida. No obstante, y por extremar las precauciones, decidí que sería más sensato fumármelo asomado a la ventana de la cocina, que daba al patio interior. Si mi mujer aparecía de improviso, podría dejarlo caer antes de enfrentarme a ella. Mientras fumaba, vi sombras en el piso de enfrente.

16

El hombrecillo continuaba fuera de cobertura. No habíamos vuelto a establecer contacto desde la última cópula con la mujercilla, hacía ya una semana o más. Tampoco había visto a otros hombrecillos, pese a haber corrido muebles y objetos en su busca. Venían cuando querían y se iban cuando les daba la gana, siempre había sido así.

Entre tanto, la candidatura encabezada por mi mujer había ganado las elecciones en la universidad y yo tenía la impresión de que se arreglaba más que antes para ir al trabajo. Pese a no ser joven, poseía ese atractivo cruel que proporcionan la frialdad y la distancia y del que yo no había sido muy consciente hasta entonces. Delgada, flexible y alta, conservaba las formas de una mujer de menos edad. Desde que conquistara la rectoría, me había sorprendido observándola con un deseo sexual que no formaba parte de nuestro acuerdo matrimonial, de nuestros intereses. Podría parecer que lo que me excitaba era su nueva posición, pero hacía tiempo que los honores académicos habían dejado de significar algo para mí.

No era eso, no. Deduje entonces que el hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara -y aun con la apariencia de continuar desconectado-, me empujaba de manera sutil hacia apetitos que habían dejado de formar parte de mi vida. Así, una mañana, mientras mi mujer se duchaba, estuve espiándola, observando su silueta a través de la mampara del baño, preso de una excitación insana, que me distraía de los asuntos que siempre había considerado principales.

Algunas mañanas, después de que se fuera a la universidad, abría el cajón de su ropa interior, la sacaba, la disponía sobre la cama y disfrutaba con el tacto de sus sujetadores y sus bragas. Siempre se había vestido con elegancia, también por dentro. Si hubiera sido una mujercilla, su lencería habría tenido vida, como las alas de las libélulas o las hojas de los árboles. Luego, encendía un cigarrillo que fumaba asomado al patio interior, para que la casa no oliera. Ya no podía prescindir del tabaco, ni del vaso de vino de media mañana. Pero ignoraba si hacía todo aquello por mí o por el hombrecillo, pues si bien era evidente que nos habíamos convertido en dos, al mismo tiempo, de forma misteriosa, seguíamos siendo uno.

Un día vinieron a cenar la hija de mi mujer y su marido, con la niña, Alba. Habían dejado al bebé en casa, con una cuidadora, para que «no se descentrara». En la cocina, mientras yo preparaba la ensalada, el yerno de mi mujer comentaba con preocupación los últimos movimientos de la Bolsa (mi mujer, su hija y la niña se encontraban en el salón). Dijo que la veía errática y yo apunté que en el corto plazo ése era el comportamiento natural de la Bolsa.

– En el día a día -añadí- no hay nada más parecido a la ruleta. A veces, a la ruleta rusa, por eso atrae a toda clase de especuladores y ludópatas.

Me sorprendió su gesto de decepción, como si no conociera una verdad tan palmaria. Quizá, pensé con inquietud, estaba llevando a cabo inversiones arriesgadas. La conversación continuó por estos lugares comunes mientras yo atendía a los pormenores de la cena (había preparado unas vieiras que llevaban unos minutos en el horno, gratinándose), hasta que fui atacado por una fantasía sexual. Digo que fui atacado porque sentí que entraba en mi cabeza como un cuchillo en una sandía, sin que yo hubiera puesto alguna voluntad en ello y sin que pudiera defenderme de su penetración.

En la fantasía, mi mujer y yo nos encontrábamos solos sobre la alfombra del salón. Los dos estábamos desnudos y los dos permanecíamos a cuatro patas, olisqueándonos nuestras partes, como perros. Dada su delgadez y su postura, las líneas de su cuerpo evocaban las de una letra de cualquier alfabeto. Sus nalgas, a diferencia de las de la mujercilla, no se abrían en dos formaciones carnosas al terminar los muslos, sino que eran una mera continuación de ellos. Pese a todo, resultaban muy deseables también, pues parecían unas guardianas débiles e inexpertas de las entradas del culo y la vagina. En esto, mi mujer me pedía que le introdujera letras por el culo. Yo aplicaba mi boca a él y recitaba lentamente el alfabeto: a, be, ce, de, e, efe… Y aunque no se puede hablar en mayúsculas o en minúsculas, lo cierto es que las que salían de mi boca eran minúsculas porque las letras, como los hombres, tenían también dos versiones de sí mismas (¿por qué no los números, me pregunté?). Las letras minúsculas se perdían pues en el interior de su cuerpo como murciélagos en las profundidades de una cueva y al poco comenzaban a salir por su boca formando palabras (tabaco, vino, jugo, sexo, etc.) que yo lamía de sus labios como el que lame la miel de un panal.

La fantasía alcanzó tal grado de realidad que el yerno de mi mujer, viendo que hacía aquellos movimientos con la lengua, preguntó si me pasaba algo.

– No es nada -dije-, perdona un momento.

Y salí de la cocina en dirección al cuarto de baño, donde continué tragándome las palabras (y ocasionalmente alguna frase) que salían de la boca de mi mujer, adonde habían viajado misteriosamente desde el culo. Sobra decir que no tuve más remedio, para aliviar la erección, que masturbarme. Pero lo resolví rápido, de modo que cuando regresé a la cocina las vieiras estaban en su punto. El yerno de mi mujer picaba distraídamente unas almendras de un plato de cristal con forma de hoja de parra.