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No duraría demasiado aquel estado de plenitud, ya que al dar la vuelta a una esquina, y en un instante en el que la cobertura mental entre el hombrecillo y yo alcanzó la intensidad de nuestros primeros días, comprendí de súbito que pensaba hacerme partícipe de una experiencia criminal.

– ¿Qué experiencia es ésa de la que hablabas? -pregunté entonces.

– La que estás imaginando -dijo él-, vamos a matar a alguien, para que veas qué se siente.

– No quiero saber qué se siente al matar a alguien -protesté.

– Tampoco querías beber ni fumar ni follar ni masturbarte…

Los pasos de mi siamés enano (y los míos por tanto) sonaban sobre el empedrado de un modo fúnebre y seductor, como esas canciones que a la vez de hundirnos en la melancolía nos elevan espiritualmente, espoleando nuestras capacidades creativas. Había también en aquel ritmo un eco como de música sacra, de cántico espiritual, de celebración religiosa relacionada con las postrimerías. Entonces, sin dejar de errar por aquellas calles estrechas, flanqueadas por edificios de piedra, abrí los ojos en mi versión gigante (sin que en esta ocasión se cerraran por eso en la otra) y apagué el cigarrillo, que estaba a punto de consumirse entre mis dedos. Del lado de acá, en fin, teníamos a un profesor de economía insomne; del lado de allá, a un asesino en busca de su víctima.

Comprendí que necesitaba un vaso de vino para afrontar aquella situación moral de la que no me era posible huir y que constituía también un peligro físico. De modo que mientras mi doble, conmigo en su interior, deambulaba por las calles de aquella extraña ciudad en busca de alguien a quien asesinar, fui a la cocina y me serví una copa con la que regresé a mi despacho para tumbarme de nuevo en el diván. Fue oler el vino y sentir la necesidad de encender otro Camel. Y así, fumando y bebiendo con uno de mis cuerpos, callejeaba con el otro por una ciudad desconocida, laberíntica y, por cierto, muy hermosa.

De súbito, se oyeron otros pasos procedentes de la calle perpendicular a la nuestra y que estábamos a punto de alcanzar. Con el corazón en la garganta, nos detuvimos en la esquina y esperamos la llegada del dueño de aquel taconeo rítmico. Toc tac, toc tac, toc tac, toc tac…, cada pie sonaba diferente, como si las suelas de los zapatos de uno y otro fueran distintas. Parecían los pasos de un bailarín, de un artista, más que los de un transeúnte. Pero tenían también algo del tableteo armonioso de las antiguas máquinas de escribir.

Vimos su sombra, muy alargada por la posición de la Luna, antes que su cuerpo. Se trataba de un hombrecillo casi idéntico a mi doble, quizá un poco más pálido, algo más consumido y de cejas color zanahoria. Sorprendido por nuestra presencia, se detuvo unos instantes, nos miró con expresión de alarma y emitió unos ultrasonidos, que no supe interpretar, antes de continuar su camino. Apenas nos dio la espalda nos lanzamos sobre él y pasando el brazo derecho por su cuello comenzamos a apretar mientras con el izquierdo intentábamos controlar sus manos. El hombrecillo pataleaba con una desesperación tal que por un momento pensé que se nos escapaba. De hecho, fue preciso añadir a la fuerza física de mi versión pequeña el ímpetu mental de mi versión grande, pues algo me decía que las consecuencias de dejar aquella faena a medias podrían resultar desastrosas.

En el transcurso de la pelea tuve la impresión de que sin dejar de ser formalmente un hombrecillo adquiría las habilidades de un insecto, quizá de un arácnido, y lo mismo ocurría con nuestra víctima. Así, mientras forcejeábamos, me vinieron a la cabeza las imágenes de una batalla a muerte entre una araña y un saltamontes a la que había asistido hacía años en el campo. El saltamontes, no muy grande, había caído en la red de la araña, que se apresuró a inmovilizarlo entre sus patas tanteando su cuerpo en busca del lugar adecuado para inocularle el veneno. El saltamontes, pese a que sus movimientos estaban ya muy limitados por la materia pegajosa de la tela y la presión mecánica de las patas de la araña, se defendía con una desesperación tranquila, si fuera compatible. Lo más sobrecogedor de aquella lucha era que se producía en medio de un silencio espeluznante y de una indiferencia total por parte de la naturaleza.

De ese modo animal luchaban los dos hombrecillos, uno de los cuales era yo. Nuestra víctima logró liberar de la presión a la que lo teníamos sometido el brazo derecho, que comenzó a agitar desordenadamente en el aire, como el ala de una mariposa medio engullida por una lagartija. Respondimos a ese movimiento, que podría hacernos perder el equilibrio y caer al suelo con consecuencias imprevisibles, aumentando la presión del brazo derecho sobre el cuello y sosteniendo con firmeza el brazo izquierdo de nuestra víctima. Pero la muerte o el desfallecimiento tardaban en llegar pese a que apenas ingresaba aire en los pulmones. Entonces, en un movimiento instintivo, y sin dejar de oprimirle el cuello, buscamos con la boca, debajo del ala del sombrero, una de sus orejas, en la que hincamos nuestros dientes, percibiendo, como a cámara lenta, el crujido de los cartílagos y el sabor de su sangre. Es probable que nuestros dientes liberaran, en el acto de morder, alguna sustancia venenosa, pues el hombrecillo se aflojó de inmediato, como un traje sin cuerpo. Por razones de seguridad, mantuvimos durante unos instantes la presión sobre su cuello y luego, exhaustos, lo dejamos caer sobre la acera.

Mientras contemplábamos el cadáver, mi siamés moral me pidió telepáticamente que fumara y bebiera porque aquella combinación de tabaco, alcohol y crimen le resultaba (me resultaba en realidad) extrañamente placentera. Tras alejarnos del muerto, el hombrecillo y yo perdimos el contacto, de modo que me incorporé, ventilé la habitación, limpié el cenicero y la copa, regresé al dormitorio y me metí en la cama con los movimientos con los que una cucaracha grande se introduciría en una grieta.

19

Al poco de haberme embutido entre las sábanas, y como el sueño no acudiera en mi ayuda, apareció la desolación, el desconsuelo, la tristeza, quizá la realidad. Dios mío, habíamos matado a un hombre, a un hombre pequeño, sí, a un hombrecillo, pero dotado de los mismos órganos que yo, quizá de semejantes sentimientos. Y ello me había procurado un placer insano, una excitación morbosa, una delectación que ahora me repugnaba. Busqué alivio en la idea de que la víctima pertenecía a una especie que tenía algo de ovípara y con la que quizá en su estado embrionario podría haberme hecho ingenuamente una tortilla, pero eso -debido a la rigidez de mi constitución moral o al tamaño que adquieren los problemas por la noche- tampoco me calmó.

Por si fuera poco, al sentimiento de culpa se sumó enseguida el pánico a ser detenido por la policía de los hombrecillos, caso de existir. En aquel preciso instante uno de los dos (quizá los dos) había entrado en una zona de sombra y carecíamos de cobertura, de modo que ni yo sabía nada del hombrecillo ni el hombrecillo, cabía suponer, nada de mí, pero la comunicación podía restablecerse en cualquier momento, de manera gratuita. Si lo detuvieran, ¿de qué modo me afectaría, ya que soy un poco claustrofóbico, su falta de libertad? Y si en el mundo de los hombrecillos existiera la pena capital, ¿moriría en mi versión de hombre al ser ejecutado en la de hombrecillo?

Pasé el resto de la noche dando vueltas sobre mi estrecha cama, torturado por estas ideas, mientras mi mujer reposaba sosegadamente en la de al lado. Deseé que el hombrecillo no volviera a aparecer jamás. Imaginé que transcurrían dos, tres, cuatro, cinco años, y que la comunicación entre ambos continuaba interrumpida. Fantaseé con que recordaba lo sucedido como una pesadilla de la que había sido víctima en un tiempo remoto, pero que no constituía ya una amenaza para mi vida.

Pero el hombrecillo volvió casi antes de que terminara de formular este deseo. De súbito, en una de las ocasiones en las que cerré los ojos en mi cuerpo de hombre, los abrí en mi cuerpo de hombrecillo, y me vi corriendo con desesperación por aquellas calles estrechas (que ahora me recordaron las de Praga), perseguido por varios hombrecillos cuya carrera provocaba un zumbido semejante al del revoloteo de los insectos. Y aunque me faltaba la respiración y mis pulmones parecían a punto de reventar, corrí y corrí en medio de la noche hasta encontrar refugio en un portal abierto en el que me colé cerrando la puerta tras de mí. Todavía sufro al recordarlo, todavía jadeo. Jamás los pulsos de mis sienes estuvieron tan activos. Nunca antes me había dolido el cerebro por falta de oxígeno.